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ANDALUCIA
Córdoba, Sevilla y Granada

Donde España se vuelve árabe

La Mezquita de Córdoba: El bosque de columnas de la sala de oración.

El sol bendice el sur de España y lo convierte en tierra de naranjos y olivares. Y una riquísima cultura donde se respira el sello árabe hizo de esta pieza del rompecabezas español una fuente inagotable de belleza, arte y leyenda.

Por Graciela Cutuli

Toreros, flamenco y un aire morisco. Tierra de poetas como el sevillano Antonio Machado y el granadino Federico García Lorca. Pueblos y ciudades que hicieron historia, desde Jerez hasta el Puerto de Palos y Fuente Obejuna. En Andalucía, cada palabra es como un mundo, cada patio tiene historia y detrás de cada fachada laten tradiciones, secretos, leyendas. Hay un costado turístico y frívolo arraigado en Marbella, un mito de desafío y coraje en las plazas taurinas de Ronda, infinidad de balcones floridos junto a las fachadas blancas de Sevilla. Pero lo que hace de esta porción de España una tierra única es su larga historia bajo el dominio árabe, que expulsados por los Reyes Católicos tras la conquista de Granada, en 1492, tuvieron ocho siglos para dejar su huella. En la arquitectura, en las ciencias y en el idioma. No en vano se dice que el español es la única lengua que puede imitar la cadencia del árabe utilizando sólo palabras propias, heredadas de la lengua de los almorávides y almohades.

Sevilla: Azulejos y mosaicos en los salones de Los Reales Alcázares.

La vieja capital Las trazas árabes se advierten en toda Andalucía, pero hay tres ciudades donde brillan como gemas: Sevilla, Granada y Córdoba, antigua capital árabe capaz de rivalizar con la Bagdad de las Mil y Una Noches. Un paseo por los patios cordobeses, con sus paredes encaladas salpicadas de claveles, los naranjos, faroles y azulejos, permitirá comprender, disfrutar con todos los sentidos, las palabras de los poetas que hablan del aire embalsamado por el perfume de las flores. El casco antiguo de la ciudad, en torno de la célebre mezquita, es el mejor lugar para verlos, para dejar pasar el tiempo permitiendo que se pierdan los pasos con esa falta de apuro típicamente andaluza entre las macetas, los hierros forjados, las fuentes de agua fresca. Y la mezquita en sí, rodeada de muros que la convertían casi en un cuartel, es una maravilla arquitectónica que ni siquiera la Catedral construida en el mismo centro del conjunto, en el siglo XVI, pudo despojar de su grandeza y elegancia (aunque el propio Carlos V, nieto de los Reyes Católicos y defensor de la cristiandad, nunca dejó de lamentarse por el daño provocado en el armonioso edificio árabe).
La mezquita se fue armando como un rompecabezas, con sucesivos agregados bajo el reinado de distintos príncipes árabes, y se valió además de partes de construcciones romanas y visigodas para levantar algunas de las paredes, arcos y columnas. Teófilo Gautier la describió como “un bosque embaldosado, donde la mirada se pierde entre hileras de columnas que se cruzan y se extienden hasta perderse de vista”. Hoy, en el Patio de los Naranjos quedan todavía algunas palmeras que Abderramán I, quien mandó construir el edificio original, había hecho llevar desde las orillas del Eufrates. Con nostalgia, les escribió en un poema: “Crecen en un país donde son extranjeras, y viven como yo en el rincón más lejano del mundo. Que las nubes del alba les concedan frescura en esta lejanía y siempre las consuelen las lluvias abundantes”.

Fuente Obejuna, la rebelde Yendo hacia el oeste, siguiendo el rumbo del Guadalquivir, el itinerario por la Andalucía árabe puede seguir rumbo a Sevilla. Pero desviándose sólo un poco hacia el norte antes de seguir viaje se puede conocer Fuente Obejuna, el pueblo cuya violenta revuelta del 23 de abril de 1476 contra el gobernador Fernando Gómez de Guzmán inspiró la célebre obra de Lope de Vega, uno de los tesoros literarios del Siglo de Oro español. ¿Quién fue el culpable del crimen? Los libros de historia no lo dicen; en los de literatura y en las ocasionales representaciones de la obra en la plaza del pueblo se repite, como una letanía, Fuenteovejuna, señor.

La Giralda de Sevilla Por donde se la mire, Sevilla es imponente, aunque la aparente expansividad de su carácter a veces se encierre en recovecos a los que es difícil acceder. Pero, sin duda, impresiona a primera vista enla Giralda, los Reales Alcázares, el Museo de Bellas Artes, que conserva obras de Zurbarán y Murillo, en la Plaza de Toros de la Maestranza o en el Archivo de Indias, un edificio del siglo XVI que guarda la documentación española sobre las Américas desde los tiempos del descubrimiento. En sus anaqueles, que atraen a todo aquel que conozca aunque sea superficialmente la contradictoria y discutida historia de la conquista española, se codean cartas de Colón con otras de Cervantes, Felipe II y George Washington.
Sevilla es imponente también en sus manifestaciones religiosas, sobre todo cuando en Semana Santa procesionan en multitud los devotos de la Virgen de la Macarena: pero quienes busquen aquí sobre todo las trazas árabes de Andalucía peregrinarán en primer lugar al barrio de la Santa Cruz, dueño del gran símbolo de la ciudad, la Giralda. Así se llama a la torre de la catedral de Sevilla, en su origen una gran mezquita del tiempo de los almohades que en 1401 empezó a ser reformada para convertirla en lugar de culto cristiano. No es una ironía, sino un verdadero reflejo del sincretismo andaluz que el campanario de la catedral tenga la inconfundible silueta de un minarete árabe, aunque las esferas de los antiguos tiempos hayan sido reemplazadas por símbolos cristianos. El nombre de la torre deriva del Giraldillo, una veleta y estatua de bronce colocada en lo alto del campanario como representación de la fe. En el interior, sobresalen el lujoso Retablo Mayor, conservado detrás de una reja de hierro forjado, y el Patio de los Naranjos, que antiguamente usaban los musulmanes para lavarse las manos y los pies antes de ingresar en la mezquita.

“Ladrillitos” arabes Los Reales Alcázares, una residencia real aún en uso, levantada dentro de los palacios árabes de la ciudad por Pedro I de Castilla, están muy cerca de la mezquita y son otro testimonio del cruce histórico-cultural sevillano. El conjunto es muy grande, y abarca salones donde el sello árabe se advierte hasta con los ojos cerrados: el de los Embajadores, el Patio de las Muñecas, el Patio del Yeso o el de las Doncellas, un ramillete de arcos y decoraciones en yeso que revelan la maestría de los artesanos almohades. Las fuentes de los jardines de los Alcázares son un verdadero oasis en la ciudad, y junto a ellos se pueden visitar los Salones de Carlos V, que ofrecen una muestra de un arte típicamente andaluz: los azulejos. Los “ladrillitos” (azulayj) de origen árabe son, sin duda, otro de los símbolos de la región, cuyos artistas con el correr del tiempo desarrollaron nuevas técnicas de fabricación, algunas llegadas de Italia, que impusieron a los azulejos como omnipresente motivo ornamental.
Finalmente, aunque una recorrida completa de Sevilla puede llevar muchos días, un itinerario acotado al mundo árabe no debe olvidar la Torre del Oro, la maciza construcción defensiva levantada a orillas del Guadalquivir por los almohades, y conectada antiguamente con los Reales Alcázares. Se cree que se la llamaba así porque estaba cubierta de azulejos dorados, pero hoy es bastante distinta del proyecto original, con las paredes despojadas y una pequeña torre central que coronó en el siglo XVIII la almenada base asentada cinco siglos antes.

Granada: El patio de los Arrayanes de la Alhambra.

Granada, la ultima reconquista Granada fue todo un símbolo para los Reyes Católicos, la única joya árabe que les faltaba en la corona de la Reconquista. La consiguieron en 1492, y de algún modo quisieron quedarse para siempre ordenando la construcción de la Capilla Real donde reposan sus cuerpos, junto a los de Juana la Loca y Felipe el Hermoso. Tal vez hacía falta tanta presencia real para recordar que, pese a la Alhambra y el Generalife, la Madraza y el Albayzín, Granada volvía a ser española, arrancada a su destino nazarí por el avance inexorable de la maquinaria católica. A modo de revancha de la historia, quien hoy visita Granada lo hace, sobre todo, y muchas veces únicamente, por la Alhambra, el “castillo rojo” de los califas granadinos. La Alhambra, inspiradora de los famosos cuentos del norteamericano Washington Irving, tiene todo lo que hace falta para deslumbrar incluso al turista más avezado. Burlando la decadencia sufrida con el tiempo, y más de un abuso cometido en nombre de invasiones y guerras, sus patios y salones conservaron intacta la belleza que idearon sus creadores, tan ambiciosos como para querer reflejar el paraíso en la tierra. Sería difícil, ante el esplendor del Salón de los Embajadores, el Patio de los Arrayanes o la Sala de los Abencerrajes, decir que fallaron su objetivo. Todo lo contrario: en pocos lugares la suma de tanto arte logra tanta armonía, y parece mentira que materiales sencillos como la madera y el yeso se combinen tan lujosamente en las paredes y cúpulas del palacio. La Alhambra invita a seguir con la vista el diseño laberíntico de las decoraciones, a jugar, a distinguir verdad y reflejo en los estanques inmóviles, a descubrir el eco de las traiciones y pasiones que latieron en estas salas. Y a conocer su continuación natural en los jardines del Generalife, formados por patios, fuentes y escaleras que ofrecen las mejores vistas sobre el Albayzín, el antiguo barrio árabe que llegó a atesorar hasta 30 mezquitas.
Hoy, este barrio en la ladera de una colina enfrentada a la Alhambra –y donde vale la pena visitar el Bañuelo, baños construidos en el siglo XI con el techo tachonado de claraboyas en forma de estrella– es un laberinto de calles angostas dominado por el Mirador de San Nicolás. Allí se puede, ya llegando la tarde, cerrar el circuito con la vista sobre la Alhambra, siempre nostálgica de sus sueños de gloria pero eterna en la concreción de su hermosura.