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EE.UU.
Nueva Orleáns
The
Big Easy
Es
el enclave francés y crèole de Estados Unidos, la cuna del jazz, la
ciudad cortés, amante de la decadencia. Sus barrios que vieron todos
los pecados hoy mantienen una tradición cosmopolita, musical, de buena
comida, cordialidad y mitologías de genios,
de alcohol y escritores.
Textos:
Eduardo Hojman
Fotos: image Bank
Es una ciudad
de un nombre y varios sobrenombres: a Nueva Orleáns se la llama
Crescent City, la ciudad de la Medialuna, Sin City, la ciudad del pecado,
y The Big Easy, por su ambiente relajado. Francesa en un mar de angloparlantes,
católica entre vecinos protestantes, extranjera en
su propio país por tantos años, la ciudad es cuna del
jazz y de un carnaval único en su tipo, el mardi gras, tiene
su propia comida crèole y es reputada por un acento local que
ya tiene visos de dialecto. No es casualidad que tanto cosmopolitanismo
llame la atención: la ciudad fue fundada como parte del proyecto
francés de fundar un imperio en América, pasó a
manos españolas, fue devuelta a Francia y acabó vendida,
junto al estado de Louisiana, a los Estados Unidos. Con sus dólares,
Washington compró también una cultura mulata, polirracial,
tolerante del vicio, nada puritana y suavemente etílica. Es el
mundo de Lestat el Vampiro y también el del joven delincuente
juvenil Louis Armstrong.
No sabes lo que significa extrañar Nueva Orleáns,
dice una vieja tonada popular. Es que hay mucho para ver: el Barrio
Francés con su plaza de armas española, las
mansiones sureñas del distrito Jardín, la relajada amabilidad
de sus gentes y la sordidez barata de Bourbon Street, los pantanos,
el increíble zoológico del parque Audubon. Por momentos,
todo parece demasiado armado para el turismo: hay muchos negocios de
chucherías de baja calidad; el jazz parece, por momentos, un
sonido folclórico que se quedó en el tiempo; el vudú,
motor oculto de muchos cambios en esa sociedad, también produce
todo tipo de souvenirs. Pero la ciudad tiene mucho más que ofrecer,
hay corrientes escondidas que, a veces, asoman a la superficie, en alguna
esquina perdida del límite del Vieux Carré, en la enésima
vez que la Preservation Hall Jazz Band toca una versión magistral
de Cuando los santos vienen marchando, en la maravillosa
placidez de Algiers.

LA SEÑORA
ORLEANS Probablemente haya pocas ciudades en el mundo que ostenten
un pasado tan complejo y contradictorio como Nueva Orleáns. Por
otra parte, al caminar por sus calles se tiene la impresión de
que todos esos sucesos tuvieron lugar en una especie de presente continuo
que puede palparse en cada uno de sus rincones. A pesar de algunos rascacielos
modernos que afean el paisaje, Nueva Orleáns, con su orgullo
de dama sureña, su maravilloso tranvía, sus enormes mansiones
de resabios esclavistas y la competencia entre las arquitecturas coloniales
española y francesa, rezuma historia en cada una de sus esquinas.
Un día de mardi gras del año 1699, una pequeña
expedición francocanadiense ancló en la desembocadura
del Mississippi para explorar y colonizar ese nuevo territorio, virgen
y pantanoso, al que llamaron La Louisiane, en homenaje a
Luis XIV, rey de Francia. Durante los años siguientes, la expedición
construyó avanzadas y fortificaciones a lo largo del río,
hasta que, en 1718, se consideró necesario establecer una población
permanente para convalidar el dominio de Francia sobre esa región,
codiciada por los ingleses y los españoles. El francocanadiense
Jean Baptiste Sieur de Bienville escogió el mismo territorio
donde hoy descansa la ciudad actual y decidió nombrarla en homenaje
a Felipe, duque de Orleans, quien en ese momento gobernaba Francia como
regente del joven Luis XV. Cuenta la leyenda que Bienville prefirió
utilizar la forma femenina del adjetivo dándole a la ciudad
el nombre de Nouvelle Orléans porque el duque
acostumbraba a vestirse con ropas de mujer.
En 1754, la vieja disputa entre Francia e Inglaterra sobre la división
de los territorios del norte de América provocó la conflagración
conocida en Europa como la Guerra de los Siete Años, que los
norteamericanos llaman pintorescamente Guerra con los franceses y los
indios. A pesar de haberse aliado con España, Francia fue derrotada,
y en 1763 le cedió a Inglaterra la mayor parte del Canadá
y Ohio. Nueva Orleáns no estaba incluida en el paquete. Un año
antes de la rendición, Luis XV la cedió a su primo, el
rey Carlos III de España, en el tratado secreto de Fontainebleau.
En los pocos años que duró la dominación española,
la ciudad tuvo que soportar los vaivenes de la política internacional
(nada menos que las revoluciones francesa y estadounidense) y la violenta
oposición de los aristócratas locales de origen francés.
En 1800, Napoleón obligó a los españoles a devolver
Louisiana a Francia. Thomas Jefferson, presidente de los Estados Unidos,
preocupado por la libre navegación del Mississippi, estuvo a
punto de entrar en guerra con el país europeo. Pero a último
momento surgió una solución mucho más viable: le
propuso a Napoleón comprar la ciudad, junto a las orillas del
río. Napoleón, necesitado de fondos para financiar su
propia guerra con Inglaterra (y seguro de perder en caso de una guerra),
redobló la apuesta: le vendía a Jefferson la totalidad
de la colonia de Louisiana.
El 29 de abril de 1803 los norteamericanos le pagaron a Francia 11.250.000
dólares por Louisiana, y al mismo tiempo, condonaron 3.750.000
de deuda externa de Francia, lo que cotizaba el territorio en quince
millones. De esta manera, la ciudad de Nueva Orleáns pasaba a
formar parte del tercer imperio de su historia.
CON ACENTO
FRANCES El Vieux Carré, o Barrio Francés, es el corazón
de Nueva Orleáns y, también, el lugar donde esos vaivenes
históricos pueden palparse y casi revivirse a través del
hechizo de sus calles y sus edificios coloniales. Un rectángulo
de poco más de setenta manzanas, el Vieux Carré se extiende
a lo largo del río Mississippi, en el preciso lugar donde los
franceses se instalaron por primera vez en 1718 y los crèoles
(hijos de colonos franceses y españoles), con sus ejércitos
de esclavos, construyeron sus primeras mansiones, la catedral, el mercado,
la ópera y los teatros. En la actualidad, el Vieux Carré
es un distrito residencial que combina negocios de todo tipo con casas
construidas según el estilo arquitectónico del siglo dieciocho.
En pocas cuadras se puede pasar de la calma fresca de un patio colonial
con resabios hispánicos a los sórdidos shows de strip-tease
de la calle Bourbon (que, por otra parte, es la única que tiene
letreros de neón en todo el barrio).
La plaza Jackson, antes denominada Place dArmes e, incluso, Plaza
de Armas (los carteles con las antiguas denominaciones se conservan)
es el punto de partida más utilizado para recorrer el Barrio
Francés. Tiene a su alrededor un cabildo y la catedral (la más
antigua en funcionamiento de los Estados Unidos). A pocos metros, una
librería recuerda la antigua casa del escritor William Faulkner.
Hacia un lado de la plaza está la costanera del Mississippi,
el mercado (con un anexo de artesanías) y el famoso Café
du Monde, donde la gente acude en masa a beber café rebajado
con achicoria (típica y dudosa bebida local) acompañado
de beignets (especie de torta frita muy dulce). Hacia el otro lado empieza
la espesura del Barrio Francés, con sus galerías, sus
recovas y sus balcones europeos.
Unas pocas cuadras más arriba, paralela a la costanera, está
la famosa calle Bourbon. Conviene evitar sus primeras diez cuadras.
Transformada en peatonal, es una seguidilla de cabarets de pésima
calidad, pequeños quioscos donde venden tragos de alto contenido
alcohólico y sabores muy dulces (Nueva Orleáns es una
de las pocas ciudades de los Estados Unidos donde es legal vender alcohol
a toda hora), bares ruidosos y sucios, sexshops y tiendas de souvenirs.
De día, no hay nadie; de noche, la probabilidad de encuentros
desagradables con muchedumbres alcoholizadas es demasiado alta.
El problema más grave del Barrio Francés es que a veces
muchas cosas parecen armadas para un tipo de turismo de baja calidad
y hay que realizar un esfuerzo de abstracción para que se revele
su verdadera e impresionante belleza. Los barrios de Fauborg-Marigny
(que limita con el Vieux Carré) y el punto de Algiers (al otro
lado del Mississippi; un ferry cruza cada media hora y el viaje es gratuito)
son dos sitios maravillosos que vale la pena visitar.

UN TRANVIA
LLAMADO DESEO No existe, por supuesto, un tranvía con ese
nombre. Pero cuenta la leyenda que Tennessee Williams se inspiró
en el tranvía St. Charles, así llamado por recorrer, prácticamente
en línea recta, la avenida del mismo nombre, desde la esquina
de Bourbon St. y avenida Canal (límite del Vieux Carré)
hasta el parque Audubon, donde se encuentra uno de los zoológicos
más famosos del mundo, con sus tigres blancos y sus cocodrilos
albinos.
El tranvía, una marca registrada de la ciudad, es una maravilla
de más de cien años de antigüedad, perfectamente
conservada. El pasaje cuesta un dólar, pero existen pases de
tres días por ocho. No sólo los turistas lo toman; de
hecho, es uno de los medios de transporte más favorecidos por
los habitantes de Nueva Orleáns, quienes acostumbran a sacar,
todo el tiempo, la cabeza por la ventanilla como una forma de refrescarse.
En Nueva Orleáns hace, siempre, muchísimo calor. No es,
entonces, nada inusual que una voluminosa señora sureña
se acerque a los visitantes y con su característico acento arrastrado
los interrogue a conciencia sobre su lugar de origen.
Además de la carga romántica y mística que proporciona
el solo hecho de viajar en ese tranvía, también es un
método excelente para visitar, aunque sea de pasada, el Garden
District, con sus fastuosas mansiones solariegas, repletas de banderas
sureñas y una atmósfera casi sofocante de las tradiciones
del sur profundo norteamericano, muy distinta de la alegre relajación
del Vieux Carré.
ALL THAT
JAZZ El museo de jazz de Nueva Orleáns lo dice con absoluta
claridad: el jazz es un invento de esta ciudad. Por otra parte, uno
de sus habitantes, de nombre Ferdinand Joseph Lamothe más
conocido como Jelly Roll Morton aseguró siempre que él
mismo inventó el jazz, en 1902. Para esa época, Nueva
Orleáns era una ciudad portuaria importante, y los elementos
franceses, españoles, crèole y norteamericanos nativos
se amalgamaban, hombres libres de color, tanto africanos como colored
creoles, o criollos de color. Estos tenían una posición
social apenas más baja que la de los blancos; eran profesionales
educados y exitosos, vivían en agradables vecindarios del centro
de la ciudad, hablaban tanto francés como inglés y, en
algunos casos, ellos mismos poseían esclavos. Tenían su
propio teatro de ópera y entre ellos había músicos
entrenados en técnicas europeas, que a veces les enseñaban
esas técnicas a sus primos menos privilegiados que vivían
en los barrios más apartados: ex esclavos, de educación
deficiente, que habían sido liberados después de la guerra
civil. Pero estas personas también tenían su propia música,
un estilo mucho más rústico, derivado de los ritmos africanos
y de las formas folklóricas y con mucha improvisación
simple. Por otra parte, comenzaban a llegar las bandas de bronces, originadas
en la tradición militar, que eran contratadas para funerales
pero también para bailes al aire libre y campañas políticas.
El flujo de inmigrantes mexicanos traía consigo una atmósfera
española. (Jelly Roll Morton, que era un criollo de color él
mismo, expresaría más tarde que no se podía tener
verdadero jazz sin ese tinte hispánico). El catalizador
de todos esos elementos fueron dos leyes creadas por políticos
blancos. En 1894, Nueva Orleáns anuló su propia historia
de tolerancia racial al aprobar el código Jim Crow que definía
a los criollos de color como negros y que dictaminaba que fueran trasladados
a los vecindarios segregados del norte. De pronto, las dos tradiciones
de música negra de la ciudad estaban, a la fuerza, mucho más
cerca que antes. En 1897, en un esfuerzo por limpiar los
barrios, se creó una zona de cuarenta manzanas para la prostitución
legalizada. Este distrito, llamado Storyville ubicado en el Vieux
Carré se llenó de casas de citas que requerían
música de fondo.
Los blancos de clase alta no ensuciarían su arte en tales sitios,
así que los músicos afroamericanos de la ciudad, tanto
criollos como esclavos liberados, pudieron encontrar trabajo fijo. Mientras
tanto, las bandas de bronces, muy utilizadas en los funerales, comenzaban
a crear la tradición de tocar una música mucho más
animada y jovial en el camino de regreso, sentando las bases de la polifonía
y la improvisación grupal. Ya para 1917, un grupo de blancos
de New Orleans denominado The Original Dixieland Jass (sic) Band grabaron
un disco en Nueva York. Ahí empezó un asunto que siguió
con las figuras paradigmáticas de Louis Armstrong (hijo dilecto
de New Orleans) y Sidney Bechet, hasta el brillo neoconservador del
clan Marsalis. Hoy, el jazz en New Orleans es omnipresente y prácticamente
inevitable (ver recuadro).
Días
y noches de música
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En Nueva
Orleáns, la música suena en todos lados. Desde callejeros
barbershop quartets (cuartetos vocales a cappella) que se instalan
en las esquinas y cantan con un swing maravilloso por unas monedas,
hasta las bandas de dixieland que tocan prácticamente en
todos los bares, pasando por grupos de blues, jazz más
avanzado, música zydeco y cajun, con tablas y violines.
Es muy difícil elegir, y a veces se corre el riesgo de
cansarse de escuchar, por centésima vez, Cuando los
santos vienen marchando. De todas formas, ir a Nueva Orleáns
y no pasar por el Preservation Hall es un pecado mortal. El Preservation
Hall es un cuarto húmedo, sin sillas, incómodo,
donde una banda de jazz tradicional toca todas las noches a partir
de las 20.30, en funciones de alrededor de cuarenta y cinco minutos.
La banda, llamada Preservation Hall Jazz Band, está formada
por músicos veteranos y es un clásico de Nueva Orleáns,
con varios discos grabados. La entrada cuesta 5 dólares,
y es costumbre de la casa que la gente pida temas a cambio de
dinero: una versión de veinte minutos de Los santos...
cuesta cinco dólares; los temas más tradicionales,
2; otros, 3. 726 Saint Peter St. (Barrio Francés).
El Palm Court Jazz Café, también en el centro del
Barrio Francés, es un restaurant de cocina internacional
muy elegante, con ladrillos a la vista, donde tocan los mejores
grupos locales de jazz. 1204 Decatur St.
Es probable que el mejor jazz moderno de Nueva Orleáns
suene en el Snug Harbor, que no está en el Barrio Francés
sino unas pocas cuadras hacia el norte, en el hermoso Fauborg
Marigny. Base de la cantante (de rhythm & blues) Chermaine
Neville, también es la sede principal de las actividades
del notable pianista y educador Ellis Marsalis, padre de Wynton,
Branford, Delfeayo y Jason. Hay un restaurante al frente, pero
el local de música está afortunadamente separado,
más atrás. 626 Frenchmen St.
El Café Brasil se especializa en música bailable,
ya sea brasileña, klezmer o swing puro. Cuenta la leyenda
que allí tuvieron su primera cita la actriz Julia Roberts
y el actor/cantante Lyle Lovett. No hay mesas ni sillas en el
interior; la gente va allí a bailar. 501 Bourbon St, también
en Fauborg Marigny.
El House of Blues, uno de cuyos dueños es el actor Dan
Aykroyd (Los cazafantasmas, The Blues Brothers) es un imponente
establecimiento que conjuga disquería, galería de
arte folk, restaurant, bar temático y escenario de bandas
de altísimo nivel. No es extraño que aquí
toquen, por ejemplo, Bob Dylan o Eric Clapton. 225 Decatur St.
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