EGIPTO
Visita a las pirámides
Keops
y la Esfinge
Vivencias
y experiencias de un escritor francés del siglo XIX ante las pirámides
de Giza. El colosal mausoleo de Keops y un accidentado descenso a la
cámara del faraón. La imponencia de la Esfinge, el símbolo más antiguo
de Egipto, y la extraña melancolía de su cara mutilada.
Por
Edouard Schuré *
Todavía
reinan en el país, y desde lejos, obsesionan a los habitantes
de Egipto y a los viajeros, las viejas pirámides de la cadena
líbica, marcando las necrópolis de Zauyet-el-Aaryan, Abusir,
Saqqara y Daschur. Desde la cima polvorienta del Moqattam como desde
los distritos más poblados de la ciudad, desde el cabo de la
isla de Raudah y desde el dahabieh que remonta el río, se las
divisa negras, amarillas o purpúreas, según la hora del
día, pero siempre inmutables en su forma triangular, centinelas
de piedra que señalan el camino del Alto Egipto. Vistas desde
el puerto del viejo El Cairo, las de Gizeh parecen tres tiendas instaladas
en fila, una detrás de otra. Se cruza el magnífico y largo
puente de alambre de Kasr-el-Nil y las soberbias avenidas de sicomoros
de Gezireh; se cruza el otro brazo del río y se llega a la gran
calzada plantada de acacias que conduce directamente a la pirámide
de Keops. Esta empieza a aumentar de tamaño, ocultando a sus
hermanas rivales. Los mercados de los fellahs, que animan los bordes
de la calzada con sus asnos, sus montones de naranjas y caña
de azúcar, han desaparecido. A ambos lados ya sólo se
divisa la inmensa llanura verde y germinante; tierra fértil de
aluvión, tan extensa, tan uniforme, que ríos, canales,
poblados y jardines se confunden en ella, hundiéndose bajo la
realeza de la gran línea horizontal. Pero ante nosotros, entre
los espesos follajes de los árboles, se eleva desmesuradamente
el colosal mausoleo. Bruscamente, cesa la verdura y la pirámide
se levanta sola, libre, imponente contra el claro cielo, sobre la desnuda
meseta por la que asciende un camino de arena blanca. (...)
Ya es sabido con qué arte el faraón consiguió parapetar
y esconder su morada suprema. No sólo la entrada de la tumba
estaba disimulada por la superficie uniforme del revestimiento de granito,
sino que el corredor descendente estaba destinado a engañar a
los futuros profanadores, toda vez que terminaba en una falsa cámara
inacabada, como una especie de callejón sin salida. (...) En
el peldaño décimo octavo de la gigantesca escalinata,
se abre un agujero negro, a cuarenta y cinco metros del suelo. Está
protegido por un frontón compuesto por dos enormes bloques de
roca formando ángulo obtuso. Como el corredor sólo mide
un metro de alto, hay que inclinarse mucho para penetrar en él.
Tales son las horcas caudinas de esta tumba real. Apenas algunas entalladuras
groseras en el pérfido declive de las relucientes losas. Se resbala,
se cae, se avanza en tobogán. Finalmente, se rueda por una especie
de pozo tenebroso. Nada de luz en ese agujero mal alumbrado por las
pobres velas oscilantes que se sostienen cuando se tropieza al avanzar.
A muchos viajeros, al llegar a este punto, les falta el valor y dan
media vuelta jadeantes, la cabeza congestionada, en dirección
a la salida donde brilla la luz liberadora. Pero el que desea alcanzar
el corazón de la pirámide debe hacer acopio de todas sus
fuerzas. Hay que subir y casi doblarse por una especie de espiral a
fin de llegar al corredor ascendente. Allí, se avanza con la
espalda encorvada, y se vuelve a trepar por las tinieblas con su cabo
de vela. Un calor espantoso se agarra a la garganta, y aumenta a cada
paso, y uno se asfixia. Es como si la mampostería compacta de
la pirámide pesara sobre el pecho y fuera a aplastarnos. De repente,
el corredor asciende. Un hilo de aluminio iluminado permite ver una
galería majestuosa, alta de ocho metros, cuyas capas superiores
avanzan en saledizo. Ya se respira, y uno acabaría por creer
hallarse a la entrada de un templo magnífico, si hubiera peldaños
tallados en esta resbaladiza pendiente. Pero se trata solamente de unas
ligeras entalladuras a la distancia de un metro, por lo que se adelanta
con gran dificultad, con frecuentes caídas, a menos que a uno
le sostengan los beduinos que trepan como gatos por este corredor fantástico.
Las piedras sin cementar están maravillosamente bien ajustadas,
de modo que entre ellas no cabría ni un alfiler, y todas las
superficies relucen como espejos. Por fin, el camino se aplana; se cruza
el vestíbulo y se penetra en el panteón real, que mide
diez metros de largo por cinco de alto y de ancho. Está completamente
desnudo. Ni unafigura, ni una inscripción en los muros. Un sarcófago
vacío y mutilado, sin tapa. La muerte sin frase. (...)
Mas pasemos a la esfinge. Su grupa, con una extraña blancura,
se dibuja bajo el pleno sol del mediodía. No está totalmente
libre de la arena que sin cesar trata de cubrirla, pero su cabeza, encuadrada
en las alas del Klaft, emerge colosal de las ondas del desierto. Descendemos
por el pequeño valle para contemplar desde abajo y de frente
al monstruo que los árabes han llamado Abul-Hol, el padre del
Terror. Allí aparece toda su grandeza. Tiene como un pequeño
templo entre sus garras extendidas; son las tres estelas de Tutmosis.
La nariz está aplastada, pero el soberbio arco de los ojos conserva
en la cara una expresión única de melancolía en
la majestad.
Mejor que ningún dios, éste ha guardado los secretos de
su origen, que retrocede en la noche de los tiempos a medida que avanzan
las investigaciones. Sabemos por la estela hallada por Mariette, que
la esfinge es anterior a Keops y probablemente al primer faraón.
En ella nos habla, pues, el símbolo más antiguo de Egipto.
(...)
Tras una velada pasada en el hotel Mena House, donde unos zíngaros
han interpretado sus melodías melancólicas y alocadas,
que parecen querer evocar todas las pasiones, fui a contemplar de nuevo
la esfinge al claro de luna. Uno de los lados de la gran pirámide
estaba sumido en la sombra. Su triángulo de un negro opaco cortaba
el límpido y lechoso azul de la noche. El otro relucía
con una blancura mate y tranquila. La esfinge, por su parte, me pareció
más imponente y como transfigurada. Sus rasgos mutilados se recomponían
bajo la magia lunar. (...)
Volví a la terraza del hotel. El aire refrescaba. La gran tienda
vibraba al viento del este. Me senté debajo sin poder desprenderme
de la emoción grandiosa del lugar, que parece el santuario de
lo Absoluto, ni del encanto insinuante de esta noche clara, de este
ambiente paradisíaco. Sólo algunas cortas ráfagas
interrumpían el silencio musical, en el que todos los recuerdos
se sosiegan, se clarifican y se armonizan en la paz del desierto...
*
Relato incluido en Viaje al Egipto milenario. Selección, edición
y notas: Jorde Groh. Ediciones Abraxas, 2000. Barcelona, España.
