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SALTA
De San Carlos a La Poma

Tiempo calchaquí

Como una flecha de asfalto, la Ruta 40 atraviesa los valles. Y el cartel alerta sobre el viento.

Crónica de un viaje por la Ruta 40 a través de los Valles Calchaquíes. Entre cerros veteados de azul, violeta y naranja aparecen pueblos como Molinos, Angastaco, Seclantás y Cachi, donde aún quedan casas de adobe y gente sin apuro que sigue mirando el sol para saber las horas del día.

Textos y fotos:
Alejo Schatzky

El valle se angosta y extrañas formaciones rocosas comienzan a encajonar la ruta. A mano izquierda, oculto tras paredones de piedra blanca, está Angastaco, un pueblo olvidado por quienes recorren los Valles que, sin embargo, merece una visita detallada. Sus habitantes reciben cortésmente al turista, pero sin sorpresa. Despojados de prisas y apuros tienen un vínculo especial con el tiempo y el entorno. Si uno les pregunta la hora no miran la muñeca, miran el sol, y difícilmente equivocan la respuesta.
Anganasco es uno de los tantos pueblos salteños enclavados en los Valles Calchaquíes que aparecen –entre San Carlos y La Poma– al costado o después de un desvío de la mítica Ruta 40. En ese tramo comienza la parte más agreste de los Valles; el camino se vuelve áspero y el paisaje menos real. En cada curva aparecen cerros de roca desnuda de colores que van del gris claro al morado, con vetas azules, violetas y anaranjadas, y al pie de los cerros alguna casa mimetizada, con su galería que brinda el único reparo al sol calchaquí.
De pronto un verdor inusitado altera la sequedad del valle. Son los aguaribayes –que los lugareños llaman molles–, que anuncian la llegada a Molinos, un pueblo chico de calles arboladas y casas de adobe con techos de barro, donde el paso del tiempo parece no haber dejado huella.
Esta región fue habitada antiguamente por tribus pertenecientes a la cultura tiwanaku. Se dedicaban a la agricultura y a la cría de llamas y vivían en una paz relativa hasta la llegada de los incas, en el siglo XV, que impusieron su lengua y su cultura. Pero no mucho después llegaron los españoles y con ellos las guerras y la deportación, método que causó la desaparición de muchas etnias aborígenes americanas. De la época preincaica se conservan el arte del telar y la cerámica, y del legado incaico el culto a la Pachamama, ciertas voces quechuas y un sincretismo con el catolicismo que se observa en las ceremonias religiosas.
El pueblo, ubicado a 2100 metros de altura, fue fundado en 1659 con el nombre de San Pedro Nolasco de los Molinos en las tierras fértiles que los calchaquíes debieron abandonar y que fueron entregados a los españoles en calidad de botín de guerra (o como se lee en los libros de historia: “en retribución a sus méritos militares”). De ese año data la Iglesia de Molinos, hoy declarada Monumento Histórico Nacional, aunque su dintel está fechado en 1692, año en que fue refaccionada.
Frente a la iglesia se ubica la Finca Isasmendi, que también es del siglo XVII. Desde hace unos años funciona allí el Hostal de Molinos, sin duda la mejor opción de alojamiento en el pueblo. Aún se conservan partes del edificio original y el patio central, casi totalmente ocupado por un molle centenario. El 80 por ciento de los turistas que se hospedan aquí son extranjeros, por eso no sorprende que las inscripciones que cubren las paredes del comedor estén en diversos idiomas. Casi todas testimonian las aventuras de los escribas en tierras calchaquíes y concuerdan en alabar las virtudes de Doña Nicolasa, la cocinera del hostal, cuyo budín de manzanas es –a entender de este cronista– tan bueno como para escribir paredes.
Más al norte, en Seclantás, un pueblo colonial más pequeño que Molinos, el calor de la siesta deja desiertas sus pocas calles. Sólo se ve a un viajero fotografiando la iglesia amarilla del siglo XIX y a unos chicos que se agolpan frente a la cámara. “Vení pues”, llama uno a los gritos a otro que se esconde, “vení que nos van a sacar una fotocopia”.

Un alto en el camino de ripio para que pase el rebaño.

Cachi Adentro Enfilando siempre hacia el norte, la ruta se convierte, por tramos, en camino de cornisa. De a poco comienzan a aparecer ranchos y caseríos, chacras donde álamos añosos protegen a los frutales –en su mayoría ciruelos y membrillos– del viento que sabe soplar del norte. En el poniente comienzan a verse las siluetas azules de unos cerros nevados, a lo lejos. Hemos llegado a Cachi, un pueblo blanco y extremadamente limpio con calles de piedra que ofrecen un momentáneo alivio al polvaredal infinito que es la Ruta 40, aunque en realidad el único descanso lo danlos puentes, que se cruzan despacito para saborear cada milímetro de pavimento, efímero y extático como los buenos momentos.
Los tres sitios más llamativos del pueblo son la Iglesia de San José (Monumento Histórico Nacional), el Museo Arqueológico, con su valiosa colección de objetos de las culturas calchaquíes (incluye una momia y un menhir) y el camping municipal, forestado con cipreses y otras coníferas que cobijan a todos los pajaritos de la zona. Pero aún más bonito que Cachi es Cachi Adentro, unos kilómetros más allá, donde los arroyos que bajan de los nevados crean pequeñas cascadas y piletones de aguas transparentes.
A partir de aquí el camino asciende y el paisaje cambia radicalmente: un cordón de montañas imponentes se alza al oeste y a medida que avanzamos nuevos picos nevados comienzan a dejarse ver. La ruta cruza el río Calchaquí y lo deja bien abajo, lamiendo los pies de los cerros. Sobre el camino desierto, el ripio a veces rojo, a veces negro, sólo algún rancho de piedra o un corral de pircas interrumpe la soledad del paisaje. Finalmente se llega a La Poma, a 3000 metros sobre el nivel del mar, un pueblo rodeado de montañas que más se parece a los pueblos del Altiplano que a los del valle. Moderno, ya que fue construido luego de que un terremoto destruyera el antiguo La Poma en 1930, no es demasiado atractivo. Sin embargo, el pueblo viejo es fascinante. Aunque aún hay gente que vive en las casas de adobe rojo que han sobrevivido al temblor, el lugar parece una ciudad fantasma, donde el viento recorre las calles llevando las arenas milenarias del valle.
La Ruta 40 sigue hacia el norte buscando el nacimiento del río Calchaquí e internándose en la Puna. Es el fin del viaje, y de aquí en adelante todo nuevo paso ya es regreso.

La iglesia de Molinos, hoy declarada Monumento Histórico Nacional, es del año 1659.

Datos útiles

Dónde alojarse: En Angastaco hay una hostería que cobra $7 por persona con baño compartido y $10 con baño privado, y un hotel que cobra $35 la doble con desayuno. En el Hostal de Molinos la habitación doble cuesta $85. En Cachi hay habitaciones económicas y cabañas por $10, y hoteles que cobran desde $30 a $60 la doble. En Cachi Adentro, la Casa del Molino cobra $130 la doble. En Seclantás hay una hostería que cobra $30/$40 la doble. En La Poma entre $8 y $20 por persona. En todos estos sitios es posible acampar.
Combustible: Aunque por alguna misteriosa razón no aparece en los mapas, hay una estación de servicio en Angastaco. También hay en Cachi y en Molinos.

Pueblos y caseríos al pie de las monumentales montañas salteñas.