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TEXAS
De Houston y Dallas a Forth Worth y San Antonio

Con las botas puestas

Además de ser el estado más grande de Estados Unidos (después de Alaska), en Texas todo es grande: megafortunas, megapetroleros, megacentro espacial y megacentros médicos. Pero también las megaestancias, en cuyos campos galopaban los intrépidos cowboys que Hollywood supo transformar en héroes de leyenda.

Houston. Un bosque de rascacielos y un enjambre de autos.

Por Graciela Cutuli

Tal vez para desquitarse de la infinitud de las llanuras texanas, Houston decidió crecer para arriba. El downtown, o centro administrativo, es un bosque de rascacielos que compiten en altura y formas originales, pero que comparten unánimemente la frialdad de sus paneles espejados y la soledad total de un sitio donde sólo se ven edificios o autos, pero nunca gente. Para algunos arquitectos, es la gloria de su oficio. Para otros, es “no una ciudad, sino un montón de megadólares acumulados hasta las nubes y encerrados en muros de vidrio espejado”. Quizá por eso Houston, como Dallas, puede dar una dimensión precisa del american way of life, que consiste entre otras cosas en no bajarse nunca del auto y en no respirar jamás nada que no sea aire acondicionado. Sin embargo, esta ciudad famosa por sus laboratorios de física y biotecnología, así como por el centro médico más grande del mundo, por el que pasan anualmente dos millones de pacientes, es una buena puerta a este mundo-estado que es Texas.

A lo grande Los texanos son colegas de los brasileños, si no en la riqueza en las desmesuradas dimensiones. Todo es grande en el más grande de los estados norteamericanos (después de Alaska), desde las estancias hasta las fortunas, pasando por los platos de carne capaces de dejar con los ojos bien abiertos al argentino más avezado en esas lides. Además, el estado de la estrella solitaria es el lugar ideal para sentirse como en los tiempos del Lejano Oeste (cerrando un poco los ojos para no ver la sucesión de McDonald’s, Blockbuster y Kentucky Fried Chicken que jalonan los bordes de toda autopista respetable). Pero antes, de paso por Houston hay que rendirles homenaje a los tiempos de la conquista del espacio pasando por el Lyndon Johnson Space Center, a 40 kilómetros de la ciudad: allí se organizan visitas guiadas y didácticas al centro de entrenamiento de los astronautas. Houston también es el lugar perfecto para una sobredosis de shopping en la Galería, un inmenso y lujoso centro comercial que fue diseñado con cierto aire a la Galería Vittorio Emanuele de Milán. En el campus de la Universidad de Texas, el Lyndon B. Johnson Institute permite echar una mirada a la vida en Estados Unidos en los años 60, y saliendo ya de la ciudad, en el King Ranch de Kingville se puede conocer la estancia más grande de Estados Unidos (o del mundo...): 825.000 hectáreas y miles de cabezas de ganado vacuno, donde se puede asistir a un rodeo, observar el trabajo de los cowboys o aprender a montar al estilo western.
Quien dice Texas, claro, dice también Dallas. Un nombre asociado al asesinato de John F. Kennedy –hoy casi medio millón de personas visita cada año el “sexto piso”, el museo que conmemora la tragedia y el monumento blanco de Phillip Johnson–, pero también, más frívolamente, a JR. Sí, el de aquella serie mítica sobre el malvado, pero riquísimo jefe de los Ewing, con sus mansiones dignas de Hollywood y su inacabable saga de conflictos familiares. El antiguo dueño del ranch de Southfork, escenario de la serie –que fuera elegida durante un vuelo en helicóptero por los productores de “Dallas”– terminó mudándose, superado por la ola de turistas en busca de recuerdos del programa. Pero sigue abierta, para presenciar un rodeo u organizar un casamiento, a gusto del cliente (que, fortunas texanas obligan, tendrá que pagar varios miles de dólares si quiere disfrutar de las instalaciones para una cena íntima entre amigos).

Dallas. Luces, lujo y el recuerdo del asesinato de John Kennedy.

Arte y museos Además de enriquecer los bolsillos de los JR o los Ross Perot, el petróleo texano sirvió para llenar al estado de museos y galerías de exposición de colecciones privadas. Como el Museo de Bellas Artes de Dallas, el Kimbell Art Museum de Fort Worth, el Museo de Bellas Artes de Houston. En la ciudad de JR se destaca la Colección Menil, fundada por una francesa emigrada a Estados Unidos, cuyo edificio fue diseñado por el italiano Renzo Piano, uno de los autores del Pompidou de París. En un ambiente sorprendentemente despojado y discreto, que contrasta con otros aspectos de la vida texana, el museo alberga obras de Magritte, Ernst, Braque, Léger y otros artistas del siglo XX.
Junto con Dallas, otra oda a los rascacielos, Fort Worth forma el “Metroplex”, una gran aglomeración urbana que reúne a más de tres millones de habitantes (y se complace en rivalizar con Houston). Más pequeña –como suelen serlo otras capitales estatales norteamericanas, eclipsadas por ciudades más famosas– es Austin, sede del gobierno local.
Fort Worth, además de los negocios, es la puerta de entrada al “Lejano Oeste” texano. Allí donde los paneles vidriados dejan lugar a un acento fuerte, a veces incomprensible, a los sombreros de ala generosa que protegen de un sol abrasador y las famosas botas, imprescindibles en los tiempos en que todas las tropillas de ganado confluían en el mercado de la ciudad. Un fenómeno que mermó a partir de los años 50, cuando la Cow Town (ciudad de la vaca) quiso convertirse en la Now Town (ciudad del ahora): así fue que el mercado de ganado se transformó en cuartel general de salas de juego y espectáculos de strip-tease, mientras los rodeos y la música country comenzaban a convertirse más bien en folklore. Sin embargo, Fort Worth merece su fama: aquí no faltan sombreros, saloons ni muros pintados que rinden homenaje a los vaqueros. Por la noche, hay verdadero ambiente en el “White Elephant”, un bar con sala de billar dignamente cubierta por nubes de humo y en “Billy Bob’s”, sólo apto para ávidos de western y cowboys.

Una frontera texicana Hay una París en Texas, y una Athens, ciudad naturalmente así bautizada por una comunidad griega. Pero tanto cosmopolitismo no le quita nada de la fuerte influencia hispana: este estado, en efecto, fue mexicano en su origen, y no se sumó a la bandera de las barras y las estrellas sino hasta 1845, con un efímero intento de independencia a sus espaldas. Hoy le quedan en común con México 1500 kilómetros de frontera, donde lo tex-mex deja de ser una cultura híbrida para convertirse en la tragedia de los que buscan a toda costa vivir del otro lado. En San Antonio, en el sur de Texas, alrededor de dos tercios del millón de habitantes son de origen mexicano: “No somos ni mexicanos ni norteamericanos, sino tex-mex o texicanos”, aseguran algunos. La particularidad se ve en las caras, en las comidas y en el idioma, que ya merece un diccionario aparte por los cruces y mezclas de vocablos y expresiones.
El más glorioso de los monumentos de Texas es Fort Alamo, en San Antonio. “En el corazón de Estados Unidos, Texas seguirá siendo siempre una nación en sí misma. A partir de 1836, vivimos unos diez años de república independiente, reconocida en particular por Francia. Y la heroica resistencia de Fort Alamo encarna para siempre el mito fundador de nuestro país”, dice un historiador de la región.