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BRASIL
Sorpresas al sur de San Pablo

Un zoco brasileño

Líneas curvas en las moles de cemento del centro paulista.

A treinta kilómetros de San Pablo, la ciudad más grande de Sudamérica, el poblado de Embú esconde un bazar de las Mil y Una Noches... muy tropicales. Ocho manzanas de artesanías provenientes de las distintas regiones de Brasil. Desde yacarés de papel maché hasta antigüedades coloniales y plumosos atavíos indígenas en un mercado con toda la magia brasileña.

Texto y fotos:
Jorge Pinedo

San Pablo es fárrago, actividad incesante, moles de cemento que se levantan de la noche a la mañana, fábricas que brotan de la tierra, gente y más gente que va y viene del trabajo. También es cada tormenta eléctrica que una vez al día, a cualquier hora, llega casi sin lluvia para recordar a los paulistas que la Mater Natura sigue allí, bajo sus pies y por encima de sus cabezas.
A excepción de la escasa planicie donde se erige el centro de la ciudad, los barrios aledaños se continúan sobre una superficie rugosa, copian el relieve de esa sierra baja cuyas escasas cimas rajan los lienzos de eternas nubes tendidas para que le sirvan al firmamento de lecho, en tanto, allá abajo, la gente bulle, trabaja. Y entonces, descansado, cualquier noche el trueno deje paso al cielo estrellado para que algo por un instante se detenga allá arriba y equilibre el trajín terrestre.
Pues Sampa ha crecido en tal forma que fue absorbiendo los pueblos aledaños, incorporándolos al casco urbano, de manera tal que los poetas aventureros aseguran que se puede deambular por kilómetros saltando de techo en techo. Eso sí, con buenas piernas, ya que la ciudad serpentea en trepadas y declives, sinuosa gracias a una geología rítmica sobre la cual aparecen, de tanto en tanto, los restos del verde tapiz de la Mata Atlántica.

Múltiples formas y colores en las tallas de madera.

La feria de Embú Al concentrar la actividad manufacturera, industrial y comercial de todo Brasil, San Pablo y sus pueblos aledaños resultan una suerte de gigantesca plaza donde circulan productos y bienes culturales de las más distantes regiones. Muchos de ellos tienen sus espacios recortados dentro de la gran ciudad, y así es como calles y barrios se especializan en una diversificación tan exuberante como la flora que resiste el avance del cemento armado.
A treinta kilómetros del centro de San Pablo, hacia el sudeste por la rodovía Raposo Tavares (un matador de indios durante la dominación portuguesa) rumbo a Coitía, se disimula, entre las estribaciones de la gran ciudad, el poblado de Embú. Allí, a cincuenta dólares de radiotaxi del downtown paulista, de martes a domingo entre las ocho de la madrugada y las tres de la tarde, la feria artesanal acaso mejor surtida de todo el país parece mantenerse en secreto para los turistas. Tanto es así que a sus ocho manzanas de actividad acuden los paulistas para engalanar sus hogares, no menos que los propietarios de las lojas y boutiques de artículos típicos. Suerte de Mercado Central de las artesanías brasileñas, resume sin embargo el trabajo de los artistas de la zona.

Tallas místicas y cerámicas en la rúa Joachim Santana.

Colores ardientes No hay acuerdo acerca de cuándo y por quién fue fundado Embú. Los lugareños discrepan si fue en el siglo XVII o en el XIX; si se trató de un refugio de bandeirantes o de un antiguo poblado de indios tupí (y refrendan esta última hipótesis en la raíz nativa del nombre). En la actualidad el pueblo ostenta construcciones que al menos datan de principios del siglo XIX –si no antes– arrimadas a la vera de la peculiar iglesia de estilo colonial portugués. Calles adoquinadas de acequia central, casas de patio frontal y habitaciones traseras al abrigo del sol por un alero, blancos radiantes, azules intensos, ocres profundos, terracota, borravino, son las formas y los tonos en que se despliega el casco urbano. Calles escalonadas como la rúa Siqueira Campos, antigua Calle de Las Lavanderas, albergan uno tras otro locales que se especializan en la madera, la caña, el junco, la cerámica, los muebles, los instrumentos musicales. O bien sus muros gruesos y habitaciones frescas esconden anticuarios rebosantes de piezas increíbles, que van del más espléndido déco al franco kitsch decimonónico, pasando por auténticas piezas coloniales. Por esos lares, sin ir más lejos, en el Empório Sao Pedro, las ofertas de antigüedades se alternan con una generosa caipirinha típica (u$s 1,5) al paso, o bien con un suculento almuerzo (u$s 30 por cabeza, aprox.) al mejor estilo en vajilla clásica de época. Las reliquiasque entornan la bien servida mesa contrastan con el cándido paseo que continúa entre las lajas de la vereda y las explicaciones sobre su quehacer propiciadas por Guillermo y Alessandra, anfitriones de este romántico espacio aromatizado por exóticas hierbas.
Más adelante, peces realizados con fibras vegetales pican la línea de la mirada del visitante y van a parar a su bolsa por unos cinco dólares, y de ahí en más. Cazuelas de hierro, sillones de ratán, serpientes de arena, sombreros de paja, papagayos de madera, sirenas de cristal se van sumando sin que se exceda el medio centenar de dólares en su conjunto. En la misma calle, el artesano hace muescas en la madera al terminar un banco que remeda un torso humano. Más allá, el joven ofrece yacarés de papier maché y la anciana surfila una alfombra de blanco algodón. Cada tanto, las inevitables chucherías seriadas amplían el margen comercial que ha de poseer todo mercado.

Coronas ceremoniales de plumas, auténticas Yanomami.

Desde la selva En pleno centro de Embú, sobre la rúa Nossa Sra. Do Rosario, en el número 13, estallan los colores desde la vereda, ya que dentro del local Yanomami se esparcen coronas de plumas y toda clase de atavíos indígenas. Explica Wanda, dueña y curadora de este local/museo, que ella en persona se encarga de visitar las tribus indígenas de todo Brasil y comercializar sus pequeñas manufacturas. De modo que no solo es posible encontrar cromáticos atuendos ceremoniales, sino también tomar conciencia de dónde provienen, cómo se denomina la etnia que los utiliza, en qué hábitat perviven y, por supuesto, cuánto cuesta. Por lo general, las coronas y cabezales no bajan de los cien dólares. También, más accesibles, abundan los collares de cuentas, los amuletos de conchas, escamas de pescado, piedra o corteza; los silbatos de madera o cerámica (u$s 2) y esos simpáticos conos de fibra vegetal destinados a que la mujer amada introduzca allí un dedo o un brazo, el caballero tira del mismo y así la rapta con estrictos propósitos nupciales. Maracas shamánicas, tallas en madera amazónica; birimbaos, flautas y tamboriles (u$s 5), plumas, arcos y flechas auténticos; faldas, taparrabos y cápsulas pénicas, el conjunto de los animales de la selva realizados en terracota o tallados en madera, en fin, todas las tribus en su lugar. Eso sí, con respeto y consideración a su diversidad cultural.
Mientras se saborea un coco verde (u$s 0,5) bien helado, una vuelta por el refrescante verdor de la rúa Joachim Santana deja paso a las cerámicas, a más anticuarios y a una peatonal galería de artes plásticas. Además, y como no podía ser de otra manera, remeras, golosinas, jugos y baratijas a granel dentro de un pueblo que continúa su vida habitual de ir a la farmacia, salir a la panadería, comprar la carne y la verdura, ir a misa. Nada se detiene en Embú, pues todo fluye dentro de la magia que mixtura tiempos y razas, gentíos y soledades, silencios y bullicios, desiertos y selváticas espesuras, días y noches, rencores y amores, hombres y mujeres. Sobre todo combina hombres y mujeres como si estuvieran en un escenario de una novela de Jorge Amado, pero al sur.