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NEUQUEN
San Martín de los Andes

La dama del lago

Cerros y lagos de la región de San Martín de los Andes.

Un relato de viaje hacia el volcán Lanín y la singular experiencia de cruzar el lago Huechulafquen en la balsa de Juana, la madre del cacique mapuche de San Martín de los Andes. Cinchando de una soga para que avance la barcaza, la emoción de llegar a la otra orilla a través de un paisaje de ensueño.

Por Juan Pablo Bermúdez

Juauaaaanaaaaaa, Juuuuaaanaaa”, gritaba la guía en dirección a la otra orilla del lago. Juana era la madre del cacique de la comunidad mapuche de San Martín de Los Andes, y los turistas la esperaban casi como si fuese una aparición milagrosa. Desde que habían llegado al punto más próximo -.antes del camino del ascenso-. al volcán Lanín, en el área Huechulafquen del Parque Nacional Lanín, los turistas esperaban a Juana, porque ella y sólo ella podía autorizar el viaje en balsa para cruzar el lago.
La mítica balsa mapuche ya había adquirido a esa altura rango de nave espacial o algo parecido, porque todos deseaban viajar en ella como si fuese una experiencia sobrenatural. Desde el chofer del micro hasta quienes organizaban la excursión hablaban del cruce en el singular transporte como lo mejor que le podía pasar a uno en la estadía en ese pueblo pequeño pero que desde la llegada se intuye inmenso.
La travesía había arrancado a la mañana, bien temprano, y el acceso a ese punto ocurrió bastante después, ya entrada la media tarde. Atrás habían quedado las playas de arena volcánica, los arroyos de agua de deshielo (se aconseja beberla, es una sensación indescriptible) y los “asustadores” caminos de montaña en los que en cada curva uno tenía la sensación de que no iba a llegar a destino pero al menos iba a comprobar cómo era una caída libre desde cien metros.
El imponente volcán Lanín domina el paisaje cordillerano de Neuquén.La balsa no figuraba en ninguna guía turística ni en ningún folleto. Tampoco hacía falta, eso es cierto. San Martín de Los Andes tiene mucha, pero mucha belleza en cada uno de sus rincones –sin olvidar el permanente aroma a frescura y los increíbles chocolates–, y hasta la casa de la intendencia es linda. Ni hablar, claro, del color de los lagos. Los que dos días atrás habían hecho el viaje en lanchón hacia Non Tué todavía estaban fascinados por la claridad del agua que hasta permitía ver el fondo cuando el barquito atravesaba lugares poco profundos del Lago Lácar. Y algún valiente que se había metido en el agua de las playas de Quila Quina, no salía del asombro de ver una trucha frente a sus narices como si le estuviese diciendo “te veo hoy en la cena”. La anécdota fue aprovechada por un sibarita para explicar las bondades de la carne de ciervo y de jabalí, dos de las “especialidades de la casa”, mientras guardaba con disimulo un montoncito de arena volcánica que la guía había prohibido llevarse.
Sin embargo, arriba del micro todas las preguntas se orientaban, finalmente, hacia la balsa que utilizan los mapuches para cruzar de un lado al otro del lago. La balsa era como esas historias de veracidad improbable que todo el mundo conoce; ninguno de los que estaban dentro del ómnibus la había visto pero todos sabían de qué se trataba, cómo era y hasta cuál había sido el año de su creación. En ese momento todos eran chicos esperando el juguete de año nuevo, pero la guía ya había aclarado que sólo se la podía conocer si estaba Juana, y con Juana nunca se sabía. El Chapelco, el Camino de los Siete Lagos y hasta el Cerro Teta (así llamado por su forma), todos lugares hermosos, habían pasado a segundo plano. La balsa era la frutilla del postre que ninguno quería dejar de comer.
Pero Juana no aparecía. La barcaza estaba lejos, del otro lado, y no Moles de roca, bosques y un muelle adentrándose en las aguas azules.había señales de vida. Los mates pasaban de mano en mano cada vez con más gusto a desilusión hasta que alguien la vio y gritó seguramente igual a Rodrigo de Triana en 1492. De entre los árboles una silueta pequeña se movía a los saltos, como si estuviese corriendo. La guía reconoció a Juana y el grupo de turistas la ovacionó más que a Madonna en el estadio de River. ¿Por qué había tardado tanto en aparecer? ¿Ganas de hacerse desear? ¿Sería medio sorda? Nada de eso. La explicación de la demora estaba en los paquetes que Juana traía consigo y que vendía a un peso cada uno. Eran torta fritas recién preparadas y la cantidad de cada envoltorio variaba según la suerte de cada uno. Entonces la balsa llegó hasta la orilla donde estaban los turistas. Ya nadie disimulaba las ganas y repentinamente se empezó a formar una fila como si fuese la parada del 60 un martes a la mañana. Juana les explicó el funcionamiento del transporte: la soga que cruzaba la baranda derecha era el motor, había que tirar de ella como en una cinchada para que la balsa avanzara y así llegar a la otra orilla.
Se formaron grupos de diez para cada viaje. Y si bien la alegría era mucha y la emoción muy grande, recién en el medio del lago uno entendía por qué todo el mundo hablaba de la balsa. Había que encontrarse allí, con el agua fría del lago hasta las rodillas, rodeado de silencio y de montañas y vigilado de frente por el imponente Lanín para entender que sí, que era cierto lo que decían. Y uno, que por esas cosas del destino tuvo la suerte de hacerlo dos veces, agradecía ese viaje en esa embarcación como si fuese la maravilla más grande de la humanidad. Había que estar allí, literalmente en el medio de un paisaje de ensueños, para entender que la emoción más grande al conocer un lugar increíble es sentirse parte de él, aunque para eso haga falta empaparse las piernas con agua helada.