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OAXACA
En el suroeste de México

Ciudad de
manos mágicas

En la colonial y barroca ciudad de Oaxaca, el arte se respira en las plazas y las calles, y se funde con la belleza de este extraordinario lugar, impregnado de magia precolombina y bohemia. Es la tierra de zapotecos, mixtecos y mazatecos, la que viajeros europeos y artistas de todo México eligieron para vivir. Imaginería indígena y chamanes; tapices, pinturas y museos, y el desbordante delirio de los alebrijes.

Textos y fotos:
Florencia Podesta

Huaxiacac, de allí Oaxaca, significa en mixteco “la nariz de la calabaza”, y es sin duda una de las ciudades más bellas e interesantes de México. A 1700 metros de altura y en el fondo del valle central de la Sierra Madre del Sur, la ciudad colonial cautiva con su magia precolombina y bohemia, su atmósfera relajada que permea cafecitos, patios sombreados y plazas.
Hace unos años –no tantos– Oaxaca era una especie de reliquia viviente, bellísima y cayéndose a pedazos. Tanto que casi daba miedo caminar bajo sus balconcitos barrocos y coloniales. Sin embargo, tal vez gracias a la mirada extranjera siempre maravillada, los oaxaqueños, que aman y se enorgullecen de su ciudad, trabajaron para detener el deterioro; y, lo que es bastante raro y por eso se aprecia, lograron restaurar lo agonizante con extraordinaria sutileza y buen gusto, sin caer en lo “antiguo auténtico kitsch”, sin mostrar la mano del restaurador ni buscar dar un “efecto” donde no lo había. El resultado es una ciudad gloriosa, más bella que nunca, que quita el aliento en cada esquina.

El espíritu de Oaxaca Frente a Santo Domingo, quizás la iglesia del barroco indígena más extraordinaria de México, los paseantes esperan el anochecer bajo la sombra roja de los framboyanes en flor. La gente se reúne aquí; personas de diferentes regiones del país parecen reencontrarse casualmente en las calles de Oaxaca, cada tanto. Artistas, viajeros, incluso el mítico Carlos Castaneda y el “brujo” Don Juan muchas veces se encontraban “casualmente” en Oaxaca. Los que cuenten con tiempo y un respetable dominio de las “casualidades” podrán encontrar su propio chamán, que siempre aparece ante quien lo espera. De hecho María Sabina, la chamana más famosa de la historia mexicana –visitada por científicos, escritores, Beatles, presidentes y papas–, habitaba en un pueblito mazateco al norte de Oaxaca, del que nunca salió hasta su muerte.
Así es esta ciudad: a la ya variada mezcla de idiomas que viaja en el aire desde la conquista de América (el español y las lenguas indígenas), desde hace unos años se suman el inglés, el italiano, el alemán, y quién sabe qué más. De hecho, una de las magias –aquella urbana– de Oaxaca viene de su ambiente intrínsecamente cosmopolita. Dos tercios de la población es de origen latino español; el otro tercio es indígena, formado por quince etnias, cada una con su propia lengua y sus diferentes tradiciones, formas de arte y vestimentas según la región de origen; los grupos indígenas más importantes son los zapotecos, mixtecos y mazatecos. Con ellos convive hoy esta inmigración reciente de europeos que se enamoraron de la ciudad y una población estable de artistas de todo México que eligió Oaxaca para vivir, porque aquí en verdad el arte se respira.
Una escena que resume el espíritu de Oaxaca. En la noche seca y cálida la gente se reúne en torno de un escenario montado al aire libre en el zócalo. La catedral está iluminada de forma que resalta cada voluta de su frente barroco. En el aire se mezclan las lenguas: el español con aquellas indígenas, el inglés, alemán, italiano. Estamos esperando el recital de Lila Downs, cantante de madre indígena y padre inglés, nacida en Oaxaca, quien luego de vivir su adolescencia en Londres vuelve a su tierra a hacer música, tomando elementos tradicionales con arreglos levemente jazzeros. En un instante su voz potente y flexible, que parece brotar de abajo de la tierra, nos conmueve a todos. El timbre y la melodía son suficientes, no todos aquí comprenderemos lo que dice la letra: canta un poema en zapoteco.

Pinturas, tapetes y alebrijes La especialidad de Oaxaca es el arte popular, aunque también produjo artistas individuales renombrados en el mundo como los pintores Rufino Tamayo y Rodolfo Morales. Cada 20 metros hay una exposición de plástica o escultura, aunque no hace falta meterse en las galerías. El arte se exhibe en la calle, o en las tiendas especializadas que son como pequeños museos de joyitas elegidas. Entramos en La Mano Mágica sobre la calle peatonal Alcalá. Allí entre libros sobre arte mexicano, todo tipo de artesanía textil, máscaras, cerámica, madera laqueada, imaginería religiosa “de autor”, polvos para encantamientos y gualichos varios (del tipo “Cómo dominar a tu hombre”), se ven las famosas alfombras o “tapetes” –tejidos en telar– del artista zapoteco Arnulfo Mendoza. Este maestro tejedor, originario del poblado de Teotitlán del Valle, comenzó a crear sus diseños alucinados en base a sueños, en los que veía los dibujos y colores como eran en el tiempo precolombino, según cuenta. Hoy sus tapetes y pinturas se exponen en Europa y cada tapete puede costar varios miles de dólares. Otra producción única de Oaxaca son los enigmáticos alebrijes, invención del arte local. Son animales mitológicos o pesadillescos, pero a la vez muy irónicos y simpáticos, hechos de papel maché o madera y pintados con diseños alucinatorios y colores psicodélicos. Gárgolas resonadas por la imaginación indígena.
También existen museos más formales, imperdibles, como el Museo Rufino Tamayo, con la colección privada de piezas precolombinas del pintor, elegidos en base a su originalidad artística más que a su valor arqueológico; el Museo de las Culturas de Oaxaca, en el magnífico ex convento dominico restaurado junto a la Iglesia de Santo Domingo. Y muchos etc.
Siempre en domingo En el zócalo, de cara a la acción, miles de espectadores se sientan a tomar algo en las mesitas de los bares que rodean la plaza, repletos a toda hora y en toda ocasión, flanqueados muchas veces por mariachis de voces tronantes. Cualquiera es un buen punto para comenzar a admirar la prodigiosa vida que anima a esta ciudad, como toda vida, llena de paradojas.
Allí día tras día, desde siempre, las mujeres indígenas se sientan en el piso ofreciendo sobre un pedazo de tela las camisas hechas con telar, las blusas bordadas, los ponchos de lana. Aquí todos los días parecen domingo. Los niños pasean con sus madres, gente de todas las edades se sienta en los bancos a charlar o simplemente a contemplar cómo el sol tiñe de rojo el frente claro y barroco de la catedral. Caminamos un poco por Alcalá, la callecita flanqueada de casas coloniales bajas y exquisitas. Los jacarandaes están en flor y mucha gente disfruta el fresco de la noche después de una tarde calurosa. En un lugar todos se detienen. Un grupo de charros munidos de guitarras cantan a coro canciones de amor, boleros en su mayoría, y algún que otro tema robado a los Buena Vista. Hay una atmósfera invulnerable de armonía perfecta.
Alicia, una viajera argentina, nos cuenta sobre otro lugar para visitar bastante curioso, que la conmovió. Detrás de la bella iglesia de la Soledad hay un minimuseo con las ofrendas que la gente dejó en los últimos siglos a la Virgen de la Soledad en agradecimiento por haber cumplido sus pedidos. Allí, entre muchas cosas insólitas, veremos los exvotos, algunos de varios siglos. Los exvotos son maravillosas pinturas en miniatura, sobre lata o madera y de autor anónimo, que con un insuperable estilo de comic religioso naïf cuentan en imágenes el milagro realizado por la virgen y agregan debajo la explicación por escrito.

Sabor a manchamantel La noche sigue en La Candela, una casa colonial de mil patios devenida boliche, en donde se baila salsa en vivo casi todos los días. Pero antes hay que comer y así es que la hora de la cena abre otro espectro de experiencias posibles en Oaxaca: justamente Oaxaca, junto con Puebla y Veracruz, tiene una de las tradiciones culinarias más ricas del país. En alguno de sus restaurantes típicos –La Casa de la Abuela, El Naranjo, El Biche Pobre, Las Quince Letras– encontraremos las especialidades oaxaqueñas. El mole es la más celebrada, una mezcla de especias, chiles, hierbas, a veces cacao, a veces tomate, en siete variedades diferentes, para acompañar el pollo, el cerdo y el arroz; algo así como un curry mexicano. El rey es el mole negro u oaxaqueño, una salsa oscura y densa, especiosa y algo dulce que incluye entre sus muchos ingredientes varias clases de chiles, banana, chocolate, pimienta y canela. Además están el mole chichilo, el colorado y el coloradito, el amarillo, el manchamanteles y el mole verde. También están los tamales oaxaqueños (rellenos de pollo con mole), y las tlayudas, una especialidad oaxaqueña difícil de pronunciar, que consiste en una tortilla de maíz gigante, cubierta de frijol, aguacate y, si uno quiere, del delicioso quesillo oaxaqueño (queso en hebras tipo mozzarella). Para beber, chocolate preparado con agua, al estilo prehispánico. Otra especialidad de Oaxaca son los dulces: las frutas confitadas, los chocolates, los almíbares. Aunque no vayamos a comprar nada, vale la pena asomarse en el zócalo a esas mesas llenas de caramelería casera, del estilo de las dulcerías que uno imagina de otro siglo.

En las nubes de monte alban

Si estamos unos días en Oaxaca, no podemos dejar de dedicar una mañana o una tarde a visitar Monte Albán, uno de los sitios arqueológicos más importantes de México, a sólo 8 kilómetros de la ciudad. Alrededor del año 500 a. C. los zapotecos comenzaron a nivelar la cima de una montaña. Allí construyeron una magnífica ciudad y un imperio que duró hasta el 700 d. C., ejerciendo el control político, económico e ideológico sobre otras comunidades en la región.
Las pirámides, plazas y templos están alineados con el sol y las estrellas, materializando la unión mística entre el cielo y la tierra. El emplazamiento es privilegiado, en la cumbre de un cerro con vistas a todo el paisaje y las sierras circundantes. Lo mejor es llegar al amanecer para ver la niebla matutina. Esta perdura sobre el valle como un velo nocturno y se eleva cuando sale el sol. Quizás sea la razón por la que los zapotecos suelen autonombrarse la “gente de las nubes”.
Aquí se han encontrado 190 tumbas, entre ellas la famosa Tumba nº 7. Las increíbles piezas talladas en cristal, hueso y oro que se hallaron en esta tumba se exhiben en el Museo del Oro de Monte Albán, en el centro de Oaxaca.

 

La boveda del arbol de la vida

La iglesia de Santo Domingo, construida en 1550 por un arquitecto español y artesanos mixtecos, es una joya producida por la reunión del arte indígena y el español. La primera impresión es imponente. El interior de esta iglesia, como todo lo barroco, tiene horror al vacío. Cada centímetro cuadrado está cubierto por frescos o por relieves en estuco dorado. Toda la bóveda de este enorme espacio está decorada con un altorrelieve en estuco, de estilo barroco, que representa un árbol gigantesco y ramificado, una vid con racimos de uvas, hojas y flores coloridas, todo recubierto en oro; el “fruto” son figuras humanas, pintadas en oro y colores encendidos. En la línea de los rostros, en la exuberancia de los frutos, en la psicodelia de los diseños geométricos, se ve la mano y la cosmovisión prehispánica. Hay un algo pagano que flota en toda la imaginería, un aire de jungla, de fuerzas naturales, que se combina en una alquimia sorprendente con el desenfreno barroco. Aquí se fusionaron el “árbol de la vida” de los cultos prehispánicos con el “árbol genealógico” de la orden dominica. Cuesta imaginar que durante la Revolución la iglesia fue usada como establo y depósito de pólvora.