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Adolescentes

Catorce

Lucía y Andrea nacieron en 1987, el mismo año que este diario. Ellas fueron, para sus padres, las mejores noticias de ese año. Hoy son adolescentes que combinan visitas al Museo de Bellas Artes con suspiros por los Backstreet Boys. Y a las dos las preocupan sus padres: los notan muy cansados.

Por Sandra Russo

Lucía nació el 11 de enero de 1987. Andrea, el 26 de marzo. Cuando este diario salió a la calle por primera vez, probablemente ellas eran el ombligo del mundo en esas casas en las que las noches se entrecortaban todavía por sus berridos. Y en esas casas y en las vidas de sus padres, Lucía y Andrea fueron seguramente la mejor noticia de aquel año. Hoy las dos tienen la misma edad que Página/12. La prodigiosa condición humana las ha convertido en adolescentes y en testigos de este tiempo: argentinitas de zapatillas bien gastadas y clases de canto y plástica, chicas cautas y despiertas que, a diferencia de otras generaciones que pasaron el trance de los catorce rebelándose contra sus padres, no se quejan de esa convivencia y están preocupadas por ellos: los ven cansados, agotados.
Lucía vive con su hermana menor y su madre en San Telmo. Andrea con su hermana mayor y sus padres en Parque Chacabuco. Las dos son compañeras en el segundo año del colegio El Taller, de San Cristóbal, donde la orientación a la Comunicación Social se complementa con materias artísticas. Definitivamente habitantes de un país que ha hecho pasar a la prehistoria categorías tribales como las que separaban a los amantes de la música comercial y a los de la música progresiva, Lucía y Andrea dicen que escuchan con placer a Los Beatles o a Divididos, pero las dos son fanáticas de los Backstreet Boys. Lucía es fan de Brian. Andrea, de Nick. Cuando se les pregunta qué les gusta de ellos, no intentan profundizar en sus respuestas: “Son lindos”, dicen, o “Tienen buena voz”, aunque la risa que les explota en la cara hace pensar que ni ellas se lo creen. No hay ninguna contradicción en que los Backstreet las hagan suspirar y que ellas alternen esos suspiros con visitas al Museo de Bellas Artes o al Centro Cultural Recoleta. Van con sus padres o solas.
Los catorce son una edad brava: una adolescencia que despunta, el cuerpo que se impone, la vergüenza que aflora, cierta vaga incomodidad las ronda. Las dos se mueven en un grupo de chicas y dentro de ese grupo a algunas, dicen, las dejan salir de noche y a otras no. Ni Andrea ni Lucía despotrican, no parecen ansiosas por ganarle a sus vidas centímetros de libertad que las hagan sentir más grandes de lo que son. Consensúan programas para que nadie falte, y ahí aparece el shopping como el templo de cara al cual enfilan los chicos de esa edad. Hay grupos que se mueven adentro de los shoppings: son hongos protegidos para ir a melonear en banda, antes de que los padres los pasen a buscar por la puerta. “Pero a mí no me gusta ir al shopping si no es para ir al cine. Me gusta ir para algo, no por ir. Para pasear, prefiero la calle, sentirme libre en la calle”, dice Lucía, cuyos padres se separaron cuando ella tenía cinco años. Le duele todavía aunque intente disimularlo, pero comprende –“es lógico”, dice– que si dos personas no se entienden, se abran. A su papá se había acostumbrado a verlo mucho porque él estaba sin trabajo. Ahora que está ocupado lo ve menos, y siempre, antes y ahora, lo ve menos de lo que querría. Andrea, por su parte, tiene un hogar estable en el que, sin embargo, los domingos “son difíciles”: “Mi papá y mi mamá se sientan los domingos a hacer cuentas. Mi papá hace una agenda de las tareas que tiene cada uno para toda la semana, y hace cuentas. Y las cuentas no le dan. Yo lo veo ponerse mal, los veo a los dos preocupados. Los domingos no me gustan”.
A las dos, en su momento, en la escuela y en sus casas les han hablado de educación sexual, aunque sin detalles demasiado precisos. Aparato reproductor, prevención de embarazo adolescente, etcétera. La primera menstruación les llegó allá por los doce.
En el colegio, cuentan, los grupos de chicos cada vez son más cerrados. Varones con varones, chicas con chicas. Grupitos de cinco o seis que no se abren a otros grupitos. ¿Por qué creen ellas que con el tiempo han emergido esos subgrupos con un mínimo de contacto entre sí? Lucía sentencia, con la claridad espeluznante de sus catorce años: “Cada uno se queda con la gente con la que se siente seguro. Cada uno busca seguridad. Seguridad es lo que no hay afuera, entonces te quedás con las cuatro o cinco personas que te inspiran confianza”.
Cuando hacia el final de la charla se les pregunta qué cosa, qué arte, qué materia, qué tema de conversación les parece interesante, qué puede llegar a mantenerlas despiertas aunque se mueran se sueño, sobre qué hablan sin fijarse la hora, qué las moviliza y qué las conmueve, Lucía y Andrea se ríen con esa eterna risa de catorce años: “Y... los chicos”, dicen. Obvio.

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