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Lo pisado, pasado

Juan Román Riquelme no descubrió la Bombonera, pero un día de 1996 la Bombonera lo descubrió a él. Y se dejó pisar, igual que la pelota. Se entabló así un vínculo que se constituyó en una de esas noticias que dejan huella y dejan marca.

Por Juan Sasturain

En el segundo piso de su decaído castillo, hacia marzo de 1571, Miguel de Montaigne inventó el ensayo”, dice Bioy. Si es por fechar, aquel alarde más o menos arbitrario que inaugura el prólogo a Ensayistas ingleses de Ediciones Jackson, una brillantísima antología de 1946, autorizaría de algún modo lo que sigue: “Hacia la media tarde de un domingo de otoño de 1996, Juan Román Riquelme pisó por vez primera la cancha de Boca”. Es también un acontecimiento. Porque esa pisada documental de Riquelme tiene por lo menos un doble sentido en términos de sello, de registro de propiedad y de identidad. Huella y marca. Fijó una huella sobre el césped y una marca sobre la pelota.
La huella –de Hillary a Armstrong– es una señal de presencia inaugural: aunque el joven Riquelme no descubrió la Bombonera, sí la cancha lo descubrió a él. La huella establece una relación entre el pisador y el ámbito hollado que tiene algo de desvirgue recíproco: ni el lugar ni el pisador serán de ahí en más los mismos. Se conocieron y el efecto es irreversible. El espacio pierde algo con la ausencia de quien no ha pasado, simplemente, por él, sino que lo ha pisado. Y el pisador nunca será el mismo pisando en otra parte porque los tapones no tapan, fijan. El plus de sentido es recíproco.
Pero el joven Riquelme que holló la Bombonera y se desplazó con elegancia y sabiduría por el sector derecho del mediocampo, según lo dispuesto por el facultativo Bilardo aquella tarde de otoño del ‘96 ante sus rivales de Unión de Santa Fe, no sólo pisó el campo; pisó la pelota. Y dejó una marca. Registró una marca. Los documentos tienen dos formas de registro de identidad y pertenencia: la huella y la firma. Cuando Riquelme pisó aquella tarde la pelota por primera vez, la firmó. Y el vínculo que establece el pisador firmante con la pisada pelota firmada también lo determina recíprocamente. Los términos de ese vínculo son evidentes: obediencia –casi lealtad, si cabe– a cambio de protección y buen trato. Y ese pacto entre la pelota y el pisador es para siempre. Más allá de las conyugales connotaciones de posesión avícola que implica la pisada, es evidente que se aman. Basta verlos juntos.
Entre los que aman a la pelota, es decir, entre los que no la maltratan sino juegan con ella, le dedican tiempo y atención prioritaria –no importa cómo les llegue, pero sí que se vaya contenta– poniendo énfasis en su ulterior destino cierto, hay dos maneras de quererla: que ella vaya arriba, que ella vaya abajo. Y sus múltiples variantes, claro. Gruesa, acaso injustamente, Diego es de los malabaristas creativos; Román, de los clásicos contenedores. Lo que va del empeine a la suela. Lo de Diego es el placer de salir, sacarse; lo de Román, la plenitud de estar, quedarse. Las apoteosis del vértigo y el Zen.
Riquelme –saludablemente– atrasa. Riquelme (se) entretiene con la pelota, con la vida en general y resulta un mal entretenido, como decían de los gauchos que usaban su tiempo y su aptitud sin mirar a los costados los usos, costumbres y necesidades de sus utilitarios (potenciales) patrones. Por eso Riquelme atrasa. Porque no sólo pisa el césped y pisa la pelota sino que pone todo –la vida, los negocios, los afectos– bajo la suela. Y los protege con el cuerpo.
En algún momento más o menos cercano, Riquelme pisará la pelota y/en la Bombonera por última vez. Se irá dejando huella y marca. Las pasiones son fáciles de fechar por el arranque, como los aparatosos volcanes, que una vez puntual e inolvidable entran en erupción. Los amores son más fáciles de fechar en el final, el dibujo es más claro cuando se acaban o interrumpen: en eso son más, como los ríos. Por eso los poemas de amor son siempre tristes; nadie escribe mientras es feliz, está muy ocupado en serlo. El poema de Riquelme y la pelota, la Bombonera bien pisada contará el agujero que quedó, la memoria de la felicidad que fue. Como diría Vallejo: “El día más triste de mi vida no ha llegado todavía”.

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