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  La ley de la gorra

La ciudad que no escuchamos: arpas paraguayas, bandoneones, anónimos flautistas, mujeres orquesta, guitarreros andinos y cantores de protesta, insólitos banjos y organilleros con loro y todo. Los músicos callejeros de Buenos Aires cuentan cómo es vivir según la ley de la gorra.

POR JONATHAN ROVNER

La calle puede ser un apostolado, un estilo de vida y un sentimiento, pero también puede ser una forma de golpear las puertas de la casualidad. Una especie de vidriera humana. Es conocida la historia del guatemalteco que, harto de estudiar en la universidad tan sólo para dar el gusto a sus padres, se mandó a Buenos Aires a ganarse la vida tocando en las peatonales, hasta que se convirtió en Ricardo Arjona.
En una entrevista con MTV cuando recién aparecía Clandestino, Manu Chao declaró: “Hay mucha gente en el mundo que son artistas, que son músicos fabulosos, que no son gente conocida, que por ahí ni tienen escrita ninguna de sus canciones y no tienen nada grabado, y que son artistas de la hostia. Y yo estos tres últimos años gocé mucho más con lo que vi en las cantinas o en la calle que lo que vi en los escenarios. Hablo de esos músicos que no se dicen músicos ni se dicen artistas, pero son bombas”.
Es que, comparado con lo que mayormente se reconoce como “ser artista”, nos hallamos ante una manifestación por lo menos ambigua: ni venta ambulante ni mendicidad. El arte callejero –o, como lo llaman sus practicantes, “a la gorra”– se inscribe en plena vía pública como una línea de frontera. Son territorios de ejecución más o menos artística, más o menos política, efímeros cuando no precarios, sin mayor contexto ni legitimación que la mirada casual de quienes por allí pasan. Los artistas callejeros nos recuerdan con su no pedir ni necesitar permiso alguno cierta fuerza arcaica, inquebrantable, cierta autenticidad de esa que sólo puede verse en algunas expresiones populares de otros tiempos.
Basta un paseo por la calle Florida, rondando las ocho de la noche, o por Plaza Francia, frente al Centro Cultural Recoleta los fines de semana y feriados a la tarde, o por la plaza Dorrego, el domingo entre la una y las cinco de la tarde. Zonas caracterizadas por su abundante concurrencia de público, que, paradójicamente, es atraído al lugar por la posibilidad gratuita de disfrutar de un paseo lleno de cosas interesantes para ver.
Basta caminar por esas y otras zonas de la ciudad para ver hasta qué punto y en qué términos Buenos Aires ha llegado a ser una ciudad cosmopolita. En pocos metros de distancia, un paseo distraído de las ofertas en vidriera, las invitaciones a navegar por Internet y la supuesta “inseguridad” que impera en la ciudad, permite experimentar en pocos pasos lo que a la cultura le tomó miles de kilómetros. Del arpa paraguaya al bandoneón y de ahí al banjo, para finalmente terminar en el siglo XIX, frente a un organillero con loro y todo. Cada uno construyéndose o acomodándose en el espacio público, tanteando las distintas zonas, horarios y actitudes, en procura de un personaje posible, un parte que les cuadre, en esa orquesta sin director ni partitura, sinfonía urbana que redescubre su escenario en el azar de cada acto. El suyo es, literal y radicalmente, un público cautivo.

UNA TENTACION
En una encrucijada que no es precisamente la del cruce peatonal puede verse a Rubén Rodríguez, que se traslada todos los días hasta el centro desde el barrio de Paracas, donde vive con su mujer y tres hijos. La expresión de su rostro, entre dolido y preocupado, aunque altivo, es como una macabra ironía del destino con un aire a busto de prócer. Las piernas las perdió de muy joven, en un accidente. Quizá dependa de la persona con la que Rubén hable, pero su ánimo encuentra distintas explicaciones: indignación por la crisis, los atropellos e ingratitudes de la vida o la historia. Con la misma cara, habla del trabajo que le ofrecieron en una parrilla de Benavídez, para el que le ofrecen sonido además de un porcentaje, pero él no sabe de qué manera enchufar la guitarra y no se anima a ponerle micrófonos. Duda entre pedir una guitarra prestada o ver si consigue algo por canje.
Entre ese trabajo que consiste en entretener a los paseantes cantando y la conciencia política de decirse artista median las preocupaciones yafectos cotidianos. Rubén Rodríguez es quien nos cuenta de Ricardo Arjona, sin resentimiento, pero sin demasiada admiración, sentado en el piso de Florida y Paraguay, mientras puntea sobre una robusta guitarra de luthier. “Una vez que vino Arjona a tocar en el Sheraton, nos mandó a invitar para que fuéramos a verlo. Pero no sé qué pasó, estábamos todos muy de la cabeza y al final no fuimos.” Bien vestido y abrigado, por lo menos de la cintura para arriba, Rubén toca en la peatonal desde hace dieciocho años. Alguna vez usó piernas ortopédicas, pero ahora parece preferir el cartón corrugado. Él también firmó contrato con la industria cultural, pero no por eso dejó de trabajar todos los días. Además de actuar en el video de “Llueve sobre mojado”, de Fito Páez y Joaquín Sabina, hizo un bolo en una película de Robert Young, coproducción inglesa–argentina, con Sam Neill. También en Pizza, birra, faso, donde interpreta una secuencia que en cierto sentido desmiente las pretensiones realistas de la realidad misma. Porque, exceptuando en la película de Bruno Stagnaro, nunca nadie osó intentar eso que de seguro alguna vez habrá pasado por la cabeza de unos cuantos: lo sencillo que sería robarle la plata y salir corriendo. Nadie hasta ahora tuvo el coraje de ser tan cobarde.

SE TU MISMO
Alguien que conoce bien a Rubén, y que sin ser famoso tiene centenares de admiradores y personas que lo quieren sin que él termine de entender por qué, es otro de los pioneros de la zona: El Turco Claudio Quinteros, nacido y criado en La Boca. “Calle curtí desde los ocho años. Vendí flores en los bares y abrí puertas de taxis en el centro”, cuenta El Turco. La madre, en un intento por revertir lo que suponía que él ya llevaba en la sangre, logró acomodarlo como cadete en un banco del centro, ni bien cumplió catorce. “Fue la primera y única vez en mi vida que usé corbata”, recuerda El Turco y ciertamente es difícil imaginarlo bajo ese atuendo. Hoy, con treinta y seis, pinta su nuevo departamento en Boedo, con el mismo vestuario con que toca en la calle: vaqueros, remera y las Topper como una especie de segunda piel. Qué esperanza la de su madre: para cuando Claudio cobró su primer sueldo en el banco, ya tenía aprendidos los primeros acordes y no pensaba en otra cosa que en tener su propia guitarra. En efecto, prácticamente la totalidad del primer ingreso en blanco de su vida quedó en la Antigua Casa Núñez, un buen día del año 79, a la hora del almuerzo. “Imaginate la emoción. Volví por la peatonal y ahí nomás aproveché los minutos que me quedaban: dejé la funda en el piso y le metí con los temas de Silvio, Vox Dei y Sui Generis que más o menos tenía sacados. Ese mismo día, mientras probaba la viola, pasa una señora que si la ves, pensarías que salió de algún castillo en Europa, y me deja un billete en la funda, lo que hoy serían cinco mangos.” Ahí se avivó El Turco. Poco a poco, su hora de almuerzo se fue haciendo más lucrativa que el resto de la jornada. Para cuando renunció a su puesto en el banco, una tarde de guitarreo le rendía lo que un mes de saco, corbata y “sí señor”. Eran los estertores de la dictadura, año 82: “Nos juntábamos con el rengo González y de una mandábamos ‘Sobreviviendo’ de Víctor Heredia, y lo poco de Silvio que nos llegaba. La gente se sentaba en plena peatonal, coreando las letras, y nosotros le dábamos sin parar. Tarde o temprano caía la cana, todos los días. Pero era porque los comerciantes se quejaban. Pero no pasaba nada: al otro día estábamos todos ahí, en el cantero de al lado. Hasta que cayó la pesada. Nos chuparon dieciocho días, nos molieron a golpes; querían saber para quién movíamos, pero la verdad es que nosotros lo que queríamos era tocar, y ésa era la música que sentíamos”.
Ese “nosotros”, constante en el habla del Turco, se refiere a un grupo y una época que su memoria parece por momentos venerar. Se trata de los comienzos de la democracia, cuando constituía, junto al Rengo González y al “Ruben”, una especie de piquete artístico en plena Lavalle. “Tocábamos toda la noche y la gente ahí sentada, cada vez más y más entusiasmada.Caían músicos que ni conocíamos y que por ahí eran concertistas o maestros y se ponían a acompañarnos. Por aquel entonces cualquier cosa que se me antojara yo le calculaba el precio en horas de guitarra.” A veces dormían amontonados con los crotos, bajo la recova de un banco que se conectaba al subsuelo de la ciudad por una alcantarilla. “La gente no entendía nada. De repente, a eso del mediodía, imaginate que ves salir de una alcantarilla a una banda de tipos con cara de dormidos, cargando instrumentos musicales.”
Hoy en día, El Turco Quinteros es más conocido como “el Silvio Rodríguez de Plaza Francia”, dado su asombroso parecido vocal con el cubano. Tiene un público fiel de trescientas personas por presentación y, para su desconcierto, hasta le piden autógrafos. Durante cada mes de enero en San Bernardo, Claudio ha llegado a ser una institución. La oferta de entretenimientos, limitada a uno o dos boliches mayoritarios, había dejado a familias enteras y toda esa gente a la que no le interesaba ir a bailar prácticamente sin nada que hacer a la noche. Para ellos, Claudio fue la salvación. Se convirtió en una especie de misa nocturna, hecha de fogón y guitarreada.

TURISTAS Y VIAJEROS
Lo más convencional, lo más acorde a lo que se espera del estilo Lavalle y Florida, sería que los músicos autóctonos tocaran para los turistas extranjeros, mostrándoles así la tradición local. Pero, felizmente para algunos, lamentablemente para otros, nuestra tradición es una sucesión de extranjerías inmigradas. Y en una situación como la de Argentina hoy, la calle se convierte en una máquina de invertir modelos. Basta ver a Hotze, a dos cuadras del argentinísimo “muchacho sin piernas”, pero a un hemisferio y un océano de su ciudad natal, un rubio con barbita grunge y anteojitos redondos, treintañero y con un registro de voz bien grave, más que apto para el graznido a lo Tom Waits. Hotze se cuelga la guitarra de doce cuerdas, una armónica y, con perfecto acento white trash, se canta unos countries de John Denver, algo del más enérgico Elvis Presley y un Bob Dylan tan sentido como fidedigno. Y es que, de hecho, él mismo es una historia de amor encarnada. Nació y vivió hasta los veinte en Amsterdam, viajó por Europa, vivió en París y se enamoró de una argentina. Ahora está en Buenos Aires porque a ella ya no le renovaban la visa en Holanda. En la Argentina, es Hotze el que paga su derecho de piso. Cuando el contrabajista de su grupo, un argentino, interrumpe el show de Hotze diciendo “vamos para allá” e indicándole el lugar donde dejó el contrabajo, en el gesto de ayudar al holandés a guardar la guitarra le junta la magra recaudación y, con total descaro, se queda con uno de los cinco pesos que había en el estuche.
Víctor Castañeda toca al mismo tiempo guitarra, sikus y bombo, parado frente a una persiana tapizada de afiches en Florida y Sarmiento. Es el último integrante de lo que era el conjunto Kusillacta (voz quechua que significa “pueblo alegre”). Por la mañana en el subte, por la tarde en la peatonal, las yemas de su mano izquierda recubiertas de dos milímetros de callo definitivamente paquidérmico, dan buena cuenta de las ocho horas diarias que tiene que tocar para sumar los veinte pesitos con que alimentarse y pagar la pensión donde vive junto a su mujer y su hijita. Hace ya ocho años que toca en la calle, lo suficiente como para conocer los códigos y valores que allí se manejan. “La calle hay que respetarla. No te podés poner a tocar con equipos a diez metros de donde hay alguien cantando solo con su guitarra. Hay mucha gente joven que no entiende o no le importa, y hay muchos que creen que los espacios tienen dueño. Nosotros ya nos conocemos todos y sabemos bien dónde se puede y dónde no, a qué hora sí y a qué hora no.” Víctor entiende que hay dos formas de tocar en la calle. La más lucrativa, la que practicaba con su conjunto, consiste en tocar para esa especie de anfiteatro humano que se forma a su alrededor con el segundo o tercer tema. “Pero para eso tenés que sonar bien y hacercosas más llamativas.” La otra sería más o menos lo que hace ahora: tocar para el que pasa, que puede quedarse un ratito y pedir temas, o simplemente arrojar una moneda al estuche, por el simple hecho de que le hayan amenizado un poco esos veinte metros de peatonal en los que habita la música de Víctor.
“NyC” (nacido y criado) es una categoría con que se distingue a unos pocos habitantes de la provincia de Santa Cruz, tierra semidesértica, con una densidad demográfica de 0,7 habitante por kilómetro cuadrado, la gran mayoría nacidos y criados en cualquier otra parte del país y de Chile. Nino Zoccola era un NyC, por lo menos hasta los dieciséis años, cuando se vino con la familia a Buenos Aires después que su padre fuera elegido diputado nacional. Cansado de trabajar para ganarse la vida, a los treintipico de años se colgó la guitarra y salió a recorrer el continente. No paró hasta San Diego, California. Después se enamoró de un pueblo perdido en las Antillas. Hoy se gana el pan tocando tres horas por día en el túnel de la estación de subte Pueyrredón, línea D. Él también nos habla de cierta gratitud que se debe sentir por la calle, “un lugar que se consigue bancándose los embates de la autoridad y negociando con los espacios adueñados, por derecho de permanencia”.

BELLEZA Y FELICIDAD
Sentada en un banquito plegable, sobre la falda una batería hecha con vasos de plástico, panderetas y tapas de cacerola, todo atado con cordones de zapatos “para que pese menos y quepa en la valijita”. Un embudo haciendo las veces de trompeta ensordinada y Marta, con sus zapatitos de tap, se convierte ella sola en Nueva Orleans. Había estudiado piano cuando era chica, pero se jubiló como obrera metalúrgica. Ahora, para júbilo de los paseantes dominicales, es uno de los mayores atractivos de la feria de antigüedades en Plaza Dorrego. Alterna los solos de “trompeta” con el sonido de su propia voz, caricaturiza la pronunciación de los negros y se permite quebrar la garganta al mejor estilo Ella Fitzgerald. Entre frase y frase, Marta destila un humor que va de la tierna ingenuidad a la ironía más recalcitrante. “Che, cómprense una antigüedad de vez en cuando, que se me van a enojar los comerciantes.” Cada tanto arroja un palillo al aire y se lo pega en la cabeza, exclamando: “Trabajo insalubre”. Tiene dos alcancías: una muy parecida a la que hay en las iglesias, la otra muy kitsch, de plástico, con la inscripción “La fuente de la vida”, que está reservada para las dádivas de los niños. Mientras sigue aporreando su batería, Marta explica, señalando la urna eclesiástica: “Aquí va el negro, aquí el IVA. Cualquier cosa yo me iba con el negro”. Si se pudieran alquilar parientes, Marta sería la abuela más solicitada de la ciudad. Pero ni siquiera está dispuesta a ofrecer servicios de animadora: “No me gusta que me manden. Vienen y me piden que toque en cumpleaños y fiestas infantiles pero, imaginate, me llega a agarrar un grupo de chicos y no me da respiro. Si hubiera tenido este encanto cuando era joven...”, dice con su media sonrisa, pícara. No podemos imaginar qué encanto no tenía Marta cuando era joven.
Miles de personas lo han visto, aunque probablemente pocas lo recuerdan. Hay quienes lo han visto tantas veces que ya no lo ven. Para ellos es parte del paisaje. Se trata de un hombre mayor, sentado sobre una caja en plena vereda, tocando sin ton ni son la flauta dulce. Barbudo y flaco, derechita la espalda en su traje marrón, desde hace por lo menos quince años trata de parecer algo así como un faquir, encantando una serpiente que nunca asoma de la bolsa en que muy amablemente recibe su recompensa por tan gracioso espectáculo. Él apenas si mira de reojo y fugazmente a los transeúntes. Muchas veces se ríe de lo que ve, mientras la flauta sigue sonando, con el mismo desquicio que sus risitas. Como una astuta ironía, un guiño en el espacio urbano, casi imperceptible como todo lo que allí es verdaderamente significativo. Pulula por la avenida Corrientes, sino hace mucho frío, dada su edad (hace ya diez años que parece octogenario), con la cara entalcada, insólitamente producido para su espectáculo. A pesar de que no obtiene su recompensa por la calidad de su música sino, más bien, por lo absurdo de su acto, El Flautista Anónimo tiene bien ganado su lugar entre los músicos de la calle. Así lo confirma El Pelado Nino Zoccola cuando comenta: “A mí me da mucha alegría ver que ese hombre es libre y que genera mucho más sonrisas de lo que podría generar encerrado en un geriátrico o en un loquero. Eso es lo que la gente que siente lástima no ve”.
Ocurre que mucho de lo que no se ve, existe simplemente para ser oído. Quizás uno de los mejores referentes, a la vez histórico y cultural, para este tipo de prácticas, sea el DF mexicano. Mucho más conscientes del valor que estas manifestaciones tienen para la identidad de un pueblo, Fernando Díez de Urdanivia y Rodolfo Sánchez Alvarado grabaron Sinfonía urbana, un disco presentado por Gustavo Sainz, donde se traza el recorrido de las distintas tradiciones que recorren los sonidos callejeros del Distrito Federal. Una producción impecable que registra desde la plácida cadencia del campanario de la Catedral Metropolitana, sin evitar los bocinazos callejeros, hasta una impecable sintaxis de mariachis, orquestas típicas, grupos norteños, marimbas y un trío huasteco. Puede leerse en el librito que acompaña el CD: “Somos mexicanos también por estas personas que cantan sin pedirle permiso a nadie, al margen de las modas y el comercio, para devolvernos una dignidad ya casi perdida, una encantadora malicia, una indudable belleza y unas palabras nunca encontradas”.
Cabría esperar que algún día esta fórmula de la espontaneidad colectiva que se cocina en las reuniones y zapadas de los músicos callejeros de Buenos Aires logre lo que, de momento, ni a la industria ni a la política cultural les ha sido posible: grabar los compases callejeros que rigen el frenesí de esta ciudad cuyo folklore sigue viniendo de los barcos.

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