Símbolos, símbolos, símbolos. Los cantamos, reverenciamos, adoramos. Evita, la marchita, el Che, Néstor y CFK, el pueblo unido que no será vencido, los pañuelos, todos unidos triunfaremos, dedos en ve, puños en alto, frases, colores, fotos, himnos. Rodeados de ellos nos sentimos ganadores, puros, elegidos. Llegamos a creerlos más importante que las acciones, que los derechos, incluso que la propia lucha. Esto no se entiende desde la pura teoría. Sólo se comprende desde adentro, desde el escenario (marcha, movilización, etc.) donde esos símbolos te estimulan y guían. Parecen imprescindibles para toda lucha, pero, ¿por qué el enemigo no los necesita y nosotros sí, y tanto? Lo mismo se podría preguntar la iglesia católica, atiborrada de simbología, que viene perdiendo desde hace siglos ante todas las versiones reformistas que, justamente, carecen de símbolos.

Cantamos la marchita, tarareamos La internacional y desafinamos Bella ciao, y nos sentimos satisfechos como si la tarea estuviera hecha aunque estemos muy lejos de lograrlo. Los símbolos nos protegen. Nos unen. Nos marcan un camino. Lo curioso es que la derecha, los bancos, las multinacionales, el FMI, los que viven del odio y de la guerra, no construyen desde la simbología. Nunca vi a Trump al lado de la imagen de John Pierpont Morgan (J.P.). Y no creo que sea porque no lo idolatre. Lo primero que se sacaron de encima los nazis modernos fue la imagen de Hitler. Y no porque hayan cambiado de opinión. Siguen siendo racistas y etc. Pero el símbolo, en este caso, era un problema. Lo sacaron y listo. 

Se podría contar la Historia misma desde la simbología: French y Beruti repartiendo cintas con los colores de la patria aquellos días de mayo de 1810, símbolo que les serviría para reconocerse en la multitud, como si la lealtad pudiera medirse en el acto infantil de ponerse una escarapela. ¿Cuántos usan los mismos símbolos que nosotros y sin embargo terminan jugando para el enemigo? ¿Son quinta columnas, traidores? Si yo quisiera infiltrarme en las filas enemigas usaría uno de sus escasos símbolos. Así que si me ven con un globo amarillo, ya saben...

La imaginación al poder. Prohibido prohibir. Frases, eslóganes, símbolos, espejitos de colores. El marketing del que no tiene para pagarse un jefe de marketing. Valen hasta cierto punto, luego pueden dar vergüenza, sobre todo en la derrota. Salvavidas que ayudan a flotar pero que en ocasiones se vuelven de plomo y te pueden hundir sin remedio. Aunque si las ideas dividen, a veces (sólo a veces) los  símbolos anulan las diferencias y sirven para atraer al tibio, el dubitativo, al indeciso, al distraído. Y a veces pueden jugarte en contra: personas capaces de sumarse a un proyecto nacional y popular jamás lo harían si ese espacio está gobernado por la imagen de Perón, o del Che, por ejemplo.

Quizá las ideas no necesitan símbolos. Los hombres que las llevan adelante tampoco. Los que la escuchan y ven (nosotros), sí. Necesitamos los carteles y los himnos que resumen lo que pensamos y deseamos. Warhol lo entendió al reproducir como arte de masas el dibujo del dólar y la lata de Coca Cola, Mao y Marilyn, símbolos que se podían adaptar a los deseos de cada uno.

Al enemigo le molestan nuestros símbolos pero por un rato, luego dejan de prestarles atención, o peor: nos dejan jugar con ellos porque nos ven entretenidos y dependientes. Cuando el macrismo asumió, arremetió contra los símbolos y luego dejó de insistir. El caso más evidente fue el intento de cambiar el nombre del CCK. Y mientras nosotros nos escandalizábamos, ellos se dedicaron a lo importante: afanarse todo y destruir el resto. Ni los globos amarillos se ocuparon de inflar. Apagan la imagen de Eva en la 9 de Julio porque el odio los desborda y a la vez nos mantienen más entretenidos aún.

La impresión que tengo es que (nosotros) estamos ahogados en simbología. ¿Por qué tenemos tantos y tan diversos, mientras que los dueños del mundo no tienen ninguno? Nunca he visto a los millonarios adorar la foto de Rockefeller o de Marcus Goldman (Sachs). A mí, tanta simbología me emociona un rato y luego me harta. Algunos me parecen innecesarios y otros viejos. Sucede cuando veo que se confunde la forma con el fondo. El fondo es la lucha, lo otro son herramientas, y a veces ni eso, simple decorado. A veces actúan de contraseñas. No se entra a ciertos lugares  si no sabés cantar la marchita o tenés el tatuaje de Eva en el brazo. Son una forma de agrupar y de reagrupar  en tiempos de diásporas.

Pero uno soporta hasta que ya no soporta. Es cuando tanto ruido se vuelve en contra. Un boomerang. Las luchas encarnada por las mujeres tiene su instancia de símbolos que intentan imponerse, pañuelos verdes contra pañuelos celestes. Pero luego llegan las instalaciones y las performances. Y cuando ya parece suficiente, llega la (para mí) exasperante representación de El cuento de la Criada. Llegué a un límite, como cuando me harté de cantar que el pueblo unido no sería vencido mientras éramos vencidos. Tanto teatro me aleja de la verdadera lucha, del derecho a conquistar. Sumar simbología no garantiza nada, ni vuelve más auténtica la lucha. Uy… me fui al carajo. Perdón. Mañana compro el libro de la Atwood y le pongo música. Total, un himno más…

¿Se puede evitar la superpoblación de simbología? Evidentemente no. Entonces, ¿cómo lo evita el enemigo? Es una cuestión cultural, supongo. Ellos, que son los que van ganando, no necesitan eso que nosotros creemos indispensable. Uy… me fui al carajo otra vez. Paz y amor, hermano.

Miles de personas cantando un himno es algo que pone la piel de gallina, pero no es más que mirarse el ombligo. E insisto: ¿por qué el enemigo apenas tiene símbolos? Nosotros reemplazamos en los billetes a Roca por Evita. Ellos no volvieron a poner a Roca. Pusieron ballenas. ¿Por qué no volvieron a poner a Roca? Porque no necesitan del símbolo. ¿Por qué será? Uy… me fui al carajo una vez más. Pido perdón con los dos deditos en ve y la promesa de tatuarme en las nalgas al Che, a Evita, a Trosky, a Atwood, a Perón y a Néstor y los primeros compases de El pueblo unido….

 

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