En el año 2004, yo venía de dos pancreatitis muy severas, había pasado por varios médicos infructuosamente, la única solución parecía ser una complicada cirugía en la cual me extirparían el páncreas (cosa que me dejaría insulinodependiente de por vida, entre otras cosas), cuando encontré a Domar, al doctor Domar Madariya Singh. Fue la madre de mi hija quien lo encontró: Domar había logrado recuperar del cáncer a dos pacientes de ella que no se conocían entre sí. La madre de mi hija dijo que era una señal y me mandó desde Gesell al consultorio de Domar en Belgrano.

Estuvimos conversando más de dos horas. Cuando notó la angustia atribulada con que yo explicaba mi situación, empezó a hablar él. Me contó que había nacido en la India, en una austera familia de agricultores. Que intentó educarse hasta donde se lo permitió su origen social, mientras trabajaba en una siderúrgica. Que esa vida era incompatible con su naturaleza así que dejó todo para ingresar en un ashram de Benarés, donde pasó los siguientes siete años estudiando yoga y filosofía hindú, y trabajando como voluntario en hospitales y escuelas de la región. Llegó a América porque un grupo de médicos canadienses que fueron sus alumnos en la India lo convencieron de ir con ellos a Canadá y enseñar yoga allá. De Canadá bajó a México, trabajó como voluntario en el terremoto de Managua, siguió bajando hasta Perú y Bolivia y llegó a la Argentina en 1972. 

Acá, dando clases de yoga y de sánscrito, pudo pagarse las lecciones para aprender castellano primero y para cursar después toda la carrera de Medicina después. Con el título de médico clínico y una especialidad en reumatología, volvió a la India, obtuvo su doctorado en medicina ayurvédica en Benarés y conoció a Shobha, el amor de su vida, la hija de su maestro ayurvédico. Volvió con ella a la Argentina porque, a pesar de sus dos doctorados, no se le permitía ejercer en la India por su casta de origen.

Poco después de volver con Shobha a la Argentina nacieron sus tres hijos, pero en el medio perdió un riñón y poco después empezó a fallarle seriamente el otro. Tenía treinta y cinco años, acababa de nacer su segunda hija cuando supo que se le venía la muerte. Muy disimuladamente, fue convenciendo a Shobha de abrir un local donde vendieran objetos traídos de la India. Lo que Domar quería, en realidad, era dejarle algo a su esposa y a sus hijos cuando muriera. Viajó con ella a Benarés creyendo que sería su último viaje. Pero casi treinta años después, ahí estaba, sentado frente a mí, en su consultorio de Belgrano, contándome que en pocas semanas tendría la inmensa felicidad de asistir al casamiento de su segunda hija, aquella que acababa de nacer cuando Domar creyó que se acababa su tiempo en este mundo. A lo largo de esos años, además de salvar a incontables personas acá en la Argentina con problemas similares al mío o peores, Domar viajó periódicamente a la India, a cumplir tareas voluntarias en el ashram donde lo habían salvado.

Durante aquella primera consulta, Domar me dijo en cierto momento: “No tema. También usted verá casarse a su hija algún día” (mi hija tenía cuatro años en ese momento). También me dijo: “Usted no está enfermo. Pero no lo sabe”. Tenía una manera absolutamente particular de hablar el castellano. Y de tratar a sus pacientes también. Alguna vez me explicó que, de los cuatro elementos básicos de este mundo (aire, tierra, fuego, agua), el más importante es el aire, no sólo por ser el elemento común a todos, sino porque es el que permite el desarrollo de todo lo demás. Domar prefería llamarlo “espacio”, y decía que su trabajo se reducía a eso: a generar espacio, fuese intercelular, intermuscular o de otra categoría, a la que llamaré espiritual. 

No sé exactamente de qué estoy hablando. Pero llevo ya quince años escuchando en mi interior ramalazos inconexos de las cosas que él me dijo en los pocos encuentros que tuvimos (no fueron muchos, apenas uno por año). Antes de mi pancreatitis, antes de conocer a Domar, me habría producido instantáneo rechazo la palabra “espiritual” en boca de un médico. Lo mismo me habría pasado si un médico al que consultaba se ponía a hablar de sí mismo en lugar de hablarme de mí, de mi problema. El problema es que, para la mayoría de los médicos, un paciente es un síntoma, a lo sumo un caso; casi nunca una persona. Por eso tanta gente comentaba, al conocer a Domar: “Al fin un médico como la gente”.

No pretendo pontificar sobre cómo deberían los médicos tratar a sus pacientes. Ni siquiera sería del todo fiable lo que pudiera decir un lego como yo de Domar como médico (aunque me consta el bien que les hizo a varias personas en trances similares al mío, que me pidieron su teléfono y lo fueron a consultar y hoy están mejor que antes). Tampoco tengo derecho a hablar espiritualmente de Domar (aunque pueda dar fe de cuánto veneraba a Amma, la mujer sanadora a cuyo alrededor se alzó el ashram de Amritapuri). Sólo puedo decir de él lo que ya dije en mi libro María Domecq: que me devolvió el alma al cuerpo. Que le devolvió el alma al cuerpo a infinidad de pacientes que recurrieron a él. No conozco definición que honre mejor la labor médica. No conozco médico que haya honrado su profesión como Domar Singh Madariya.

Por eso es tan grande mi alegría al prologar esta biografía que ha escrito Beatriz García. Beatriz conoció de cerca a muchas de las personas que tuvieron trato con Domar. Beatriz está más cerca de Domar que muchos de nosotros, en sabiduría y experiencia. Beatriz ha publicado doce libros sobre su larga y fecunda relación con la India, el sánscrito, el yoga y el ayurveda. Que a sus ochenta años haya encarado la tarea de esta hermosa biografía, desde su refugio en San Marcos Sierras, emociona y nos enseña una lección, que estoy seguro de que Domar aprobaría con su gracia sin par.