El sol del mediodía entibiaba la fría ciudad. La calle trajinaba afanosa. Cada uno de los que pasaban tenía cara de estar resolviendo los problemas del mundo. Nadie resuelve ningún problema. Los problemas de la vida no se solucionan. Son, en realidad, partes de un misterio que no se resuelve nunca.

Hacía un par de minutos que se habían sentado frente a frente en la mesa de un discreto, decadente bar. Las sillas y las mesas aportaban desazón con sus patas de caño de hierro pintadas de rojo y sus partes planas de aglomerado (ya hinchado por la humedad) enchapado en un horrible laminado plástico que imitaba alguna pintura de hojas y frutas de dudosos colores. En las paredes colgaban, sin orden ni coherencia visible, unas tristes copias de cuadros famosos en las que los debilitados colores de las cartulinas pugnaban por vencer -en desigual lucha− a la grasa y la tierra que abundaba en los marcos y los vidrios que malamente las contenían. En un rincón, sobre un soporte metálico colgado a conveniente altura, un viejo televisor mostraba algún hecho insignificante destinado a trascender merced a su truculencia y a ser repetido incansablemente por los canales de "noticias".

Cuando entraron al bar la escasa luz, el olor a café y a humedad (con un notable predominio de este último), las mesas, las sillas, los cuadros y el hecho de que no hubiese nadie tomando algo, lo habían impulsado a salir corriendo dejándola sola.  Pero se quedó. Después, repasando, le pareció que la visión de la moza apoyada en el mostrador al fondo del bar fue lo que lo impulsó a quedarse. Era rubia, de tez blanca, jovencita, muy bien formada y rellenita. Como a él le gustaban las minas, pensó. Parecía suplicar que la presencia de algún cliente la obligara a desatender al tipo que, desde atrás del mostrador, le hablaba mientras sostenía una sonrisa babosa y una mirada melosa.

Así que no se fue. La siguió y se sentó frente a ella en la mesa que Luisa había elegido y que, le pareció, era la más sucia del bar. La miró y cayó en la cuenta que hacía casi cuatro años que no la veía. Estaba más linda... Mentira. Estaba igual, pero tenía la mirada un poquito más luminosa. Y algunas arrugas más: es increíble lo que pueden hacer cuatro años con la cara de una mujer al aproximarse a los cuarenta. Lo inquietó pensar que también cuatro años pueden afectar la cara de un hombre al aproximarse a los cuarenta. Se tranquilizó al calcular los dos años que todavía lo separaban de esa edad trágica.

Como siempre, como antes, ella pidió un café apenas cortado y él una lágrima. Pero esta vez -tal vez para cambiar algo, para que ella pensara que ya no era el mismo− agregó con tono firme, como diciendo algo importante: "Traémela en jarrita".

La moza se alejó. No pudo evitar mirar el irse de la rubia. Realmente estaba muy bien. "¡Estas pendejas de hoy...!" pensó con satisfacción, como quien ha hecho un gran descubrimiento. Luisa ni se dio cuenta que él miraba a la piba, porque estaba buscando (o hacia que buscaba) algo en su cartera. Como era de esperarse, no encontró nada; cerró la cartera y la dejó sobre la silla que estaba a su derecha junto con su abrigo y una agenda obesa de papeles sueltos que pugnaban por ser retenidos dentro de los límites ya gastados de un cuero barato.

Se miraron y se cruzaron preguntas acerca de sus respectivas familias. En realidad, a ninguno de los dos le importaba un cuerno la familia del otro; no las conocían, apenas sabían como estaban compuestas. La familia de cada uno era para el otro un ente absolutamente inexistente. No podía ser de otro modo. Ellos solamente habían compartido aquel trabajo que les encomendó la empresa donde trabajaban sin conocerse y que duró esos tres o cuatro meses. Nunca se habían visto antes y no se habían visto después. Hasta ahora.

La rubia trajo los cafés. Él la miró ponerlos sobre la mesa. Volvió a mirarla al irse (esta vez más disimuladamente). Endulzaron sus brebajes. Los revolvieron largamente. Serios. Sin mirarse. En silencio.

De pronto, como si un director le hubiese urgido a iniciar su monólogo, Luisa comenzó a hablar muy entusiasmada:

--Estoy con un poco de sueño; anoche salimos con mi marido. Al cine y a cenar. ¡Cómo cuando éramos novios! En realidad estamos viviendo un noviazgo: no te imaginás lo bien que estamos−. A continuación empezó a contar con abundancia de pormenores y minucias la salida de la noche anterior

Él no escuchaba los detalles. No le importaban. Solamente pensaba en el momento de decirle lo que quería decirle: "Luisa, yo también tenía ganas de acostarme con vos". Ella seguía hablando.

--Robertito, el menor ¿te acordás?, este año repite. El año pasado zafó raspando, pero este año no se salva. Y mirá que Roberto le habla, le impone castigos, pero nada…

Pensó nuevamente en la frase que se había repetido infinidad de veces. Y le sonó mal. Por qué "yo también" si ella nunca le había dicho que quería acostarse con él. ¿Se lo había insinuado de algún modo? La verdad, no lo sabía; en eso de interpretar los gestos y las insinuaciones él había sido siempre un desastre. O, tal vez, las interpretaba correctamente y se decía que no sabía lo que querían decir para "esquivarle al bulto". Ella seguía hablando.

--...y entonces Roberto me sacó. Él tiene esos arranques. Se da cuenta de las cosas enseguida, ¿viste?, y actúa inmediatamente, sin darme tiempo a pensar siquiera. Yo le digo: "Pará, Roberto" pero él…

¿Por qué le contaba todo ese rollo de Roberto de aquí y Roberto de allá? No era éste, acaso, el mismo Roberto que hace tres o cuatro años atrás era un desgraciado que le estaba arruinando la vida, que no le permitía ser feliz y que no la hacía sentir mujer...? Ella seguía hablando.

--Íbamos a ir en enero, pero Roberto averiguó que en febrero hacen un descuento especial, así que…

Él solamente quería hacerle saber que ella había despertado en él... Pensó en que palabra serviría para nombrar aquel sentimiento. Ella había despertado en él... Buscaba con frenesí una palabra. El solamente quería decirle que ella había despertado en él... Nada. Porque si no encontraba ahora palabra para nombrar lo que ella había despertado en él, resultaba que ella no había despertado nada. Ella seguía hablando.

--Y Lucía también. Pero ella no encontró todavía un lugar apropiado. Los alquileres cuestan una locura y la inversión es muy…

Entonces, pensó, ¿qué hacía allí? Debía levantarse e irse. Pero, ¿cómo lo hacía sin que pareciese una falta de respeto? Aún en estos casos hay que cuidar las formas. Ella seguía hablando.

--…y fue Roberto, ¡siempre Roberto!, el que encontró la solución. Le dijo a mi mamá que no podía hacerlo con ese techo bajo, que lo mejor era…

Miró el reloj. ¡No lo podía creer! Habían estado sentados allí una eternidad y solamente pasaron diez minutos... ¿Por qué causa había forzado aquel encuentro "casual" con Luisa? ¿Por qué habría querido volver a verla? La miro profundamente a los ojos. Ella dejó de hablar. Lo miró con intensidad y le dijo:

--Me ayudaste mucho. Cada vez que me escuchabas evitabas que me suicidara- exageró. --Hoy mi vida se está rehaciendo. Tengo mucho que agradecerte.

Él, sin quitar los ojos de los de ella, dijo:

--Me estás mintiendo, Luisa.

Ella levantó la mirada con sus ojos abiertos (a él le pareció espanto), tomó apuradamente sus cosas, se levantó y se fue.

Quedó solo en la mesa. Solo, porque no había nadie con él y porque sentía eso, que estaba solo. Que a partir de ahora su soledad era un poco más intensa: ya ni el recuerdo de Luisa ni las fantasías que le despertaban ese recuerdo, lo acompañarían. Al mismo tiempo se sintió libre; ahora sabía que todas las especulaciones sobre lo que podría pasar con Luisa se habían ido con ella por la siniestra puerta de ese bar de mala muerte. Miró a la rubia y la llamó para pagarle. Mientras se acercaba pensó que sería lindo salir con esa piba. Pero era imposible. Debía tener más o menos veinticuatro, veinticinco años y él... la piba pensaría que era un 'viejo', un 'veterano'.  Le pagó con un billete de $500.-  (porque era el más nuevo de los que había en su billetera) y, mientras esperaba el vuelto, le dijo casi sin darse cuenta:

--Sos muy linda.

Ella sonrió con una sonrisa que mejoró notablemente el aspecto del bar y lo miró brevemente a modo de agradecimiento.

--Si me decís a qué hora terminás de trabajar -continuó (también, casi sin darse cuenta)− te paso a buscar y vamos a tomar algo a algún lugar mejor que éste.

La piba lo miró, esta vez directamente a los ojos, y sin dudarlo, le dijo:

--A las cuatro y media.

Le volvió a sonreír y se fue.

Miro el reloj. Eran las 13.00 hs. Le quedaban tres horas y media para prepararse a sortear con el menor daño posible (con la mayor satisfacción posible) el problema que se le había planteado.