En una de las clases te preguntás por qué molesta tanto el uso del lenguaje inclusivo. ¿Por qué genera tanto rechazo?

–Cuando escuchás los argumentos que ponen el acento en el mal uso del lenguaje, en la contaminación y su degradación, es interesante que se ponga tanto el acento en cómo se supone que se degrada el lenguaje utilizando el lenguaje inclusivo y no en los cambios que el lenguaje trae en relación a la redes y las nuevas tecnologías; es muy común ver que aquel que critica el lenguaje inclusivo habla como guasapea y no tiene ningún problema en usar un emoticón. Entonces lo venden como un problema de degradación del lenguaje cuando es una animosidad concreta contra los nuevos colectivos que están planteando cómo el lenguaje no es inofensivo. El debate sobre el lenguaje inclusivo plantea en el fondo la idea de si ese lenguaje inclusivo tiene que convertirse en una nueva gramática. Lo interesante es mantenerse en ese lugar de resistencia que nunca se vuelve hegemónica. El día en que el lenguaje inclusivo se vuelva nueva gramática es probable que surjan nuevos cuestionamientos. Nunca podemos hablar de una democracia terminada porque eso sería pensar que con las mutaciones que hay en la realidad humana no van a surgir nuevas exclusiones. Derrida nos dice que todos nos mofamos de vivir en sociedades democráticas, pero nadie piensa en el derecho del animal o el derecho de la clonación genética, que son vistos como problemas poco serios, aunque lo animal ya tiene una envergadura más fuerte. Si los comparás con los lugares de exclusión que han tenido muchos de los sujetos que hoy tienen derechos, el dispositivo es el mismo: los derechos civiles de la mujer hace 300 años eran visualizados como una locura, si alguien lo planteaba como una opción. Derrida dice que la democracia siempre tiene que estar visualizando lo que el sentido común de la época legitima como “excluidos naturales” que merecen estar afuera.