“Posverdad” fue declarada por el diccionario de Oxford como la palabra internacional de 2016. La expansión de su uso se relaciona con fenómenos políticos acaecidos recientemente, tales como el referendum por la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea, el plebiscito por la paz en Colombia y las elecciones presidenciales en Estados Unidos y Argentina. Ello se debe a la influencia que tuvo, en todos esos casos, la propagación, tanto en los medios de comunicación tradicionales como en las redes sociales, de afirmaciones que carecían de un correlato en los hechos. Pero como sucede ante la aparición de todo neologismo, conviene preguntarse hasta qué punto responde a una necesidad de expresión lingüística que no encuentra eco en los conceptos preexistentes, o si la pereza intelectual de sus propagadores interpreta como si fueran novedosos ciertos sucesos arraigados en largas tradiciones, cuya omisión oblitera la comprensión de los matices que ofrece la situación presente. Si esto último fue lo que sucedió cuando las contradicciones de la modernidad, que el neoliberalismo exacerbó a fines del siglo pasado, fueron erróneamente leídas como las del inicio de una nueva era, posmoderna, no sorprenderá encontrar la misma estrechez de miras en quienes también anteponen el prefijo “pos” al concepto de verdad para indicar su supuesta superación.

No hace falta referirse a Foucault para afirmar que la verdad no es, ni nunca lo fue, la correlación objetiva entre un discurso y una evidencia empírica. Hasta el más obtuso defensor del cientificismo admite hoy las falencias de dicho modelo, tanto por su incapacidad lógica para arribar a afirmaciones concluyentes, como por su distancia respecto del verdadero funcionamiento práctico de las disciplinas científicas, donde, hasta las supuestamente más objetivas, se encuentran atravesadas por disputas de intereses. Pero lo que es cierto para la ciencia lo es mucho más para la política. La verdad es la producción de discursos e imágenes cuyo fundamento es el poder: se nutren de él tanto como le dan cauce, surgen de su ejercicio al tiempo que lo justifican. Siendo el ámbito de los medios de comunicación un espacio privilegiado en el que la verdad tiene su flujo, se comprende que la relación entre éstos y el poder sea intrínseca, pudiendo ser allí tanto consagrado como horadado.

Ahora bien, debilitar una práctica de poder nunca implicó desmentirla. No se trata de ir más allá de la verdad, sino de indagar más acá, en la pre-verdad, para evidenciar el lazo que la une con los mecanismos de dominación que esconde. No hay dudas de que los discursos y las imágenes que hoy construyen la verdad se caracterizan por su contingencia, su superficialidad y su carácter efímero. Pero, frente a esas supuestas mentiras, en lugar de englobarlas en neologismos explicativos, habría que inscribirlas en la larga tradición de la producción política de la verdad.

Si se hiciera, por ejemplo, una lectura literal de las promesas del macrismo realizadas durante la campaña electoral, podría afirmarse, a la luz de los hechos, que no fueron más que mentiras pergeñadas para ganar las elecciones. Su eficacia, sin embargo, no debe medirse en relación al triunfo inmediato, sino por su capacidad para traducir la decisión del voto en un apoyo concreto a determinadas medidas, conservando así el poder obtenido. En ese sentido, en lugar de entender enunciados como “no vas a perder nada de lo que ya tenés”, como si hubieran estado escritos en un programa de gobierno, habría que enmarcarlos en un contexto de enunciación que, desde los colores utilizados y la música que los acompañaba, hasta el modo de interpelación –individual y meritocrático– a los sectores populares y la propia trayectoria de quienes formulaban esas frases, estaba destinado a marcar las diferencias en relación al gobierno anterior. Si su incumplimiento se relacionara con la propia plasmación de la promesa de cambio, el objetivo estaría realizado. De allí que hayan apelado de manera inmediata a la figura de la “pesada herencia recibida”. 

Por eso, hay que comprender que la verdad desde entonces formulada no es tal o cual consigna, sino un cambio en el modo de ejercer el poder cuyos postulados más importantes, expresados con claridad durante la campaña electoral, son acallar las disputas, ocultar las contradicciones, olvidar el pasado y afianzar las jerarquías. Si su cumplimiento exige que sea vencida la unidad de los sectores populares y excluidos, impedirlo no implicará desmentir los enunciados lingüísticos, sino ofrecer discursos e imágenes que reconfiguren esa unidad, tanto para resistir a esos embates, como para volverlos ineficaces y recuperar el poder. 

* Sociólogo y docente UBA.