Mi infancia transcurrió entre vías vivas y muertas, marcas de hierro para un país en vías de desarrollo. Sobre un abismo de adoquines fui equilibrista sobre raíles de tranvías en los que nunca viajé, verdaderas vías de escape para un simulador de siestas obligadas. Nada más lejano que vivir del otro lado del paso a nivel, diques secos de rígidos rieles nos separaban del centro de la ciudad. El viento se encargaba de traernos la música de los trenes. En el silencio de la noche sentía rodar la formación por el medio de mi dormitorio. Huertas, canchas de bochas, de fútbol, sillones de alambre, perros atados, gatos somnolientos, madreselvas, torres inglesas para guardabarreras orilleros era el paisaje común de los carriles habilitados. Del otro lado, cenizas de sueños estibadas en bolsas, la antigua estación, otrora terminal de la línea proveniente del Chaco y sus maderas, era un patio lleno de vagones abandonados con olor a resignación, entre cachuña, bagayeras y monos, brillaban ojos fugitivos de linyeras sin extensión en sus miradas para la sorpresa. Un día aprendimos que dichas paralelas, en algún punto se tocaban. A pocos metros de los barrilones en donde practicábamos el arte de planchar monedas o adivinar la cantidad exacta de furgones que contenía el convoy de carga, una madrugada, don Cirilo, el panadero del barrio, decidió dejar de amasar para siempre. Dueño de un caminar tan lento como seguro, Don Luis, abandonaba el misterio todos los viernes para llegarse hasta mi casa. Mi padre no sólo esperaba religiosamente su visita, también parecía encenderse al verlo llegar. Tenían algo en común, parecían dos amigos de toda la vida. La excusa, los diarios viejos para calmar el vicio de la lectura. Un hilo invisible de sensaciones y vivencias compartidas envolvía sus charlas, el mismo amor imposible por Mary Terán, la misma idea, resistencia, persecución, el deambular por bibliotecas populares hasta quedar atrapados en las páginas del mismo libro, el Adán de Marechal, un silbido permanente entre los labios como drenaje de añejas penas. El lector compulsivo recitaba de memoria el Santos Vega, imitaba al ruiseñor de los barrios porteños y conocía con lujos de detalles la vida de Martin Miguel de Güemes, era una demostración práctica de lo imposible que resulta para un hombre alcanzar en vida la soledad total. Nunca intenté terciar con mi voz en aquél dúo. Entendía muy poco de lo que hablaban, sólo percibía la armonía perfecta en la música de sus conversaciones. Había una felicidad plena en sus miradas que contrastaba con sus realidades, un regocijo de usar la palabra, hablar un mismo idioma, compartir la misma cultura. Se despedían con letra de Discépolo, uno comenzaba entonando, "yo la vi que se venía en falsa escuadra..." y el otro se encargaba de terminar la estrofa, "se ladeaba, se ladeaba por el borde del fangal." El viernes Santo en el que murió mi abuela paterna, me encomendaron cuidar la casa. Me entretuve atando con hilo de barrilete los siete matutinos, sin avisos clasificados, para no interrumpir la costumbre. El vagabundo se compadeció por su amigo ante la mala noticia recibida, emocionado dijo, "Pobre tu papá, ahora sí que quedó solo en la vida, después de todo... No somos más que hijitos." Los pinos plantados por la municipalidad con la intención de transformar nuestra canchita en plazoleta solamente consiguieron ahuyentar a los pájaros del lugar, a pura técnica logramos adaptarnos, antes de eludir al arquero gambeteábamos dos arbustos con pelota atada al pie. Para jugar el tercer tiempo debíamos saltar un tapial de vagones en búsqueda de una canilla siempre abierta en las ruinas de un baño abandonado. En una tarde calurosa me encontré con el penitente lavando su ropa en aquel manantial. Mientras tendía una camisa sobre el andén me confesó un secreto que guardé como tal. "La calle, cuando me parió por segunda vez, me bautizó don Luis. En mi otra vida tuve un nombre largo con doble apellido que ya no me los acuerdo. Ahora pertenezco a la familia Croto, dicen que fue un funcionario que nos dejaba viajar gratis en los trenes como peones golondrinas. No fue mi caso, yo siempre viajé en otro expreso, pasajero en trance en un tren de nubes. El infierno de los locos no queda bajo tierra pibe, soledad, altura y frío nos alejan del suelo." Alguna vez pensé que la vida era una línea con forma de rulo escapando hacia adelante, con el único fin de no repetir vidas pasadas. No sé lo que me pasó, ni cómo fue que descarrilé. Quizás demasiada carga en el furgón de cola, una falla fatal en un cambio de vías o un choque frontal contra un tren fantasma, lo cierto es que en un momento mi espiral se convirtió en círculo. Una noche brumosa me encontré perdido en la ciudad sin llaves en los bolsillos. No solamente el paisaje cambió totalmente, sin trenes ni estaciones detenidas en el tiempo, la población de los seres humanos en situación de calle también muto. En su mayoría son jóvenes con sus vidas consumidas de arrebato, dependientes de sustancias que le ayudan a soportar una sensación de fracaso permanente, cansados de cargar la carga de la espera. Hijos ausentes de padres desconocidos, padres prematuros de niños que no volvieron a ver. A pesar de no estar obligados a completar servicio militar alguno, muchos de ellos fueron soldaditos hasta los 18. Después de quedar desafectados del ejército blanco, tuvieron que optar en cada mañana entre las tres opciones del menú diario, pedir, cartonear o robar. Nada saben de resuellos de locomotoras ni del misterio de adiós que sembraba el tren de las 16. Ellos tocan otra música, huyen hacia adelante desconociendo totalmente la historia. Sin más posesiones que secadores de mano y trapos rejillas gastan sus horas bajo las luces sicodélicas de los semáforos o bien ofreciendo seguridad para vehículos asegurados. Supe ganarme la confianza del grupo narrándole cuentos que nadie les contó en su niñez reciente. Esta mañana me visitó el Zombi. "Viejito, aguantame sal para unos sábalos que trajo el uruguayo. Hoy estamos de festejo en el refugio, sabés, al Chino lo soltaron de la Redonda. Estás invitado, no tenés que llevar nada. Dale Vieji...de paso te contás unos cuentos. Vos ya sabes cuál es el que me gusta a mí...ese de los crotos que viajaban gratis en trenes de un lado para el otro."

Victormaini[email protected]