En las últimas décadas, los flujos de Inversión Extranjera Directa (IED) hacia América latina han crecido notablemente. En 2016, por ejemplo, los flujos entrantes de IED equivalían al 3,6 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) de los países de América latina y el Caribe, una cifra muy superior al promedio global, de alrededor de 2,5 por ciento (Unctad, 2017). Sin embargo, pese a los claros beneficios que, en teoría, esto debería tener, la evidencia sobre los efectos de esta considerable llegada de IED en el crecimiento y reducción de la desigualdad y la pobreza no es tan alentadora en la región. La tarea es descubrir las causas de esta desconexión, aparentemente desconcertante, poniendo especial énfasis en la relación entre IED y pobreza.

¿Beneficios?

En las últimas décadas, América latina y el Caribe han mostrado una gran apertura a la llegada de capitales extranjeros. En 2011 los flujos de IED a la región alcanzaron una cifra récord luego de un acelerado crecimiento iniciado en la década de 1990, impulsado por las reformas estructurales generalizadas en ese momento.

La teoría económica convencional sugeriría que tal llegada de capitales extranjeros debía haber sido notoriamente favorable para el desarrollo de la región. El razonamiento es bastante intuitivo: economías en vías de desarrollo carentes de capital físico beneficiándose de la llegada de inversión del extranjero. Si seguimos la teoría de Solow, centrada en el ahorro, la IED puede ser vista como una oportunidad evidente para el crecimiento económico en países como los de nuestra región.

Además, se esperaría que economías en vías de desarrollo se beneficien de la IED de diferentes formas, a través de canales directos e indirectos. Los primeros de ellos relacionados con la ya mencionada llegada de flujos de capital, con una consecuente mayor recaudación de impuestos y con la creación de empleos. Los segundos, relacionados con el acceso a mercados extranjeros y a derrames (spillovers) de tecnología y conocimiento por parte de las empresas trasnacionales que canalizan la IED.

Sin embargo, la experiencia de América latina ha sido bastante decepcionante si se compara con otras regiones como el Este de Asia, usualmente visto como un ejemplo exitoso de la IED apoyando el desarrollo nacional. Y, de hecho, a nivel global la evidencia empírica existente cuestiona la idea de que la entrada indiscriminada de IED termine siendo siempre beneficiosa para el país receptor (no con ello queriendo decir que no sea útil). Incluso para la relación elemental positiva entre IED y crecimiento económico los resultados no terminan de ser concluyentes, reforzando el argumento de Lipsey y Sjöholm (2005) sobre la inexistencia de relaciones universales en el campo debido a la fundamental importancia de las diferencias existentes entre industrias y entre países.

Varios estudios (por ejemplo, Chang, 2004; Agosin y Machado, 2005) identifican las diferentes políticas y actitudes de los gobiernos frente a la IED que determinan el éxito o fracaso de esta última en contribuir con las economías receptoras. Esto es evidente si consideramos la naturaleza real de la IED: es canalizada principalmente por corporaciones multinacionales, cuyo objetivo, como el de cualquier otra empresa, es maximizar sus ganancias, algo que no siempre puede ser compatible con los objetivos de desarrollo de un país, sobre todo en economías en vías de desarrollo.

Para América latina, un estudio reciente de Alvarado, Iñiguez y Ponce (2017) encontró que el efecto de la IED en el crecimiento económico no ha sido significativo a nivel agregado y que ha sido positivo sólo para el caso de los países con alto nivel de ingreso en la región. En lo referente a la desigualdad, Herzer, Hühne, y Nunnenkamp (2014) encontraron evidencia robusta de que la IED ha contribuido a incrementar las brechas de ingreso en la región.

Pobreza 

En cuanto a la pobreza, teóricamente la IED puede contribuir a la reducción de ésta a través de (i) la expansión del stock de capital que provoca en la economía receptora (lo que implica creación de empleo e incremento en la recaudación de impuestos para el Estado); (ii) la creación de encadenamientos con la economía local (es decir, de la mayor demanda de bienes intermedios para las empresas que proveerán a la subsidiaria de la trasnacional canalizadora de la IED, así como la provisión de bienes y servicios más baratos en el mercado local); y (iii) la transferencia de conocimiento y tecnologías a las empresas locales y a los trabajadores, incrementando el desarrollo tecnológico, la productividad y el crecimiento.

Sin embargo, la evidencia a nivel global tiende a ser más bien ambigua, destacando la imposibilidad de establecer una relación universal en torno al tema. Autores como Jalilian y Weiss (2012), y Sarisoy y Koc (2012) han encontrado una relación no significativa o existente sólo en casos muy puntuales entre IED y pobreza. Otros, como Bharadwaj (2014), Huang, Teng y Tsai (2010) han encontrado, inclusive, una relación negativa entre la entrada de IED y la reducción de pobreza, mientras que otros autores, como Fowowe y Shuaibu (2014) y Calvo y Hernandez (2006), han encontrado una relación positiva entre la IED y la reducción de pobreza.

Para América latina, una estimación propia, que consideró a 13 países entre 2000 y 2014, no encontró que los flujos entrantes de IED hayan tenido un efecto significativo en la reducción de pobreza en la región. Sin embargo, la estabilidad económica, el mejoramiento de la infraestructura, del capital humano y del crédito doméstico sí favorecieron la reducción de la pobreza en dicho período en América latina.

Estos resultados se explican por el hecho de que en la región hay evidencia de que existió un desplazamiento de empresas locales causado por las empresas extranjeras, lo que puede ocasionar que se destruyan más empleos de los que se crean con la llegada de las trasnacionales, sobre todo en una región donde la mayoría del empleo es generado por pequeñas y medianas empresas.

Además, hay evidencia de procesos débiles de globalización; es decir, que las actividades económicas de las trasnacionales no logran conectarse íntegramente con el resto de la economía local, como sucede con el caso del sector automotor en México. Finalmente, también existe evidencia de una insuficiente capacidad de absorción de la tecnología traída por las empresas extranjeras en la región, derivada de los problemas que, en torno al capital humano, enfrentan nuestros países.

Regulación

La Inversión Extranjera Directa puede constituirse en una herramienta muy importante para el desarrollo. Sin embargo, la entrada de capitales extranjeros per se no garantiza necesariamente el crecimiento o la reducción de pobreza y desigualdad en las economías receptoras. Por el contrario, son las actitudes y políticas de los gobiernos para canalizar y regular de forma apropiada la IED, así como las condiciones específicas de cada país e industria, las que determinan el éxito o el fracaso de la IED en su contribución al crecimiento y desarrollo.

Un ejemplo muy claro de ello lo tenemos en las políticas de control a la IED aplicadas por países hoy considerados desarrollados cuando aún se encontraban consolidándose: Reino Unido, Francia y Alemania imponían mecanismos y regulaciones contra la IED en sectores delicados como la defensa nacional. Finlandia mantuvo hasta la década de los ’80 severas restricciones a la IED. Japón mantuvo restricciones a la IED en sectores estratégicos y el requerimiento de una fuerte presencia nacional en proyectos conjuntos y en consejos directivos de instituciones extranjeras que querían ingresar al país. En Corea del Sur el Estado limitó el número de compañías a las que se permitía entrar a cada industria, negoció controles de precios y adaptó su legislación para proteger las industrias domésticas; sólo aprobaba IED sólo cuando era seguro que existirían beneficios potenciales, y una larga lista de etcéteras, como se detalla en el trabajo de Chang.

Por el contrario, desde la época del ajuste estructural en los ’80, América latina y el Caribe han mostrado una gran apertura a la IED, con un rol excesivamente pasivo del Estado en torno al tema y con resultados poco satisfactorios, especialmente si se compara con otras regiones como el Este de Asia. Esto contrasta con el optimismo y retórica ampliamente extendidos sobre la deseabilidad de la llegada, a cualquier costo, de capitales extranjeros a las economías de la región y que son evidenciables en la mayoría de discursos políticos.

Por su parte, la evidencia empírica demuestra que no hay una relación significativa y universal entre la llegada de IED y el crecimiento, la reducción de la desigualdad y la reducción de la pobreza en la región, lo que pone en cuestión la actitud pasiva que los gobiernos han tenido frente a la IED desde la instauración del paradigma neoliberal en la región.

En muchos de los casos, sobre todo durante las épocas de agresivas privatizaciones en los ’90, se han visto procesos de desnacionalización, que han implicado que el capital extranjero no llegue a crear nuevas empresas sino a comprar empresas ya existentes. Se ha evidenciado también la existencia generalizada de empresas extranjeras desplazando a empresas locales, dando la razón a Chang cuando argumenta que sólo cuando la industria doméstica ha alcanzado cierto nivel de complejidad y competitividad (no como en América latina), los beneficios de la liberalización de la IED superan a los costos. Se han visto, además, procesos débiles de globalización e insuficiente capacidad de absorción en la región que, en conjunto con los puntos anteriormente resaltados, han opacado los efectos positivos de la IED en América latina que pudieron haber contribuido a la reducción de la pobreza y, en general, al desarrollo de la región.

* Investigador del  Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (Celag).