(para Helena y Eduardo Galeano)

Había poca gente en el bar, porque en el invierno la aldea no recibe visitas y sus habitantes casi no salen de noche: después de las nueve, es raro encontrar a alguien en las calles. 

Desde la puerta, espió rápidamente las mesas: todavía no. Miró el reloj mientras caminaba hacia el mostrador de madera oscura, pulida por el tiempo y los vasos y el roce de los brazos, manos, codos: faltaba casi una hora. Cuando venía por la calle, sabía que estaba adelantado. No pensó que tanto.

Pidió una cerveza de barril con poca espuma y antes que el hombre flaco comenzase a servirlo cambió de idea y pidió rápidamente una bebida más fuerte y más caliente, un brandy, sí, cualquier marca, y aclaró: “Si tiene algún brandy de más de cinco años, mejor”.

Junto a la ventana había una mesa y él decidió que estaba bien. La ventana no mostraba nada: tenía una cortina de paño ajedrez, rojo y blanco, ocultando la calle. El antepecho de la ventana era ancho y funcionaba como estante para la larga hilera de libros, de lomos gastados y un poco sucios. En la pared, un papel, escrito a mano: Take a book, bring a book. Libritos policiales, comprados en alguna estación o consumidos durante algún vuelo.

Era un buen brandy, y él se preguntó si ella habría guardado memoria de las bebidas que antes habían formado parte de sus vidas: las bebidas y sus colores: el rojo del Campari en verano, el color envolviendo los cubitos de hielo, el oro efusivo de la cerveza, la exigencia de poca espuma, el denso color del coñac. Pensaba en el tamaño de la memoria de cada uno: de todo, ¿cuánto habría sido guardado? ¿Cuánto sobreviviría? ¿Y para qué? ¿Habría espacio para más?

Recordó que siempre hubo aquella punta de certeza y las constantes pizcas de aventura; y era bueno y tenía sentido que eso saltara de algún compartimiento olvidado y lo inundara todo. 

¿Valdría la pena, ahora, aquella apuesta en lo oscuro?

¿Y cuándo se decidiera por la apuesta: la llamada? ¿No había él esperado tanto, reunido fondos, juntado fichas?

Lo más probable es que no venga, pensó. Y, casi sin darse cuenta, empezó a canturrear bajito, interrumpiendo la canción de cuando en cuando para terminar lentamente el brandy. Cuando faltaban quince minutos para las diez, pidió otro.

Cuatro noches antes, él había sido claro: “Entre las diez y las once. Después, no: es como tener un código, una seña, otra vez”.

(Cuatro noches antes, su mano izquierda resbaló por el suelo, tanteando tras la campanilla del teléfono, el ruido tremendo en medio del sueño, y demoró una vida hasta entender que la telefonista decía que era una llamada persona a persona desde Londres, y ya estaba sentado en la cama cuando respondió “si, soy yo, diga”, y entonces oyó: la misma voz, la de antes, la de siempre, un poco más afligida:

 –¿Te desperté?

 –Bueno, más o menos. Sí.

Y un silencio, y después:

 –¿Se puede conversar? Yo quiero hablar contigo. ¿Estás despierto?

 –Claro, claro. ¿Qué horas son?

 –Aquí, las cuatro. Cuatro menos cinco. ¿Estás solo?

 –No.

Y después de otro silencio:

 –¿Pero puedes hablar?

Y él ya estaba en pie, el teléfono en la mano, caminando hacia el corredor, cuidando de no tropezar con el infinito cable, buena invención, cable largo, teléfono circulante, una broma, idea de su mujer, él caminando hacia la sala, ridículo, desnudo, recogió un suéter color vino del sofá y se sentó, incómodo.

La misma voz:

 –Hace tiempo que quería conversar contigo, quien me dio tu número fue un amigo tuyo, Andrew, hace dos o tres meses que me dio tu número, yo quería hablar contigo, hace tiempo, ¿estás bien?

 –Claro, claro. ¿Dónde estás?

 –En Londres. La telefonista habrá dicho Londres, estoy segura. Estás durmiendo. Yo no debería de haber llamado.

 – Ah, eso. Londres, claro.

 –¿Qué estás haciendo?

 –Durmiendo. Estaba durmiendo. Quiero verte.

 –¿Por qué no me llamaste, por qué no me buscaste?

 –No sé.

Y otro silencio. Él buscó cigarrillos, anduvo por la sala, repitió:

 –Quiero verte. Fue para eso que llamaste, ¿no?

 –Fue. Más o menos. No sé.

 –Yo creía que un día de estos íbamos a vernos, aunque a veces me parecía que no, que nunca. Ahora, quiero verte mañana mismo.

 –¿Vienes? ¿A Londres?

 –No, y tampoco quiero verte aquí en Madrid. Quiero que nos veamos en algún lugar, no sé, un lugar que no sea allá ni aquí, un lugar neutro, ¿entiendes? Neutro.

 –De acuerdo. ¿Cuál?

–¿Puedes venir?

–¿Pero no dijiste que no querías verme en Madrid?

 – No, no en Madrid. Digo: venir a España. ¿Puedes?

 – Sí, es decir, no sé, creo que sí.

 –¿Mañana?

 –No, mañana no.

 –¿Pasado mañana?

 –¿Dónde?

 –No sé ... un lugar ... a ver ... estoy pensando, no sé ...

 –Pasado mañana, puede ser. Aunque en realidad, no sé ...

 –Pero tú llamaste para ...

 –Claro, para verte, claro.

 –Escucha: no vamos a quedarnos hasta el amanecer en el teléfono. Voy a decirte el lugar, te lo digo de una vez, anótalo.

 –Espera. ¿Cuándo?

 –Jueves. En la noche del jueves. De aquí a cuatro noches.

 –Está bien.

 –Ahora, anota. Es medio complicado.

 –¿Tiene que ser complicado?

 –Claro. Anota.

 –Está bien.

 –El lugar es una pequeña ciudad llamada Calella. Ca–le–lla. Calella de la Costa. Llegarás al aeropuerto de Barcelona. Allí, si tienes dinero, renta un auto.

 –No sé si me alcanza.

 –Entonces, toma un tren. El único problema es que existen dos Calellas. La nuestra es la primera, la de la costa. El tren tarda una hora. Queda después de un pueblito llamado San Pol. No hay manera de equivocarse. En Calella, busca uno de esos tres hoteles. Te doy tres porque no sé cuál estará abierto en esa época.

 –¿Y si los tres están cerrados?

 –Uno estará abierto, seguro. Anota: Calella Park, Vila, o Codina.

–¿Y si está abierto más de uno, y nos desencontramos?

 –No he terminado todavía. Anota algo más: el jueves de noche estaré en un bar llamado Nag’s Head. Es una especie de barcito inglés, queda en una calle llamada General Mola. Es fácil de encontrar, Calella sólo tiene veinte calles. Te espero entre las diez y las once. Después, no.

 –¿Mola?

 –Sí.

Encendió otro cigarrillo, y preguntó:

 –¿Vas a ir?

 –¿Y tú?)

Ahora, él repetía la pregunta: ¿vendrá? Y se preguntaba: ¿Cómo estará cuando venga? ¿Cuánto tiempo? ¿Tres, cuatro, cinco años? Sería mejor que no tardase tanto, sería bueno que la vida no haya sido demasiado dura, que no la haya maltratado más de la cuenta, que la alegría no se haya secado, desaparecido.

Miró el reloj: diez y cinco. Miró alrededor. Una pareja ocupaba una de las mesas, dos muchachas conversaban en el mostrador; una era muy alta y muy delgada, ambas bebían de un licor blanco, anís, pensó, después pensó que no, anís no, debía ser Cointreau, ninguna de las dos tenía cara de beber anís, y pensó que ellas no estaban cuando él llegó, vinieron después y él no se había dado cuenta. Giró lentamente la copa de brandy entre los dedos de la mano derecha. Imaginó: será así: cuando se abra la puerta, las muchachas del mostrador estarán mirando. Aquel barbudo de suéter amarillo, también: tiene cara de vigilar la puerta, al acecho, quién sabe a quién espera. Tiene cara de quien viene al Nag’s Head de vez en cuando a mirar a la gente o a hacer tiempo. Será así: la puerta abriéndose lentamente, ella entrando, quién sabe si el mismo collar de plata, el diente de jabalí entre los botones de la blusa, sobre el suéter, ella en la puerta, parada, mirando un poco nerviosa, un poco incómoda, miedo de que él no esté, encontrándolo en la mesa, caminando decidida, ¿sonriendo?, tal vez, y él qué: ¿Se levanta? ¿Sonríe? Dice: ¿temí que no vinieses? Dice: ¿Hola, buenas noches? Pregunta: ¿Todo bien?

Será así: ella vendrá hasta la mesa caminando decidida, y él quedará sentado, sonriendo, y ella quedará un instante de pie frente a él y después se sentará, y él dirá: Temía que no vinieses, y quedarán los dos mirándose en silencio un tiempo, él pensará: Qué bueno que no te has cortado el cabello, ella pensará: Estás un poco más gordo, casi nada, continúas flaco, y él pensará: ¿Mejor que esto, qué?

Elegirán las palabras con cuidado y delicadeza, caminarán llenos de miedo por las cosas de la memoria, cuidando de no tocarse, no, hay que disimular, cuidarse mucho.

    Será así: ella vendrá y quedará un instante de pie y se sentará y quedarán los dos mirándose en silencio un tiempo y hablando con cuidado entre uno y otro silencio y no se tocarán y luego él pensará que fue un error y ofrecerá una bebida. Ella preguntará: ¿Qué estás tomando?, él dirá: Un brandy, ella dirá: Como siempre. A veces te recuerdo tomando coñac. Y sentirá que fue una falla, esa brecha para que la memoria saltara a la mesa.

Él sentirá que está más frágil, que perdió parte de la vieja fuerza y de la infinita magia, sentirá que está más gastado y más viejo, y tendrá miedo de que ella se de cuenta de todo eso. Ella tendrá un miedo mayor: miedo de estar definitivamente distante de él, de sus cosas, de su mundo. Pero en eso, él no piensa.

Cambiarán impresiones sobre la vida en Londres y la vida en Madrid. Evitarán cuestiones delicadas: la vida de cada uno.

Él se quejará del tránsito y dirá que muchas veces la ciudad le parece prácticamente fea. A ella eso le parecerá gracioso, y dirá que Londres es prácticamente maravillosa.

Él dirá que encuentra Londres demasiado británica, y en seguida advertirá que el chiste es viejo y, además, sin gracia. Ella preguntará: ¿Cuánto tiempo hace que vives en Madrid? Desistirá de preguntar por qué él fue a parar justamente en Madrid. Él tendrá ganas de hablar y contar algunas cosas. Pero decide esperar por las preguntas de ella, que no llegarán.

Luego será medianoche y ellos se habrán dicho prácticamente nada, él advertirá que está un poquito borracho y encontrará una gracia infinita en casi todo.

Ella advertirá que está un poquito feliz, y sentirá miedo otra vez.

 –¿En qué hotel estás?

 –¿Y tú?

 –Yo pregunté primero.

 –Responde primero: primero en todo, tú, siempre...

Y él piensa: ¿Alguna ironía, algún descuido?

 –Está bien: primero en todo. Codina.

 –A mitad de la cuadra.

 –Sí, a media cuadra de aquí. ¿Tú también?

 –No. Ahora, estoy aquí. Estaré allí de aquí a poco.

Y los dos se ríen.

Está todo bien. Él se repetirá varias veces: está todo bien. Mañana seguimos rumbo al norte. Si logramos despertarnos a una hora decente, estaremos en Perpignan para el almuerzo. Si fuéramos ingleses, diría que estaremos en Carcassone para el té.

Se preguntará si es buena la idea de ir a Carcassone. Pensará que tal vez sea mejor extender la pregunta a ella. Decidirá que lo mejor es la sorpresa: despertar, decir: ¿las maletas no han sido abiertas, verdad?, nos vamos.

Poco antes de la una de la mañana extenderá sus brazos hasta los hombros de ella, apretará suavemente los dedos, y dirá:

 –Vamos, princesa, vamos. Considérese absolutamente secuestrada.

Y ella sonreirá como antes, como siempre.

A la mañana siguiente, él preguntará:

 –¿Te acuerdas de ayer? Pues continúas secuestrada. Nos estamos yendo.

El viaje será rápido y pacífico en el Renault alquilado. A determinada altura del camino, cerca de Gerona o más adelante, cerca de Figueres, ella preguntará:

 –¿A dónde vamos? ¿Este no es el camino de Francia?

Y él dirá:

 –El secuestro continúa, con derecho a almuerzo.

Y ella dirá:

 –¿Sólo almuerzo? ¿Y después?

Y él sentirá miedo otra vez. Dirá: ¿El secuestro continúa para siempre?

No será todavía la una de la mañana cuando los dos salgan abrazados, caminando por la calle hasta la vía del tren, y cruzarán la vía y continuarán hasta la playa, es una noche oscura y fría pero no hay viento, y los dos caminarán en silencio por la playa.

Serán los dos únicos huéspedes esta noche, y el muchacho de la portería del hotel Codina sonreirá, malicioso, cuando los dos caminen juntos hacia el elevador.

En el cuarto, ella dirá:

 –Te traje un regalo.

Y de una bolsa de brim azul surgirá una pequeña locomotora de un trencito eléctrico perdido en algún lugar de la memoria.

Ella explicará:

 –Guardé esa locomotora todos estos años.

Después dirá:

 –Quédate con ella, siempre fue tuya. No quiero verla nunca más entre mis cosas.

Y dirá:

 –Quiero verla entre las tuyas.

Ahora faltan cinco minutos para las once, y él sabe que ella no vendrá, que no vino ni vendrá jamás. Todo aquel ensayo ha sido en vano.

Él va hasta el mostrador y pide otro brandy. Y, cuando vuelve a la mesa, gira súbitamente: en el mostrador, la muchacha muy alta y muy delgada continúa bebiendo Cointreau. Su compañera se ha marchado, pero la muchacha no lo está mirando.

Son las once y cinco y él quiere pensar que así es mejor. Piensa que tal vez los vuelos a Barcelona hayan sido suspendidos por el mal tiempo. Y en seguida sonríe: ha sido un día de cielo claro, un cielo sin nubes, un día frío de sol blanquecino.

Piensa que tal vez no hubiese lugar en el vuelo de Londres a Barcelona.

Pero sabe que en esta época del año sobran lugares en los vuelos, sobre todo los jueves.

Cuando faltaban cinco minutos para la medianoche, él caminó hasta el mostrador. Debía 270 pesetas y se dio cuenta de que, de una u otra manera, el Nag’s Head era un bar acogedor y barato. Sabía cuánto costaría un brandy de cinco años en Madrid. Confirmó que la muchacha alta definitivamente no lo miraba, pagó y se fue.

Mientras el muchacho de la portería buscaba la llave del 32, él pensó en preguntar si alguien había llamado por teléfono, si había algún mensaje.

Desistió: ¿quién sabría que él estaba allí?

Mientras él esperaba el elevador, el muchacho de la portería tocó con la mano derecha el billete de cien pesetas cuidadosamente doblado dentro del bolsillo izquierdo de su camisa. La muchacha había sido clara: Sólo entregue el sobre si el señor pregunta si alguien dejó algún recado. Si no pregunta nada, devuélvame el sobre mañana por la mañana.

Extendió el billete de cien pesetas, y agregó: El sobre cerrado, desde luego.

Mientras el hombre subía los tres pisos en el elevador, el muchacho de la portería pensó: ¿Qué habrá dentro del sobre?

Recordó que la muchacha rubia era bella, y que usaba un collar de plata con una presa de jabalí.

Escuchó el elevador, que paraba en el tercer piso. Adivinó los pasos del hombre por el corredor, la llave girando en la cerradura del 32.

Pensó que la muchacha estaría adivinando el mismo trayecto: eran los dos únicos huéspedes del hotel.

Cuando el muchacho de la portería comenzó a dar vueltas al sobre, imaginando una manera de abrirlo sin dejar huellas, sonó el zumbido de la campanilla del teléfono interno, indicando que alguien lo llamaba.