En una película de inicios de este siglo, Rosarigasinos, dirigida por Rodrigo Grande, hay una escena en la que dos ex convictos liberados tras cumplir 30 años de cárcel, caminan por Rosario como redescubriendo la ciudad. En un momento uno de ellos, Federico Luppi, se detiene a comprar cigarrillos, y al continuar la caminata le pregunta a su compañero, Ulises Dumont, qué significa esa palabra que ha leído en la marquesina: “Dru-ges-to-re”. Entonces Dumont, con lógica impecable, le responde: “Es un kiosco”. A lo que Luppi, sorprendido, razona: “¿Y por qué no lo llaman kiosco?”

Episodios similares podrían repetirse hoy en todo el país: en el aeroparque porteño el 90 por ciento de las tiendas de servicios y kioscos tienen nombres en inglés. O en francés como “Le pain quotidien”. En todas las tiendas se ofrecen breakfast and lunch en lugar de desayuno y almuerzo. Y sobran los coffees, los teas, las croissants y así siguiendo. En toda la ciudad de Buenos Aires sucede igual. Y se ha ido copiando en muchas capitales de provincias.

Se dirá que no tiene nada de malo, pero la imbecilidad colonizadora llega a puntos que bordean el ridículo. Hoy en casi todas las obras públicas se contratan servicios para los trabajadores, que ya no se llaman baños sino “Bath”. Hasta los vinos que tomamos suelen venir con etiquetas impresas en inglés. Y la vieja cerveza es beer, o a lo sumo birra. Y en casi todas las vidrieras citadinas hoy hay carteles de “Sale” en lugar de las viejas y entrañables liquidaciones, que cuando rezaban: “Liquidamos todas nuestras existencias” planteaban incluso un dilema filosófico delicioso.

En 1994 y en este diario escribí un texto con igual título, Elogio de la lengua, pero entonces el debate era hacia adentro y motivado por declaraciones del entonces Secretario de Cultura, Jorge Asís. Hoy en cambio la cuestión parece más grave y en un contexto en que l@s chic@s de las clases medias urbanas tienen una competencia bilingüe realmente notable. Es común que inicien una conversación, cara a cara (face to face) o en las redes sociales, diciendo “So...”, para empezar. Y si algo l@s avergüenza conjugan el verbo “cringe”. Y han incorporado vocablos como love y flirting con igual naturalidad. Hablan Spanglish constantemente. “Somos ciudadanos del mundo,” me dijo una adolescente no sin pizca de soberbia.

Admítase que esta moda, como cualquier otra, puede no estar ni bien ni mal. Pero es un hecho que las tropelías lingüísticas delatan la colonización maciza a la que estamos siendo sometidos. Son la evidencia de un renovado avance imperial sobre los pueblos latinoamericanos, que además del descalabro económico y político ponen en riesgo la identidad de la lengua que hablamos, el Castellano Americano, en circunstancias en que nuestro pueblo recibe una educación pública en emergencia y retroceso, y tan degradada que difícilmente refuerce el léxico nacional.

Lo hemos señalado muchas veces: en la lengua que un pueblo habla está su más potente marca de identidad; son sus huellas digitales. Esa lengua es su vía de comunicación primera y permanente. De donde la cuestión no es sólo la lengua sino lo que se hace con ella.

Y si lo que se hace es dejar que se debilite y agonice, entonces el habla que se impone resulta irresistible, y abruma y vence por repetición, por moda, por estupidez programada. Y lo que se distorsiona y deforma, conduce a engaños. Y entonces quien habla mal, piensa mal. Porque no tiene las herramientas que brinda el idioma natal, correctamente hablado y sobre todo escrito.

El único antídoto, es obvio, es la educación. Que el actual gobierno echó a perder institucional y nacionalmente, y ahora profundiza con alevosía desatendiendo lo público en favor de lo privado desnacionalizador. Y para colmo con un jefe de la banda que no sólo enhebra mal sus palabras en castellano sino que hasta cuando habla en inglés para agradar a sus patrones se expresa en forma elemental y chapucera.

 El servilismo lingüístico de las clases sociales latinoamericanas más acomodadas es otro ingrediente riesgoso. El autoritarismo que se les quedó pegado; la prédica del pésimo periodismo y la telebasura que infecta conciencias y formatea a los votantes para que se disparen en los pies, es lo que se llama, en general, neocolonización.

Puede parecer exótico, en la emergencia social que vivimos, reflexionar acerca de la lengua que hablamos. Pero es la nuestra, y es la más genuina y veraz manera de comunicarnos, entendernos y ser.

Es urgente una reeducación en el idioma que hablamos, sobre todo para no deslenguarnos. Hablar bien en nuestra lengua, con propiedad y corrección, es el camino más seguro para pensar mejor. Y pensar mejor es la vía más segura para obrar mejor. De hecho, pueblo que pierde su lengua, lo pierde todo. Vean Filipinas. Y vean la conmovedora resistencia puertorriqueña. En esos contextos la educación es fundamental.

Hace poco señalé, en el Congreso de la Lengua en Córdoba, cómo hace años el cuento de la llamada “globalización” que produjo el retorno de una España empresarialmente más agresiva y racista, nos afectó también y mucho en materia lingüística. El empobrecimiento y desnaturalización del idioma, hoy enfermo de groserías y alusiones machistas, más la incorporación a mansalva de vocablos tecnológicos, anglicismos innecesarios y mucho más, aunque no sea fácil advertirlo, han producido y producen daños por goteo en nuestra identidad nacional.

 No somos pocos los que creemos urgente una educación que fortalezca el idioma que hablamos, sobre todo para no deslenguarnos. Hablar bien, con propiedad y corrección, es el camino seguro para pensar mejor. Y pensar mejor es la vía segura para obrar mejor. De hecho, pueblo que pierde su lengua, lo está perdiendo todo. No es un asunto baladí, como suelen pensar algunas dirigencias. Que no saben lo que dicen.