El títere es divertido. Un juguete ancestral que no pierde vigencia. Una reminiscencia animista, levemente perturbadora, habita en su atracción ¿En dónde reside lo gracioso de ese humanoide de madera o trapo? Sobre todo en sus movimientos torpes. En la espontánea hilaridad que produce una caída, un golpe o un movimiento desajustado a la norma, quebrado. Incluso no es graciosa per se su falta de autonomía, sino el gesto grotesco de simular tenerla. Parecerse a un sujeto autónomo pero no serlo.

Títere se usa también como metáfora. Lo mismo que monigote, marioneta. Indican que alguien no sólo no es genuino sino que es manejado por alguna otra persona, desde arriba. La “inautenticidad” del títere (metafórico o no) refiere a tener las manos, la cabeza, los pies atados. Incluso, contemporáneamente, de forma explícita. Los hilos están expuestos. Lo que se entronca con la progresía titiritera, donde el que maneja al muñeco está visible. Configurando una puesta en donde ambos entes (títere/titiritero) salen a escena. Sin aparentes ocultamientos. En el mundo-títere neoliberal la mediación esta demodé, tal el universo de transparencia (también) progresista en el que hoy vive.

¿Hay acaso formas de resistencias del títere? O por el contrario, solo resta sentirse a gusto, y pugnar por ser el mejor títere no autónomo que se haya visto, evidenciando hilos, ataduras, sumisiones y replicaciones miméticas. Anhelando solo que se los deje formar parte de un juego en el que se los requiere para ese rol: el hazme reír. El títere, por otro lado, en su universo/títere ve títeres por todos lados. Cree que todos, como él, son títeres. No le es concebible un otro tipo de vínculo. 

Confundir titiritero con conductor/a es propio del titiretazgo neoliberal. El pensamiento liberal de raíz crítica (el sujeto está sujetado) devino apotegma pro individualista (sujeción infinita, autoinflingida). Sólo, en la más sola de las soledades, puedo liberarme de las ataduras siempre opresivas de la sociedad. Y de paso ser feliz. Y como esto no es posible, no quedará más que seguir al que me habla a mí/de mí (Big data mediante), de mis deseos (matar al otro), y por allí ir: titiretazgo hipervisible/ autocelebrado. El mercado es la abstracción titiritezca por excelencia: el mercado está triste, el mercado está desconfiado, hay que cuidarlo, alimentarlo, de él (de)pende mi vida, lo de todos.

Un ideario eurocéntrico (del sujeto liberado del títere malo, al sujeto indolente a una titireidad transparente) que poco tiene que ver con las formas de sujeción/liberación “periféricas”. Donde el vínculo conductor/conducido, de raigambre caudillesca, expresa las formas de lo heterogéneo, plagado de intercambios de mutua constitución. Basándose en el tándem a su vez lábil, enchastrado de la lealtad/traición como configuración de su universo político. Donde nada prefijado lo sella. Donde todo es herencia e invención.

Pero los títeres post-soberanos qué saben de esto. Leales a sus estereotipos, a su idea fija/objetualizada del otro, para ellos, títere y titiritero no tienen nada que inventar en su vínculo: está todo dicho, siempre fue así, es la palabra de dios/mercado/patrón.+

Celebrar ser títere, que se vean demasiado los hilos, mostrarlos alegremente, como mínimo, saca la gracia a tan noble juguete. Así como la abjuración de toda trama escenográfica (yo no soy títere de nadie, grita el impoluto). En la potencial resistencia del títere al movimiento al que se lo obliga, no solo está lo intrínsecamente atractivo, sino que habita otra metáfora: la de imaginar una rebelión de los títeres, entreverada y vital,  dándose al designio libertador de un circunstancial Super Hijitus o un Patoruzú, poderosos, solo en, y alentados por, la gesta titiritera.

* Sociólogo. Profesor de Comunicación e Imagen (Unpaz) y Sociología de la Imagen y del Arte (UBA).