“Otra cosa que hacían era sacarnos a cenar. De pronto llegaba un guardia y decía ‘acomódense para salir a cenar’. No había mucho para acomodarse (…) pero quien tenía una pinturita se la prestaba a la otra y así. Eso formaba parte del Proceso de Recuperación para convertirnos en ‘señoras’” contó una sobreviviente en uno de los juicios de la causa Esma. “El hecho de ser desnudadas nos ocurría a todas”, afirmó otra. “Las mujeres éramos su botín de guerra. Nuestros cuerpos fueron considerados como botín de guerra”, enfatizó otra militante, secuestrada entre 1976 y 1978. “Por supuesto no intervenía ningún tipo de decisión ni voluntad. Ellos eran dueños de nuestra palabra, de nuestra voluntad y ni digo nuestra alma, porque al alma no nos la robaron, pero muchas veces, de nuestros pensamientos también”, contó una sobreviviente más, en 2014.

“Creo que lo más perverso que ocurrió  –y recién ahora después de muchos años hay mujeres que están reflexionando y lo están denunciando– es que todas y cada una de las que pasamos por la Escuela de Mecánica de la Armada fuimos víctimas de acoso sexual, y muchas fueron abusadas sexualmente y violadas”, le dijo al tribunal otra de las cientos de mujeres que dieron testimonio a lo largo de las distintas instancias que conforman la megacausa Esma.

Estas palabras, reproducidas en paneles, forman parte de la muestra temporaria Ser mujeres en la Esma (testimonios para volver a mirar), que se puede ver hasta el 18 de agosto en el Museo Sitio de la Memoria Esma. Sobre la base de testimonios de las sobrevivientes en cada etapa de los juicios por crímenes de lesa humanidad, esta muestra narra y denuncia abusos, violaciones y las múltiples y complejas formas de violencia ejercidas sobre ellas en tanto mujeres por el Grupo de Tareas 3.3.2. Lo singular, además, es que la muestra dialoga con nuevas sensibilidades que despiertan los movimientos de mujeres actuales: es la primera vez que el museo incluye esta mirada como marca institucional. Así, pasado y presente se resignifican, crean una trama porosa de saberes compartidos que abre nuevas posibilidades de diálogo, encuentro y reparación.

“Con el intento de generar un cruce generacional, la muestra retoma ejes de las consignas del movimiento de mujeres como ‘Lo personal es político’, ‘Vivas nos queremos’ y el concepto de sororidad, para revisar las diversas dimensiones de la violencia, las estrategias de supervivencia a las que apelaron las mujeres de acuerdo a las épocas y las dificultades del proceso de justicia para reconocerlas y juzgarlas”, cuenta Alejandra Dandan, curadora de esta muestra que comenzó a ser pensada hace un año y medio atrás y que contó con un trabajo en equipo de todxs lxs integrantes del museo junto a historiadorxs, sociólogxs, trabajadorxs del ámbito judicial, artistas y sorbrevivientes.

“Por otro lado, como  señaló Pilar Calveiro en algunas conversaciones que tuvimos, varones y mujeres entraban por la misma puerta. Es decir, no había secuestros por un tema de género sino por una decisión de reprimir y asesinar militantes del campo popular. Pero aunque todxs entraban por el mismo lugar, sí es cierto que una vez secuestradxs, ciertos tormentos tenían características diferenciadas”, aclara la curadora.

La muestra incluye intervenciones en los paneles de la exhibición permanente en distintos puntos del museo. Quien haya visitado este lugar, sabrá que en esos paneles hay información escrita sobre lo ocurrido en la Esma contada con el genérico masculino. La intervención consiste en visibilizar a las mujeres a través de marcas sintácticas específicas. Así, ya no se trata de lo que les ocurría a ellos sino también, a ellas. Todo esto se pone en diálogo con fotos y videos que documentan las marchas que nos han devuelto a las calles en los últimos años.

“Desde que el museo se inauguró en 2015, empezamos a recibir visitas de grupos de mujeres que ya señalaban la necesidad de incorporar una mirada de género en el guión curatorial permanente porque, obviamente, no sólo se trata de una marca en el lenguaje sino de una concepción profunda. Así que mientras en la calle subía la efervescencia feminista, adentro de la institución también advertíamos la necesidad de revisarnos”, cuenta Alejandra Naftal, directora del Museo. Por estos días, la funcionaria participa de un encuentro de museos de memoria en Madrid, donde, según relata, los aportes feministas empiezan a ser centrales para la actualización de estos debates. “Se trata de encontrar aquellos dilemas del presente que interpelen el pasado y generar un puente generacional entre militantes de los setenta y de ahora”, agrega.

Durante la inauguración de la muestra, en marzo pasado, cientos de mujeres de todas las edades con pañuelos verdes acompañaron los recorridos y los conversatorios (es decir, espacios de encuentro y debate) de los que participaron, entre otras, las investigadoras Elizabeth Jelin del Conicet, la semiótica Patrizia Violi de la Universidad de Bologna, la académica estadounidense Barbara Sutton y Carolina Varsky, coordinadora de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad del Ministerio Público Fiscal.

Hace pocos días, se realizó un nuevo recorrido ya que la muestra fue declarada de interés por la Legislatura porteña gracias a una iniciativa de la diputada Victoria Montenegro. De este reencuentro participaron, entre otras, Edurne Cárdenas y Sol Hourcade, abogadas del Centro de Estudios Legales y Sociales (el CELS ha tenido un gran protagonismo en torno a las querellas de los juicios) y Ana Bellati, presidenta del Centro de Estudiantes del colegio Carlos Pellegrini.

Esta enumeración da cuenta de las interseccionalidades de generaciones y miradas políticas que se habilitan a partir de Ser mujeres en la Esma, cuyo otro antecedente tiene que ver con un homenaje que se le realizó a las mujeres trabajadoras en marzo de 2018 a través de Matilde Itzigsohn. Ella se desempeñaba como programadora de IBM en Astilleros Río Santiago; fue secuestrada en 1977 por el grupo de tareas de la Esma y desaparecida desde entonces. Para recordarla estuvieron sus hijas, Lucía y Maine. También, la doctora en historia e investigadora Victoria Basualdo, que viene indagando en profundidad el vínculo entre trabajadorxs y dictadura como coordinadora del programa “Estudios del trabajo, movimiento sindical y organización industrial”, de Flacso.

“Ese homenaje representó un punto de encuentro que conjugó dos fechas: el 8 de marzo y el 24 de marzo. Fue una posibilidad, además, de visibilizar los cruces entre clase y género ya que Matilde Itzigsohn fue una gran defensora de quienes ejercían tareas dentro y fuera del hogar en sectores populares”, explica Basualdo, quien además fue testigo de contexto en la causa Ford por delitos de lesa humanidad contra trabajadorxs de esa empresa en su planta de General Pacheco.

“En la causa Ford, hablaron las familias de las 24 víctimas de la causa; es decir, esposas e hijxs. Fueron testimonios conmovedores porque sirvieron para ver el impacto de la represión no solo en el espacio laboral y en las instancias de organización sino también, su extensión en la vida comunitaria y doméstica”, cuenta la académica. Fueron las mujeres de los operarios quienes iniciaron la búsqueda de sus familiares y maridos, quienes fueron objetos de requisas y vejaciones en comisarías y quienes debieron sostener sus hogares mientras tanto. De todo esto hablaron durante un encuentro que se realizó en mayo en el Centro Cultural Haroldo Conti, que también funciona en el predio de la ex Esma.

Graciela García Romero también participó activamente de los debates que se sintetizaron en la muestra. García estuvo secuestrada en la Esma entre octubre de 1976 y diciembre de 1978. En 2008 inició una causa por violación contra uno de los represores, que aún está a la espera de sentencia. “Las violaciones fueron parte de una estrategia de dominación y sabemos por buena fuente que en su momento, hubo una directiva de avanzar sexualmente sobre los presas como plan de exterminio. Fue un mensaje para nosotras, antes que nada. Me refiero a las mujeres guerrilleras, las primeras del siglo XX que cuestionamos el poder de manera organizada y en consecuencia, los arquetipos de femineidad imperantes”, enfatiza.

Los delitos sexuales también fueron un mensaje para los varones presos, para los compañeros militantes que estaban afuera, para las familias que esperaban alguna noticia: “Cuando salimos de ahí, éramos como bombas de tiempo: nadie se nos acercaba. En ese momento, la sociedad en general y la militancia nos hicieron responsables a las víctimas de lo que había sucedido. Hicimos un camino muy duro para llegar al día de hoy, para sacarnos de encima ese estigma”. Subraya García Romero, además, la importancia de que las sobrevivientes de todos los campos de concentración denuncien los abusos y violaciones: “Esta época abrió un canal de diálogo entre aquellas guerrilleras que fuimos y las compañeras que luchan en estos días. Es necesario ampliar nuestra conciencia de género a través de ese diálogo. Entender que fuimos víctimas y que si bien doblegaron nuestros cuerpos, seguimos acá. Denunciar es un acto de valentía por las que seguimos vivas y también, por las que ya no están”.

Los abusos contra mujeres secuestradas constituyen un entramado complejo que involucra la palabra no escuchada, la vergüenza íntima, la indiferencia (la negación) social, e incluso, la culpabilidad que sintieron (sienten) muchas mujeres por la sencilla razón de haber sobrevivido. Para empezar a transitar este camino, fue esencial la reapertura de los juicios de lesa humanidad en 2006. Y en ese contexto, el papel que desplegaron abogadxs querellantes de lesa humanidad y fiscales que transformaron su escucha para que aquello que se diluía en el relato de otros horrores pueda ser puesto en foco. No es un dato menor que estos equipos jurídicos estén formados por varias personas nacidas en los setenta, hijxs biológicxs y/o políticxs de la generación desaparecida.

Las violaciones sexuales, los abusos, los tocamientos, la exposición a la desnudez y los abortos forzados fueron prácticas extendidas en todo el país durante el terrorismo de Estado. Sin embargo, durante el juicio a las Juntas de 1985, la Justicia consideró las violaciones como parte integral de los tormentos. Recién con la reapertura de los juicios, la dimensión de género comenzó a ingresar lentamente a las salas de audiencia. Según los registros de la Procuraduría de Crímenes contra la Humanidad del Ministerio Público Fiscal, hasta el 30 de junio de este año, hay 226 sentencias pero solo 27 identifican los delitos sexuales de manera autónoma. Es decir, apenas el 12 por ciento. Además fueron condenadas 915 personas por crímenes de lesa humanidad. Sólo 94 de ellas fueron responsabilizadas por delitos sexuales.

En el contexto de la causa Esma, el juez Sergio Torres declaró a los sometimientos sexuales en ese centro clandestino como prácticas sistemáticas llevadas a cabo por el Estado dentro del plan clandestino de represión y exterminio. Pero no fue suficiente: pese a las numerosas denuncias y hechos vertidos en cada uno de los juicios, aún no hay condenados por delitos sexuales para los integrantes del grupo de tareas de la Esma.

“Ese es un gran asunto pendiente que tiene la justicia”, afirma Miriam Lewin, secuestrada desde marzo de 1978 a enero de 1979. “Muchas de las mujeres que se atrevieron a testimoniar no encontraron una escucha, no solo en los ochenta sino tampoco de manera más reciente. Algunos funcionarios judiciales debieron ser reconvenidos por sus superiores cuando hicieron alguna observación humorística o con doble sentido frente a las denuncias que las mujeres hacían con dolor, culpa, vergüenza. Y es que cuando son denunciadas, estas cuestiones tiene una doble estigmatización, como explica Ana Longoni en su libro Traiciones: los sobrevivientes varones eran sospechosos de haber delatado para salvar su vida y las mujeres, de esto y de haber tenido sexo con sus captores con consentimiento”, continúa. Y agrega: “Lo cierto es que nunca se puede hablar de consentimiento en un campo de concentración. Ni siquiera cuando una mujer es presuntamente liberada pero sigue bajo control de sus captores, como ocurrió en la Argentina dictatorial”.

Lewin considera que la muestra es un acto de reparación. “Yo creo que el feminismo entró en la Esma para no irse nunca más. Lo afirmo ante la visión de tantas chicas de pañuelo verde, de colegios secundarios, que pasaron por la muestra y participaron de diversos conversatorios. Ser mujeres en la Esma es un puntapié inicial para profundizar estas cuestiones y relacionarlas no sólo con lo que pasó en allí sino también con todos los lugares y los contextos pasados y presentes, donde los varones continúan tomando el cuerpo de las mujeres como campo de batalla”.