El lugar elegido para la entrevista se llama Café Murillo. Está ubicado a una cuadra de Las Violetas, sobre la calle Rivadavia, y este domingo se encuentra repleto de gente que habla a los gritos, come sus masitas con café o chocolatada, y mira los televisores de plasma. Es gente de clase media de Almagro, en horarios no laborales, que aprovechan para salirse del frío antes de iniciar la semana. La dramaturga y directora Lucía Seles espera junto a Pablo Ragoni, productor de las obras La casa de Alba Torrens 16 y thePallMallTwins, al mismo tiempo que mentor y actor fetiche, y aprovecha para decir que es su bar favorito. Señala a la gente, las columnas, los largos ventanales, las mesas cubiertas por manteles rosados y negros. “Siento como si estuviera en una reunión con emperadores” dice “o en una fiesta de quince, mirá lo que es toda esa gente hablando junta. Es hermosa”.

Ahora, esa misma imagen de gente corriente, bajo la mirada de Lucía Seles, cambia por completo. Ya no es un café típico de la calle Rivadavia por la tarde sino otra cosa; parece sin necesidad de desaparecer o de transformarse. Algo similar ocurre con la propia Lucía Seles, que una década y media atrás se llamó Rocío Fernándes y fue, durante tres años de intensa actividad, una reconocida directora de cine. Sin embargo, cuando Pablo Ragoni lo menciona por su nombre, usa el que está en el documento de Lucía: Diego Fernández. Escritor de varias novelas, músico multifacético y también en cierto modo director de cine y de teatro. Diego Fernández tiene varios heterónimos, entonces, aunque según él ya no. Rocío Fernándes no existe más y ahora todo lo hace Lucia Seles. Dice varias veces que él es mujer: se autopercibe como poeta chilena, de Valparaíso. Y lo dice sin necesidad de travestirse. El, dice, como artista, es mujer. Y como artista, es una grafómana. 

¿Cómo escribe Lucía Seles (o Rocío Fernándes o Diego Fernández)? Con una mezcla voraz de registros. Su poesía se monta sobre un spanglish sincrético, que transforma en lenguaje todo lo que observa. Los paisajes del suburbio son las imágenes más recurrentes: estaciones de trenes vacías, enormes confiterías como Pertutti, supermercados de mayoristas, negocios perdidos en los distintos escalafones urbanos antes de convertirse en campo. Esas son las imágenes en las que Diego Fernández se apoya para montar el aparato de sus desopilantes historias: una campera puede convertirse en un motor de una historia de amor, un figurita te lleva a un mundo inesperado.

Hubo un tiempo en el que Diego Fernández dejó de escribir y de filmar, o al menos, no lo mostró, porque nada parece indicar que haya dejado alguna vez de escribir en esas pequeñas libretas que ahora pone sobre la mesa. Libretitas con una letra microscópica, cronometradas en tiempos de práctica, frases que recopila de la calle, horas y horas entregadas al estudio de la música. 

Lucía Seles cada tanto ríe y mueve la cabeza varias veces. Sí, de pronto, decidió volver a filmar, dice.

QUÉ IMPORTA QUIÉN HABLA

La pregunta por su origen como cineasta incomoda a Lucía. Si estudió cine o no (internet dice que pasó por el CIEVIC), si quería ser una directora de cine o si su libido estaba puesta en el estudio riguroso aunque problemático de la música, es algo que no va a aclarar cuando se le insista con la pregunta. Según ella no hay otro origen que un gusto desquiciado por las películas que miraba de joven. De haber un origen, dice, tendría que recortar su obra en distintas partes, y eso la llevaría a un nivel de angustia muy alto. Pero, si de rigor se trata, habría uno: en el Festival de Mar del Plata del año 2006. Allí, Lucía se llamaba Rocío Fernándes.Estrenaba su primera película titulada mujer sin n destino en la vieja sección Vitrina Argentina, donde obtuvo el premio a mejor director y mejor película. La selección había estado a cargo de Diego Trerotola. Y era una selección bastante arriesgada.

Arriesgada porque la película de Rocío venía a romper con todo tipo de convenciones. Al establecido Nuevo Cine Argentino, con su pureza formal registrada en un impecable 35 milímetros, Rocío grababa en Mini DV, un formato típicamente home, que venía a reemplazar al viejo VHS. Contra el naturalismo, las historias rurales de paisajes abiertos, los planos largos y los personajes silenciosos, Rocío imponía una narrativa pop, neurótica y muy urbana; eran historias habladas, con frases sobreimpresas, editadas con intuición y desconcierto, con cortes extraños y sin ningún tapujo para utilizar materiales diversos. Eran películas libres.

La premisa era bien anti NCA: una chica se enamoraba de un chico e iniciaba así un largo periplo para conseguir una campera. La chica no era otra que Rocío Fernándes, interpretado por Diego Fernández, cuyo despliegue actoral era un torrente de palabras; un uso del monologo y del susurro que, por aquellos años, le valieron la fácil comparación con Woody Allen. Quienes hacían su aparición en la películas eran más bien no actores. Gente que venía de las artes plásticas, de la poesía, de circuitos un poco ajenos al mundo del cine (Cecilia Sosa tenía un papel). La película creó un pequeño revuelo en Mar del Plata. El escritor Daniel Link, que por esos años llevaba una columna en el diario del festival, publicó una nota titulada: “Qué importa quién habla”: “En tiempos en los cuales el subjetivismo en el arte ha sido puesto en etredicho por los sectores de poder cultural, la apuesta de mujer sin n destino agregará argumentos al debate y aunque más no fuera por eso, se trata de una película cuya circulación no se puede dejar de celebrar”.

Resultó que Rocío Fernándes tenía otra película hecha (en donde actuaba la escritora Fernanda García Lao), y al año siguiente, en el mismo Festival de Mar del Plata, estrenó una tercera: Dumbo.4 que obtuvo el premio a mejor director. Pablo Ragoni hizo el protagónico y obtuvo un premio a Mejor Actor. Allí, Rocío depuraba su estilo godardiano (aunque ahora reniegue un poco de esa comparación); un trabajo obsesivo y arbitrario con el montaje, situaciones desplegadas hacia zonas narrativas impensadas, y una de las premisas más arbitrarias del cine argentino que por alguna razón funcionaba con una lógica de lo urgente y lo desbocado: una figurita del elefante Dumbo llevaba al personaje principal a un periplo por el sur.     

“¿Qué política del vivir juntos se podría sostener?” escribió Daniel Link. La pregunta pasaba por una lógica de la amistad. A las películas aquejadas con personajes solitarios del Nuevo Cine Argentino, el mundo de Rocío Fernándes era un mundo de vínculos veloces y de experiencias erráticas. De frases disparadas a la pantalla como si se tratara de un lienzo plástico; pocos directores usaban las herramientas del cine de un modo tan expresivo. Rocío entonces filmó una serie y un documental sobre Valparaíso, y en el año 2008, no tocó nunca más una cámara. O una computadora para editar.

DIRIGIR EN ESCENA

Pasó, cuenta Diego, que hace no mucho su amigo el Ruso lo acompañó junto con su madre a Garbarino para comprar una computadora. Y fue, dice, como recuperar el infinito. ¿Qué pasó entre su última película y este regreso impensado? Poco dice. Pablo Ragoni, sentado a su lado, llena algunos baches: Diego Fernández dejó atrás su heterónimo de cineasta y se sumergió en el estudio del bandoneón y de la guitarra, formó un dúo de tangos y dio vueltas varias veces por Europa y por Rusia. 

Hasta que en el 2018 Pablo Ragoni lo llamó por teléfono (de línea, ya que Diego no tenía celular aún), con la idea de hacer un documental sobre aquella época dorada de sus películas. Pablo dirige junto con la actriz Laura Nevole un espacio teatral llamado Habitar Gómez. La idea era filmarlo a Diego/Rocío en el proceso de hacer una nueva película y recuperar la historia de su cine perdido en la deep web de los blogs. Diego/Rocío le dobló la apuesta: por un lado, le permitía hacer un documental sobre su persona y su obra, pero con la condición de que él no apareciera en cámara. Y por otro lado, le propuso hacer dos películas. 

“Me entusiasmé con la idea de volver a filmar” dice Diego, ahora llamado Lucía Seles “yo había hecho una serie de animación con mis muñecos de la infancia, y tenía algunas ideas para volver a filmar. Gracias a que él armó todo, pude volver a filmar. Todo es el elenco, el teatro; puso el hombro en todo sin hacer preguntas. Con fe ciega. Yo llegué un viernes de Rusia, y sábado y domingo hicimos la película.” Pablo convocó a un elenco de actores, entre los que se encuentran Laura Nevole, Natalia Miranda, Claudio Mattos y Sofía Brihet. En dos días, Diego/Lucía ya tenía una de las tres películas que tenía en mente.

Diego/Lucía dice que no espera las condiciones, no hay que esperar ningún tipo de condiciones. Si se quiere hacer una película, se la hace. Si se quiere escribir un libro, se lo escribe. Y con ese mismo ímpetu desbordado, los rodajes se convirtieron en dos obras de teatro, con un sistema de actuación que Pablo Ragoni también tenía en la cabeza. “La obra es como una escaleta de acciones” dice Pablo “que se van explicando en escena, y una vez que se arma la expectativa de la escena, se desarma”. Diego se entusiasma con la descripción: “Es tener fe en la expectativa, sí, y no en lo que vaya a pasar. A la vez todo es adaptado y sin ninguna frialdad teatral. Yo odio a los dramaturgos fríos.” 

Llamó a la obra La casa de Alba Torrens 16. Los cinco actores se juntan una hora antes de salir a escena, y Diego/Lucía trae el texto corregido, con anotaciones y un poco modificado. Pablo en la escena es Javier, un director de teatro que intenta canalizar un poco las ideas dramáticas que tiene Selena Prat (interpretado por Diego/Lucía, en otro de sus heterónimos), mientras los actores, papeles en mano, van construyendo un universo plagado de cartones de psicofármacos, cochecitos de la infancia, canciones chilenas y boleros, un set de luces muy precario que se arma y se desarma sobre el escenario. 

Las indicaciones, según Pablo, son difíciles de entender hasta que en un momento arman sistema. Por ejemplo: “Hay dos teclas”, dice Diego/Lucía: “Chopin y el dolor, no hay que salirse de eso”. O bien, pensarse en escena como “un trabajador de raudales, esos que están ahí y trabajan sin moverse”. Otra: “Pensarse como músico dice siempre Diego,” dice ahora Pablo y se corrige: dice siempre Lucía. “En ese metié, tenés la situación, y salís, pero no a improvisar, sino a interpretar lo que hay en un papel”. Es la misma mecánica que Diego/Lucía usa para hacer sus películas: se genera ahí mismo con una fe en el montaje. No es una improvisación sino que roza el imaginario de las cosas. Tampoco es una lectura performática porque los actores se mueven y actúan; establecen un pacto de representación. “Convive con nosotros esa frescura del texto que Diego prepara y modifica” dice Pablo. “El material necesita que se actualice ahí, en la escena. Los personajes existen y tienen una carnadura.” 

La obra se estrenó en Espacio Casa (ex Estudio Los Vidrios) y, a pesar de todo pronóstico y todo miedo al derrumbe total, funcionó tan bien que decidieron reponerla. Obviamente, Diego/Lucía duplicó la apuesta; a los mismos personajes ahora los vuelve a subir a escena en otra obra llamada ThePallMallTwins, una fábula desopilante que involucra en la misma operación al manager de Roberto Carlos, el paisaje de Valparaíso y un restaurante en donde “lastimosamente” hubo un suicidio. A pesar del tiempo, las premisas son las mismas que las de las viejas películas de Rocío Fernandes: una “fe ciega” en la sorpresa espiralada de la acción y una felicidad radiante por los diálogos y las reacciones que funcionan como una oda al desvío esquizo de la amistad, como una forma posible de habitar en comunidad.u