El rostro consternado del presidente dice y calla. Lo que dice no es solo a través del lenguaje protocolar de gestos y ceremonias para la despedida de un expresidente en el día de la Independencia. Lo que calla no es únicamente lo inconfesable de un episodio que realza la imagen última del helicóptero elevándose sobre la Casa Rosada rodeada por el humo, el fuego, el estado de sitio y las decenas de muertos. El fin de una época. Y el inicio de otra. Ese cadáver que Macri tenía enfrente era capaz de condensar el sentido inaugural del proceso que lo llevó a la presidencia. El antecedente inmediato y, a la vez, la frustración de la que abrevó para construir la herramienta política que le permitió saltar de Boca a la CABA y de la CABA a la Nación.

El fin de ese hombre que ahora yacía muerto ante sus ojos, fue el fin de un ciclo que tuvo como referencia empresarial a su padre, al que despidió hace pocos meses. Dos velatorios como sumario de una irrupción: la de Mauricio, gerente político de un nuevo empresariado bio-fin-tech dispuesto a quedarse con el siglo XXI. Pero las imágenes engendran su propia paradoja: son una estampa de lo ido, aunque pueden ser, al mismo tiempo, un anticipo del porvenir.

Yacían ahí los restos de un presidente de la democracia. ¿De cuál? De ésta, la que tenemos y supimos conseguir. Un tipo que pasó los últimos años reprochando en entrevistas televisivas a los que lo ungieron para luego dejarlo caer como único responsable de la catástrofe. Pero no de cualquier catástrofe. Tal vez, del primer gran chasco del establishment desde el '83. De la Rúa fue la encarnación de un sueño posible: un país de Primer Mundo comandado por dirigentes republicanos y de honestidad ejemplar. Mantener la Convertibilidad ahorrándose la presencia del peronismo. Y para eso era necesario el acuerdo con una de sus partes, la perdonable. Por entonces, el ala progresista detrás de la figura de Chacho Álvarez. Esa expectativa fatua de la Argentina Moderna sin la ostentación grosera del menemismo duró poco. No pasó un año para que el vicepresidente huyera espantado por la Banelco. Y si la reforma laboral que vehiculizaban los sobornos es el objetivo postergado del presente, la corrupción emerge como la pesadilla eterna.

Pero no es únicamente el De la Rúa del '99 el que era velado. Era además el primer jefe de Gobierno porteño, un cordobés. Un antecedente desparejo de la combinación que en 2015 produjo otro acontecimiento inédito: la llegada al poder a través de los votos de la élite financiera, esta vez con un representante directo del nuevo empresariado surgido tras la crisis. La concreción de una posibilidad que muchos interpretaron, a su vez, como única e irrepetible. Y que actualmente debate su futuro tras la reedición despeluchada de una figura que sobrevoló el Congreso la tarde del 9 de julio: el acuerdo entre cúpulas partidarias, empresariales y sindicales, para un país con sindicatos aplastados, un peronismo domesticado y una vía de inserción en el mundo en sintonía con los imperativos occidentales. Si De la Rúa se elevó a mandatario de la ciudad capital como un producto del Pacto de Olivos, ese momento de conciliación entre grandes partidos que suponía afirmar una base democrática incuestionable, pudo serlo porque traía con él una herencia.

Cuando en 1973, con un país casi con pleno empleo y un alto grado de desarrollo industrial, el joven dirigente radical balbinista venció en las legislativas a Marcelo Sánchez Sorondo, un exponente del nacionalismo que por entonces se vinculaba a la Tendencia, se revitalizaba la esperanza del radicalismo decepcionado tras los intentos del Gran Acuerdo Nacional, enhebrado a través del ministro del Interior de la dictadura de Lanusse, el radical Arturo Mor Roig, y la precipitación de La Hora del Pueblo, desde dónde Balbín procuró componer un marco de concordancia con Perón. La democracia occidental y cristiana podía confiar en una versión moderada, de política profesional y con mejor entendimiento con las fuerzas vivas que sus adversarios internos de la línea Renovación y Cambio, singularizados en Raúl Alfonsín. Pero esa ilusión duró demasiado poco, apenas unos meses, hasta que en septiembre el retorno de Perón a la Argentina se consumó en el triunfo electoral con más del 60% de los votos. De la Rúa era el candidato a vice de Balbín, que sacó 24% de los votos. En adelante, fueron otros los enfrentamientos que cobraron protagonismo y el radicalismo jugó un rol de abonado al golpe en ciernes. La imposibilidad del poder conjurada con el reclamo a los cuarteles, lo que hoy podría derivarse en las consultas a las filiales locales de las multinacionales y los fondos de inversión.

Ese De la Rúa por el que Macri veló fue también uno de los que cuidó criteriosamente su prestigio adquirido durante las jornadas del '89, cuando el establishment ejecutó el primer zarpazo sobre el orden institucional democrático, conmovido con los levantamientos carapintadas y resquebrajado tras las concesiones de Alfonsín, su adversario permanente, que cortaron de cuajo las perspectivas de la Lista 3 y el Tercer Movimiento Histórico. Lo que vino fue la democracia de mercado sostenida en el consumo popular favorecido por la Convertibilidad, esa fantasmagoría de la que el propio De la Rúa se agarró para la campaña presidencial. Una promesa de continuidad ante las alarmas de inviabilidad que sonaban desde el duhaldismo. Una garantía de orden ante la amenaza de territorios plebeyos y realismo. Lo absolutamente indeseable para un país que solo admitía el fin de la exuberancia y la corrupción desvergonzada. Entonces sí, llegó el 2001.

Macri despidió un proyecto frustrado que buscó revivir hasta el último minuto, cuando debió recurrir a los buenos oficios de Miguel Pichetto y su presunción de peronismo para calmar a los mercados. Ante él se iba el último de los elegidos, el mayor de los derrotados. Enfermo y abandonado. Un futuro demasiado sugestivo. Quizás en eso radique la hondura de la angustia en el rostro presidencial, que no es la angustia de los patriotas independentistas, sino la liviandad triste que arrastra una certeza intragable. La que afirma que, en la Argentina, en estas condiciones, no es posible gobernar sin el peronismo. Y lo que subyace a esa afirmación: que el país sin trabajadores, de puros emprendedores y transacciones cristalinas, de reproducción financiera prolongada al infinito e incursión global como parte del mundo occidental, no es tan sencillo como los planes de Durán Barba lo preveían. No alcanza con el optimismo destructivo. También hay resistencia, rivalidades internas y circunstancias imponderables. Y en ese trance, a uno se le puede ir la vida. Porque el velatorio confirma la implacabilidad de la muerte. Y que las cosas, en definitiva, pueden no salir como se lo deseaba.

 

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