En la década de 1990, Bernhard Schlink deslumbró al mundo con El lector, traducida a más de treinta idiomas y escrita en una prosa engañosamente simple y fácil de leer con un fondo casi insondable. Olga, su último libro, tiene la misma fuerza y repite el paralelo entre una historia de personajes “comunes” y la Historia de Alemania durante el siglo xx. La diferencia principal entre los dos libros es que ahora el autor presenta esas dos líneas dentro de una estructura arquitectónica espléndida que hace pie en la multiplicidad de voces pero sigue afirmándose única, casi como si aquel narrador en primera persona se hubiera convertido hoy en un coro sin perder su claridad de palabra. El título parece definir la novela como una de esas descripciones psicológicas de un único individuo que fueron el comienzo de la novela europea burguesa, pero en Schlink, lo individual siempre se combina con lo político y social, en este caso con la terrible Historia alemana del siglo pasado.

El autor cuenta en tres voces que en realidad son una. La primera parte parece dominada por un narrador en tercera persona; la segunda es la voz de Ferdinand, un chico que conoce a Olga cuando ella va a trabajar como doméstica a la casa de su familia; en la tercera, la primera persona es Olga misma, su voz en las cartas perdidas que escribiera a su amado Herbert. Uno de los grandes aciertos del libro es que esas tres voces son diferentes, pero en realidad son una, y todas ellas se unen a través del último párrafo de cada parte, que traza un puente entre una y la otra.

Ferdinand, que es en realidad, el único narrador, no es el único que elige la pluralidad de voces: Olga también desearía haber podido escribir una “historia” en colaboración. En una de las cartas a Herbert, dice que le duele no haber podido hacerlo cuando afirma que “sería bonito recordar juntos sentados en un banco: a ti se te ocurre algo, yo añado algún detalle, entonces se me ocurre algo a mí y tú sigues la historia”. En la novela, esa red de voces que confluyen en una historia doble es un artefacto complejísimo pero nada difícil de seguir, un artefacto que proclama la unidad en la diversidad. Por eso el título “Olga” parece único, un nombre singular, pero, en la lectura, ese nombre se abre hasta incluir a un país completo.

Olga vive toda su vida a uno de los márgenes de la sociedad, un lugar secundario en el que los deseos no se cumplen. Al final del libro, reflexiona con amargura sobre eso: “De todas las cosas que podrían haber sido, no había sucedido ninguna”. Pero eso no significa que ella no llegara a ser lo que quería (por un tiempo, consiguió ser maestra) sino que no se hicieron realidad las relaciones humanas que ella hubiera querido tener con su abuela, con Herbert y con los chicos jóvenes que conoce después. En un calco hiperbólico de Cumbres Borrascosas de Emily Bronte, aquí hay que esperar no una sino dos generaciones para que las relaciones humanas se parezcan en algo a lo que hubieran querido los primeros protagonistas.

La historia de Olga y la Historia de Alemania son unen en dos campos: los símbolos y las reflexiones políticas de los personajes. Como mujer, desde su lugar secundario, Olga ve que todo lo malo surge de una tendencia repetida y fatal a la que ella llama “ambiciones exageradas”. Esas ambiciones llevan a los hombres y al país hacia “la guerra”, “el hielo”, la muerte. Herbert se pierde; Alemania parte del colonialismo y desde ahí sigue corriendo hacia la Gran Guerra, el nazismo y la Segunda Guerra. Según Olga, las tres generaciones con las que ella tiene contacto se pierden por lo mismo y los símbolos de esas “ambiciones” son Bismarck y la canción alemana “¡¡Alemania, por encima de todo!!”, que aparece en varios momentos históricos como marca de orgullo “patriótico”.

Durante casi todo el libro, Olga es un personaje testigo que observa el desastre desde un costado, como también hace Ferdinand, en un juego de espejos. Al final, sin embargo, ella es capaz de actuar en un gesto que la pinta de otra forma. Y es perfectamente consciente del paralelo entre los defectos de los hombres que ama y la Historia alemana. En una carta de 1914, cerca del comienzo de la Gran Guerra, acusa a Herbert por su deseo de ser el primero en llegar a cierta región del Ártico y por sus “fantasías coloniales” y, en la fluida traducción de Carlos Andreu, llama a esos sueños “sandeces”. Después, agrega: “Y ya sé que no son solo cosa tuya. No pasa una sola semana sin que yo lea algo sobre el futuro de Alemania en los océanos, en África y en Asia, el valor de nuestras colonias, la potencia de nuestra flota y nuestros ejércitos y la grandeza del país, como si Alemania fuera un traje que nos hubiera quedado chico y de pronto quisiéramos uno más ancho”.

Esos sueños innecesarios se pagan con muertes, crímenes, miseria; y son, en el lenguaje de Olga, “chiquilinadas rimbobantes, como lo es también la grandeza de Alemania”. Para cualquiera que haya leído El tambor de hojalata de Günter Grass, hay una coincidencia en el diagnóstico: aquí también, Alemania es un país que se niega a crecer y que ya lo está haciendo cuando abre sus colonias en África. La imagen en la que Herbert, en África, ve a los nativos herero muertos a los costados del camino mientras él pasa montado a caballo es la metáfora perfecta de las relaciones de poder que establecieron los europeos con los habitantes originarios de los continentes que conquistaron.

Y estos detalles importan. Aquí, igual que El lector, para contar la vida de una mujer “común”, hace falta contar también la Historia de su país y del planeta, aunque sea una Historia culposa. Y no es que todo sea malo. En el centro de ese universo complejo y terrible, de esa desdicha, hay un sueño que va en sentido contrario al de la destrucción. Paradójicamente, ese sueño aparece en la pasión que siente Olga por los cementerios: ella dice que la tranquilizan porque siente que la muerte iguala y que “uno no tiene miedo de morir” si antes abraza “la realidad de la igualdad entre los seres humanos”.

 

El homenaje que la novela hace a Olga como personaje es también un aplauso a esa igualdad esquiva que ella ama y que sus hombres y su país olvidan cada vez que se dejan llevar por sus “chiquilinadas” trágicas y eligen ser únicos, desafiar a la muerte, abandonar la comunidad humana.