Marta camina por las veredas del barrio de Congreso mientras ensaya los últimos pasos del show del próximo sábado. Tararea la melodía que imagina como su perfecta acompañante y repasa los detalles de la exigente coreografía. La cámara la mira de frente, y sobre el cielo apenas celeste se recorta el pintoresco pompón rojo de su gorro tejido a mano. Lleva enormes anteojos de sol, como los de Sophia Loren en aquellos tiempos de divas y estrellatos. Pero Marta no necesita pasarela ni escenario para ser la diva del espectáculo callejero que sacude la monotonía de la ciudad en sus tardes más grises. Desde hace catorce años vive en la calle, pero sus temporadas de bailarina de varieté y pionera del striptease porteño resuenan en sus bailes citadinos a la vera de una plaza, bajo la mirada atónita de transeúntes y vecinos, involuntarios espectadores de una forma de arte que aspira a la libertad antes que al esplendor. Marta Show, el documental de Malena Moffat y Bruno López, es menos un registro de esa experiencia de arte callejero, de ese hallazgo de un personaje fascinante, que la gestación de un encuentro único allí donde nada parecía esperarse, donde artistas y espectadores conviven en un escenario imaginario, donde los márgenes del sistema parecen haberse ensanchado las baldosas necesarias como para contener a esa fiesta musical.

En Marta Show pasa algo similar a lo que ocurre en Foto Estudio Luisita, la película de Sol Miraglia y Hugo Manso –estrenada hace unos meses- que cuenta la historia de una talentosa fotógrafa del mundo del teatro de revistas, cuya modestia la mantuvo oculta como uno de los secretos del arte gráfico de aquella época. Lo que distingue a ambos documentales es que la entrada de las directoras en la vida de sus personajes abre una puerta olvidada. Sol Miraglia encuentra una fotografía en los archivos de su trabajo y, al seguir esa pista, entra en la vida de Luisita, en el estudio que compartió con su hermana durante años, en ese mundo contenido en recuerdos y masitas de colores, en el té con amigas y las luces del Maipo. Y Malena Moffat también descubre a Marta como una sagaz detective, que espía desde la ventana indiscreta de su casa aquella artista que, con su carro a cuestas y sus gorros extravagantes, baila devota para un público que aún conserva en su memoria. Ambas películas funcionan como el extraño relato de esas amistades inesperadas, como el retrato de un vínculo que resulta tan frágil como indestructible.

Marta recuenta una y otra vez sus pocas pertenencias: una palmera pequeña envuelta con cuidado en una bolsa negra, zapatillas ajadas y cajitas de maquillaje, un vasito de metal, bolsas y más bolsitas. La calle es un territorio hostil que hay que enfrentar con una actitud aguerrida. Por eso Marta es desconfiada de sus ocasionales visitantes, es buena negociadora con las autoridades, es astuta en sus movimientos por ese espacio que domina con la firmeza de una líder nata. Los encuentros con Malena pasan del trato profesional, cuando le encarga un disco de Chet Baker para la banda sonora del show, a la calidez maternal cuando comparten confidencias o meriendas prolongadas, hasta desembocar en esas inevitables disputas que siempre agitan toda relación familiar. Es que Malena se hace parte de la vida de Marta: al hablar de ella también nos cuenta de sus experiencias en talleres de arte con enfermos psiquiátricos, nos muestra los materiales de sus pinturas e instalaciones como Marta explica sus números musicales, discute con su amiga Carolina los vaivenes de esa relación mientras preparan la salsa para los fideos. Al bailar junto a Carolina aferrada a la reja de la plaza, bajo la atenta mirada de Marta, logra saltar esa línea imaginaria que separa la dirección del protagonismo en la escena, convirtiéndose así en un importante personaje de su propia película.

“Nosotros hacemos el show porque nos hace bien. A nosotros y a los que nos ven y nos escuchan. Si yo escucho un buen tema, me saca toda la mufa de encima. ¿O no? Todo lo que está adentro se exterioriza. Entonces la vida resulta ser una ilusión óptica en la que no todos los días vemos las cosas de la misma forma”. Marta reflexiona mientras hace gimnasia, ensaya las rutinas del show y entrena a sus intrépidas bailarinas. En sus charlas se filtran los recuerdos del varieté y los números de striptease casi como imprescindibles consejos que se guardan en la memoria, o que se revisan en un momento de desconcierto. Pero Marta vive el presente: va a la peluquería para conseguir el rubio platinado que va a lucir en la escena, se hace tiempo para ir a votar en tiempo de elecciones, juntar las hojas de los árboles y alimentar a las palomas, conversar con aquellos que forman parte de esa comunidad. La puesta en escena de López y Moffat establece un divertido contrapunto entre el desparpajo de los artistas y la mirada intrigada de los desprevenidos paseantes. Algunos se detienen un instante a curiosear, otros pasan de largo como escapando de lo desconocido. La entrada de los nuevos artistas al show se produce de la misma manera, algunos deambulan ávidos por la vereda, miran expectantes, desfilan tímidos por el fondo del encuadre, hasta que toman el micrófono y ya son parte del espectáculo. Los límites entre el delante y detrás de cámara se diluyen con esa misma irreverencia que hace de los márgenes el centro de la escena.

“Las cosas nunca son como uno las ve a primera vista”, cuenta Moffat. “No siempre la persona supuestamente al margen es infeliz y necesita que la traigamos para este lado. Ese afán de corregir, y de traer para el lado de la mayoría, no me parece sano. Porque no me parece sano cómo va la mayoría”. La película es consciente de que su epicentro es Marta como personaje, lo distintivo de su apariencia, la potencia de su personalidad, el peso de su historia, el hallazgo de su itinerario. Pero nunca se queda en ese límite, nunca se confina a seguirla desde afuera, a observar sus movimientos, a hilvanar un relato que se teje ante su foco. La gran decisión de los directores, sobre todo de Moffat, consiste en descoser la propia hechura de su película, hacerla musical e historia íntima, convertir a los extras en protagonistas, evocar el pasado solo como un presente sin nostalgia ni sentimentalismo, hacer de la amistad una forma de protección, y del show de Marta el oasis al que nos invitan una vez por semana.