Martín Miguel Mortola Oesterheld, uno de los nietos de Héctor Germán Oesterheld, se crió con el amor y la entereza de su abuela Elsa, con el vacío de una familia que le fue arrancada, y con un tesoro que hoy reconstruye en un relato casi cinematográfico, con ojos alucinados de niño. Ese tesoro estaba en el fondo de su casa de infancia en la calle Huergo, en grandes y desordenadas pilas de libros, historietas, apuntes, fotos, hojas y más hojas. Era lo que Elsa había logrado salvar de la casa de Beccar –la de El Eternauta--, después de que arrojaran una bomba de estruendo que quemó parte de esos papeles.

Allí iba a buscar el pequeño Martín, como en un juego, y mientras leía adivinaba señales, pistas de su propia historia. “La obra de mi abuelo unía para mí algo impredecible entre lo que necesitaba de esa familia que no tenía al lado y las pistas que esa misma obra me tiraba, que me hablaba tan cercanamente que no parecían ficción”, advierte el cineasta y artista plástico. “Aparecían todo el tiempo datos familiares, la casa de El Eternauta, un personaje como Germán, que era parecido a mi abuelo pero no era mi abuelo… La sensación fue avanzando y me fue acompañando en esos personajes que todo el tiempo tienen esa voluntad de sobrevivir. Juan Salvo, Mort Cinder, son tipos que vuelven todo del tiempo, con ese deseo de supervivencia que es al mismo tiempo una manera de mantenerse en la aventura. No podía dejar de leerlas como señales de ese pasado que necesitaba entender”, recuerda.

El recuerdo de infancia es, en sí mismo, de aventura, la de un chico que a la hora de la siesta se escapa al fondo a revisar papeles que le abren un mundo de ficción y realidad. Llega hasta con el olor de la humedad. “Muchas de las historias las leí por primera vez ahí, teniendo 7, 8 años. Aparecían junto a fotos de mamá, de las chicas. Y yo volvía una y otra vez como un lugar donde buscar algún dato que me perteneciera”, evoca Martín.

Martín fue el último que vio con vida a su abuelo. A sus cuatro años, después de asesinar a sus padres, lo llevaron a verlo y llegó a pasar un rato con él, en el centro clandestino de detención. Por algún motivo ese recuerdo lo acompañó desde siempre, y no el de sus padres, a quienes había visto unas horas antes.