BAMA Cine Arte. Así se llamaba la sala que el 29 de julio cerró sus puertas porque sus gestores no pudieron renovar el contrato de alquiler. Cine Arte: las últimas dos palabras del nombre reenvían a la historia del espacio. Desde finales de los sesenta, con auge en los setenta y ochenta, funcionó allí el icono que llevaba ese nombre simple y sintético, al que con cariño se le decía, a secas, “El Arte”. No cualquier nombre. En el ámbito de la cultura, el cierre de una sala de estas características activa la nostalgia, pero también reflexiones en torno a los nuevos consumos culturales y la ausencia de políticas de Estado destinadas a la protección y el fomento.

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“El significado es potente: la pérdida de este espacio grafica algo que ya se perdió. Un concepto del cine y una relación del cine con su audiencia. Habla de un empobrecimiento de la sociedad”, sugiere Marcelo Piñeyro. Antes de ser BAMA --un complejo que durante seis años proyectó producciones que quedaban fuera de la órbita comercial--, el edificio de Avenida Roque Sáenz Peña 1150 fue Teatro Arte, salas para cine condicionado y Arteplex Centro. De todas sus etapas, la más emblemática fue la del Arte: elemento vital de la movida de la época, un lugar donde se podían ver los films que no se hallaban en otro lado, al que muchos espectadores llegaban solos pero seguramente encontraban algún conocido en el hall. Como otras salas del circuito --por mencionar algunas, Lorraine, Losuar y Loire, conocidas como “las 3 L”--, instauraba un ritual que tenía su continuación en alguno de los bares de la zona céntrica de Buenos Aires.
La información sobre el célebre Arte no está al alcance de la mano; los testimonios se vuelven imprescindibles para recuperar la memoria. En ese entonces era un cine mediano, de 500 butacas, asociado siempre al costado no mainstream del séptimo arte, donde los jóvenes descubrían a Bergman, Pasolini, Buñuel y otros gigantes, fundamentalmente europeos. Fue en la etapa del cine condicionado que surgió la división en tres salas, que el BAMA mantuvo. Como recuerda Rodolfo García, quien se presentó allí en los setenta con la Nebbia’s Band --el espacio daba lugar a conciertos, y en las trasnoches ofrecía jazz--, una de sus señas particulares era que se escuchaba con intensidad el sonido del subte. Su fuerte no eran los estrenos. Funcionó ante todo como “sala de cruce y revisión”, define el documentalista Hernán Gaffet, hijo de Néstor Gaffet, importante productor y distribuidor, responsable de que otrora se vieran en las salas porteñas once películas de Bergman y que se las ingeniaba para sortear a la censura en las dictaduras. “Había salas que tenían un particular romance con una película en particular”, desliza Gaffet. En el caso del Arte, uno de los romances fue con Tommy, la ópera rock de The Who, del director inglés Ken Russell (1975). También fue suceso el cine político italiano de los setenta, con títulos como La clase obrera va al paraíso, de Elio Petri, o Cristo se detuvo en Eboli, dirigida por Francesco Rosi.
Claudio Kleinman era adolescente en los setenta y, claro, transitaba con fruición por todos los templos culturales. “Era la época en que se formaba nuestra personalidad, y el cine era una referencia fuertísima. Te encontrabas con tus amigos y el tema obligado de conversación era las películas que habías visto”, evoca. Otra característica del Arte --emprendimiento de carácter privado-- es que el precio de sus entradas era accesible, por ende convocaba no sólo a las clases medias y altas sino también a los trabajadores y estudiantes que andaban con poca plata en los bolsillos. Como ofrecía clásicos de años anteriores, permitía a su público “ponerse al día”. El periodista, “lobo solitario” habitué de las trasnoches, coleccionaba los programas, “dos hojitas que se doblaban, con bastante texto”, que permitían comprender materiales “bastante herméticos”.
“En los setenta este circuito tenía una relación muy cercana con la militancia, sobre todo la estudiantil”, subraya Kleinman. “Había mucha gente que no era militante que iba como loca al cine”, disiente Piñeyro. El realizador de Plata quemada rememora los tiempos de salas llenas con películas como Persona como hits. También, la mala calidad de las copias --“faltaban pedazos, estaban rayadísimas”--, que al parecer poco importaba al lado del deleite. Era “otro planeta de consumos culturales”. Una Buenos Aires plagada de disquerías y librerías, con espectadores metiéndose de un cine a otro. Por fuera de la avenida Corrientes, donde se encontraban “las 3 L”, destacaban también Studio --en Santa Fe casi Pueyrredón—y Ritz --Cabildo y Olleros--.
Fernando Martín Peña destaca el carácter de “refugio” que este tipo de salas tuvo durante los años de plomo, “cuando las películas llegaban cortadas”, pero aún así se podían ver materiales “más raros” que en el ámbito comercial. En los ochenta el Arte tuvo “un segundo apogeo” de la mano de Octavio Fabiano, quien además de programar y administrar cortaba las entradas. “Funcionó en el ’86, ’87 el Béla Lugosi Club, de cine bizarro. Siempre concentró a la cinefilia”, añade Peña. También fue sede “en algún tiempo” del cineclub Gente de Cine, competidor del famoso Núcleo. “Octavio era un tipo que sabía. No se quedaba con lo que traían las distribuidoras. Iba a buscar películas de los coleccionistas. Eso le permitía un abanico mucho mayor de exhibición”, puntualiza el historiador.
En los tiempos del Arte, el dueño del edificio era el maquillador de cine Juan Carlos Lamas. Su familia continúa siendo la propietaria. Guillermo Mansilla, cofundador y director de BAMA, cuenta que cuando decidieron homenajear al Arte con la denominación los dueños del local se pusieron muy felices. No era sólo una cuestión de nombre. Algo de la esencia también se mantenía.

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“Increíble”, califica Miguel Rep. “En 1980 hice mi primera muestra individual allí, sobre El Recepcionista de Arriba (serie de la revista Humor Registrado). Estaba muy contento.” La invitación surgió precisamente de Octavio Fabiano. Rep había colaborado en una revista suya llamada Cine. El prólogo del catálogo de la exposición lo escribió Carlos Trillo. Un dato curioso es que la muestra sufrió vandalismo. A Rep le robaron “un par de originales” y dañaron aquél donde enviaba al infierno a Bernardo Neustadt. “Pero el Cine Arte para mí significa mucho. Siempre fui, y también al BAMA, como una garantía de buen cine. Ese hall, intocado, con ese mural de ojos, espero perdure. Están intactos esos mármoles, esas columnas. Hay que impedir que se transforme en otra cosa ese lugar maravilloso de la galería de la Diagonal”, expresa el dibujante.
Allí, en su juventud, Rita Cortese vio el cine de Tarkovsky, Antonioni, Fassbinder, Herzog, Favio, entre tantos otros. “El Arte fue uno de los maestros que nos marcó puntos de vista sobre determinados temas. Estoy segura de que BAMA va a reabrir. Depende de la injerencia del Estado en esto, que pueda ayudar a los focos culturales”, manifiesta la actriz y cantante. “Soy de la época en que no existía la televisión y en los cines se daban tres películas seguidas. Todavía me gusta ver cine en los cines”, aporta Lita Stantic. “Es difícil ver el cine que a uno le gusta hoy en día; son pocas las salas que lo dan. La proporción de la pantalla es lo que me entusiasma. Uno puede tener la posibilidad de tener una pantalla muy grande en la casa, pero no es lo mismo que el rito de ir al cine con amigos y compartir.”
A comienzos de los setenta, Noemí Morelli veía 30 obras de teatro por mes. Y mucho cine. “El teatro era más inaccesible”, contrasta. La actriz destaca la “tradición” de la sala ubicada a metros del Obelisco, a la que frecuentaba incluso en sus últimos tiempos. En rigor, conoce a BAMA --sigla que remite a Buenos Aires Mon Amour-- desde sus tiempos de cineclub en un PH de San Telmo con 38 butacas. “Una sala hecha a pulmón por fanáticos del cine que traían cosas increíbles. La pérdida es tremenda. Sabía que podía pasar a cualquier hora y siempre encontraba algo para ver”, se lamenta Morelli. Inés de Oliveira Cézar iba a estrenar su última película, Baldío, en BAMA, y varios de sus trabajos se vieron en la sala. “Era una ventana a la cultura que milagrosamente seguía existiendo”, define la directora.
El lunes, Mansilla dio la noticia a través de una carta pública: BAMA cerraba sus puertas. La página de Facebook se llenó de comentarios. Que era un segundo hogar. Que esta sala es un Fénix. Que qué podemos hacer, quedamos huérfanos de buen cine, cada vez menos salas. Aunque aquel mensaje público no explicitaba motivos --después se supo que era porque sus gestores no pudieron renovar el contrato de alquiler--, gran parte de los comentarios cuestionaba el paradigma cultural del macrismo. A Mansilla lo sorprendió gratamente la reacción de los espectadores: “No caigo. Esto pasa cuando muere un cantante de rock o se desarma una banda”.

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Son tiempos en que la nostalgia tiene mala prensa. En un escenario dominado por el streaming y en relación a viejos y nuevos consumos culturales, Fernando Martín Peña --que se desempeña como responsable del área de cine del Malba y también organiza ciclos--opina: “No me gusta Cinema Paradiso. El llanto y el lamento sobre lo que fue no puede ser bueno. Hay que acomodarse a algunas cosas de los tiempos nuevos. Como gestores tenemos que ofrecer a las nuevas generaciones algo que les interese. Los nuevos públicos crearán su propia mística”. También alude a la ausencia del Estado en la protección y el fomento de las expresiones culturales. “El asunto es que la guita pública tendría que colaborar para preservar aquellas ofertas que no interesan a la privada. Una sala como ésta no tendría que cerrar, sino ser ayudada de la forma que fuese”, remarca.
El cierre del BAMA se inscribe en una crisis que se está llevando puestas a las salas dedicadas al cine de autor en Buenos Aires, como fue el caso del Arte Cinema, de Constitución, o el Arteplex de Villa del Parque. Quedan pocas opciones para los cinéfilos, entre ellas el Gaumont, la sala Lugones (en el décimo piso del Teatro San Martín), el área de cine del Malba, el cineclub Núcleo y el Cosmos UBA. “El cine de autor, que vende menos entradas y no está pensado con los cánones de un producto comercial y no tiene su salida y publicidad, que reflexiona sobre el mundo, no viene masticado y exige en el espectador una atención diferente al de entretenimiento --sin desmerecerlo en absoluto-- tiene que ser protegido por el Estado”, opina Paula de Luque. “El hecho de que se haya caído el BAMA por falta de venta de entradas habla de un vaciamiento en la política cultural, que no protege los bienes más allá de las reglas del mercado. Se están dirimiendo los destinos de la cultura”, sentencia la realizadora.
“Cabe preguntarse si la Argentina es cinéfila o lo fue. El mercado nos dice a los gritos que Argentina fue cinéfila y hoy no lo es, o que el cinéfilo se refugió en Internet. No es el de los setenta u ochenta que entendía a la sala como un ritual enriquecedor. La cinefilia se nutre de cada individuo pero también de la oferta del mercado y las políticas públicas. Al no haberlas, el mercado invade impunemente y establece sus reglas. Estamos más pobres en lo que respecta al consumo cultural del cine”, aporta Gaffet, quien se aboca también a la investigación. Como los orígenes del BAMA son independientes del emblemático edificio, su director cree que la de los últimos años pudo haber sido una etapa más y espera que haya otras. En cuanto a la sala en sí, más que el tiempo, las políticas dirán si efectivamente es un Fénix.