Hay quienes afirman que los libros son como las personas, valen por lo que tienen adentro. De ser así, las mujeres y hombres que observo caminar diariamente por las calles de mi ciudad son como textos ambulatorios que no requieren internación en ninguna biblioteca. Más allá de su encuadernación, estado o fecha de impresión cada uno de ellos lleva escrito con sangre historias profundas, sensaciones del pasado congeladas en un nombre, fotos intangibles, poemas nunca dichos, ensayos inconclusos. Tal vez porque llevo leídos más pie de páginas que prólogos o índices, me detengo en los detalles, tics, silencios, repeticiones e incoherencias de mis interlocutores para llegar a interpretarlos. Fue así como pude leerlo a don Herminio, aquella mañana de otoño, desde el mismo momento en que se apeó de su renoleta. Miró el paisaje con ojos de exiliado. Parecía un extraño en su propia casa. Verlo caminar despacio pisando las hojas secas de la nostalgia fue como escuchar un tango en labios del Polaco. De repente, desvió su trayectoria, abandonó el sendero de baldosas y se dirigió decidido hacia una palmera ubicada en el centro de manzana, se detuvo frente a ella, pareció hablarle antes de abrazarla como quien abraza a un ser querido después de un largo viaje, extrajo un elemento punzante desde el bolsillo derecho de su pantalón y talló algo sobre el añejo tronco.

Me quedé inmóvil esperando que la suerte me acercara al abismo de aquel hombre. Al pasar cerca mío, me miró a los ojos y se detuvo. "Yo también fui canillita -me dijo a modo de saludo- vendía diarios arriba del 15, fui lustrabotas, vendedor de ballenitas y voceador de billetes de lotería, todo lo hice en este barrio, siempre junto a mi hermano del alma, Julián". Abrió la puerta de la conversación cuando me preguntó:

-¿Usted hace mucho tiempo que anda por acá?

-El suficiente como para aquerenciarme -contesté de inmediato.

-Entonces debe saber el nombre de esta plaza -me desafió con picardía.

-Por supuesto -le dije-, Alberdi.

A partir de mi respuesta incorrecta, con voz de docente, me enseñó la zona a vuelo de pájaro. "Usted puede querer un lugar, pero logrará amarlo solamente si lo conoce realmente. La plaza Alberdi es aquella, señor, donde a mi tocayo Blotta le costó la vista levantarle un monumento a su prócer preferido, el sitio que estamos pisando se llama Almirante Brown, al tercer espacio verde lo llamábamos el rosedal, en donde las retretas lo llenaban de música los domingos por la mañana; el hospital fue el edificio comunal  del viejo pueblo, adonde ahora funciona el supermercado aprendí timba y billar en el boliche "La cueva", al lado estaba el cine Alberdi, lugar en donde pasé los mejores momentos de mi juventud, gastando tardes enteras mirando películas de cowboys".

Se me ocurrió acotar una frase con la intención de que profundizara en su sabiduría, "que nadie puede amar lo que no conoce, eso es cierto". Golpeando las manos pareció encenderse antes de afirmar convencido, "desconocer lo propio es un acto suicida, el etnocentrismo extremo puede llevarnos a un fanatismo absurdo, pero lo contrario nos arrastra, sin dudas, a la disolución. Poco a poco vamos perdiendo el idioma, los recursos, la cultura, la moneda".

Con una rapidez inesperada extrajo de su billetera un dólar plastificado como si se tratara de un documento de identidad, me lo prestó para que lo mirara de cerca, tenía marcado una fecha borroneada sobre el vértice superior derecho. Mientras observaba esa rareza, me contó la historia.

-Era un pibe todavía cuando conocí Buenos Aires, la Plaza de Mayo y el balcón. En aquella oportunidad, Perón preguntó a la multitud: '¿Alguien vio un dólar alguna vez?'. En esa misma semana me compré este billete, fue el único que adquirí en toda mi vida, lo hice por curiosidad. Aquel viaje me marcó para siempre, abracé un ideal, amplié mi conciencia, ocupé un lugar en la comunidad y en el mundo, estudié por las noches, me recibí de contador. Mis hijos piensan que soy un estúpido porque no usé mi profesión para ganar mucha plata con la bicicleta financiera. Me llaman "el sheriff del pueblo fantasma" o "el último romántico del trabajo genuino". Esto que le cuento debe ser lo que más me duele. No sé qué diablos nos pasó como sociedad.

Con la intención de cambiar de tema lo interrumpí en su monólogo. -Disculpe, le quiero hacer una pregunta.

Leyéndome la mente, se anticipó. -Entiendo, usted quiere saber qué fue lo que escribí en aquél árbol, bien… con aquella araucaria nos conocemos desde hace muchos años. Lleva en algún lugar de su madera el nombre de mi compañera, hoy escribí el de mi amigo muerto. Con Julián corrimos la misma suerte, generalmente son ellas las que nos ven morir, nosotros quedamos viudos casi al mismo tiempo. Nos reencontramos de viejos, cada quince días nos reuníamos en mi casa para revivir los viejos tiempos mirando los mismos filmes del oeste que mirábamos desde el asombro en la pantalla gigante. Él se encargaba de traer distintos quesos, por mi parte ponía el tinto. Usted no me lo va a creer, pero nos acordábamos de todos los finales. Ahora sí que quedé solo en la vida. Solamente hablando con él me sentía libre, sin culpas, me entendía todo, lo que decía, lo que quería decir y sobretodo mis silencios -añoró.

-Hoy caminé la zona sin lluvia de pensamientos. Miré lo mismo que pueden ver sus ojos, pero mis recuerdos me proyectan en simultáneo una película en la cual soy actor y director, todo Alberdi es un cine para mí. Puedo ver las vías del tranvía debajo del asfalto, los eucaliptos anteriores a Carballo, el 24 girando en Puccio para volver al centro, el fantasma de Hortensia subiendo las escaleras del palacio, me veo a mí mismo, peinado a la gomina, apoyado sobre una de las vidrieras de la tienda La Hermosa esperando a Mabel.

Después de un largo silencio contemplativo, con un gesto amable me invitó a que lo acompañara hasta su auto, abrió la quinta puerta, sacó un bolso de lona, lo apoyó contra el empedrado y me dijo: -Siempre me dejé llevar por la primera impresión, no voy a cambiar a esta altura. Le confieso, mi intención era dejar estos DVD al lado del bebedero para que la gente se los llevara a su casa, pero algo me dice que usted los estaba esperando de alguna manera, estoy convencido de que les dará buen uso, también siento que todo lo que le conté lo va saber multiplicar. No creo que nos volvamos a ver. En unos días más voy a terminar de irme. Ha sido un gusto. A mi amigo también le hubiera agradado hablar con usted.

Después de estas palabras me tendió su mano, la usé como a una soga para llegar al abrazo. Vestí la noche de fiesta, compré un trozo de parmesano y un vino de los buenos. No me sorprendí al elegir al azar una copia entre tantas otras, nunca creí en las casualidades. Lo cierto es que gracias al viejo contador de historias disipé mi soledad por un rato disfrutando una y otra vez del western El dólar marcado.

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