Mi mamá lo compró hace como 15 años. De resortes y con nombre de varón. Decir sommier en el 2001 era de lujo. No se sabía si marcar las dos mm o castellanizar el sueño afrancesado, la garantía de la comodidad en dos plazas, la economía del descanso que marcaba recorridos innombrables en el desteñido de algunas flores: marcas de la gata o manchas que llamábamos “lamparones” para disimular sus escatológicos inicios. 

Después de girarlo en todas las direcciones posibles, de haber visto la luz y el recorrido de cuatro o cinco mudanzas, después de su entrega total a las noches más felices y su acompañamiento incondicional en las tristezas y resacas, debió partir. Estiré el momento cuatro o cinco meses hasta que empecé a notar en mi espalda un calor molesto, una llamarada de dolor como el rugido de un dragón que empezaba en la cintura y se extendía hasta la cervical. A esa voz atendí y me despedí, pero el encuentro con el nuevo no fue fácil. 

El regalo tiene la bondad de la no decisión, la amabilidad de lo pensado por otre, pero en el caso de elegir todo se precipita. Consejos, teléfonos, ofertas: todo el mundo duerme y todo el mundo ha comprado un colchón o un sommier y tiene ideas muy definidas al respecto. Que mejor es la cama, que el sommier es menemista, que ya no se usa, que de alta densidad y no de resorte ( a esto último sí preste atención). 

El tiempo y el dragón de mi espalda me obligaron a tomar un uber y bajar en la primera casa de colchones que encontré. Apenas entré pedí un colchón alta densidad sin resortes. Promoción y entrega inmediata. En efectivo para ahorrar casi el cincuenta por ciento, porque todos tenemos rebusques dentro de la bicicleta financiera en el que el macrismo nos puso andar. Estaba en estado de melancolía por despedirme de la vieja cama en su conjunto cuando la entrega inmediata se postergó aludiendo una falla en la carga del flete. La nueva cama no quería venir y entonces la melancolía se transformó en desesperación, la noche con el dragón en la espalda y la preocupación por cuando lo enviarían y en qué horario. El amanecer trajo calma, un diclofenac y el aviso del sommier llegando en el mismo instante en que estás por entrar a bañarte. Entonces, joggineta y ayudar al señor, porque yo sola no lo iba a subir. No estoy en estado, pero la ansiedad hizo que agarrara una pata y arriba. 

¿Está segura señora? me preguntó el joven que se predisponía conmigo a subirlo. Pero claro, estoy más segura que ayer. Sorprendido, porque con ochenta kilos y el señora encima me puse a subir con él la parte más pesada, tuvo que arrimar el primer chiste. La voy a llevar conmigo a subir colchones. No podía ni respirar para enojarme o ser graciosa, así que el silencio solo dejó paso a mis suspiros. ¿Vos sos Laura o Gabriela? Gabriela, le dije corroborando que había dos teléfonos para contactar y un solo colchón. 

¿Vos sola leíste todo esto? preguntó empujando la base por el comedor. No, insisto, somos dos, con lo último de aliento pero aún con paciencia. Cuando la osadía se completó, ambos con los brazos en jarra dentro de la habitación y mirándonos como aliados de una guerra me preguntó: ¿te gustan las motos? 

Sí, le respondí casi con un hilo de voz. Ah... porque mi hermana también - silencio - tiene novia y le gustan las motos y ahora tiene un camión. Lo miré a los ojos, le sonreí incluso con ternura y le dije: yo también tuve moto, pero al camión no creo que llegue. 

Lo que en realidad pasaba por mi cabeza en ese instante era la escena de una película hermosa: Frankie y Johnny. Al Pacino interpreta a un pesadísimo ex convicto con conciencia social que quiere volver a traer al amor a la desesperanzada Michelle Pfeiffer que además viene de una relación violenta y no quiere saber nada con los tipos ni con el mundo. Ella vive en bata mirando tele y su único amigo es Tim, un siempre descollante Nathan Lane, que vive en el departamento de arriba con su novio actor. Cuando Al Pacino lo conoce, le dice exactamente lo mismo que me dijo el joven del colchón: tengo un primo que también tiene novio. Nathan Lane entonces lo mira sonriendo, hace una pausa y le dice: lo buscaré en la guía, en las incorporaciones. Al Pacino no entiende el chiste y se da vuelta mientras se acomoda muy virilmente los pantalones. Esa era yo, Nathan Lane, una vez más, generación tras generación, colchón tras colchón.