Ese modo de atravesar con música temas trascendentales y las banalidades más grandes es algo que siempre me sorprendió de los musicales. Tendría doce años cuando vi All That Jazz en VHS y la película se transformó en la aliada de mi infancia y adolescencia. Me construí un lema del tipo: “Toda mierda que estés viviendo, se puede bailar, se puede cantar, si hay un buen beat detrás”.

Ahora, a la distancia, no sé si fue tan bueno imaginar escenarios hermosos para olvidarme de lo que me asustaba de mi papá o me dolía de mi mamá. Creo que los musicales que vi en mi infancia me hicieron distraer del dolor con una canción. Eso sí: eran canciones geniales, inevitables de bailar. Cuando los nazis avanzaban sobre Europa, La novicia rebelde montaba una coreo para distraerlos y lograr escaparse. En Los unos y los otros Jorge Don se bailaba una pieza musical de la concha de la lora como “Bolero” de Ravel mientras dos helicópteros de la Cruz Roja aparecían de fondo de escenario. ¡¿Quién no iba a impactarse con esa yunta de objetos, artistas y partituras?!

Y yo, en vez de vivir el miedo de que se venían los nazis, me aprendía la canción de Julie Andrews o creía que se reparaba algo con ese Bolero de Ravel después un genocidio, después de los estragos de una Segunda Guerra Mundial, cuando en realidad solo quería llorar sin parar y que me explicaran con fundamentos sólidos, por favor, ¿cómo había sido posible semejante horror?

No sé, me parece una ensalada tan grande la tragedia endulzada con coreografías… pero admito que la música es imprescindible para mí, no es discutible. Y esa forma de decir lo que duele, lo que seduce, lo que hiere, lo que nos hace feliz me enloqueció en los cuadros musicales del genio de Bob Fosse y me confundió. Me confundió porque la belleza de esos cuadros te distrae de la cuestión, de ver un padre adicto, mujeriego, abandónico, mentiroso como era el protagonista, te entretenés viendo a un canalla.

Recordándola hoy, All That Jazz me hizo pensar mucho en mi papá, que no tenía nada del glamour del personaje de Schneider. Me identifiqué mucho con Michelle, el personaje de su hija, obviamente de edad pareja a la mía cuando vi el film. Michelle le baila a Joe (Roy Scheider), su papá, para que la quiera más o para alegrarle la vida, para que la mire, o para ver si obtenía de él algo distinto a lo que era. Me vi a mí y a mi hermana Cris regalándole a mi papá coreografías que inventábamos sobre todo con temas de jazz en casettes que él escuchaba porque le gustaba mucho el jazz y el swing. Y ahí bailábamos en el patio de casa con cuatro macetas locas como decorado costumbrista y esperábamos ser entretenimiento y un buen momento… uf , sí. Un buen momento.

Creo que en mis comienzos fui bailarina para procesar con el cuerpo, casi como algo catártico, casi como antídoto contra todos los miedos y asuntos que mi cabeza no lograba entender.

Contradictorio como el personaje de Roy Scheider, quizás como todo padre, el mío era odiable y querible, me transmitió toda su admiración por el arte y se decepcionó cuando le dije que iba a ser bailarina. ¨Vas a estudiar o seguir moviendo la pata” y seguí bailando, bailé hasta que pude hablar, hasta que pude escribir pero las palabras ahora no las quiero cantar, ni bailar, no veo la vida como una comedia musical.

Aunque no niego que por muchos momentos la vida merecería ser orquestada porque hay momentos como llevar a tu hija al primer día de colegio que podrían estar acompañados por un dúo de cuerdas o un tipo con una guitarrita y hasta a veces sentís que el momento merece una sinfónica, ¡¿por qué no?!

La vida con música es mucho mejor, me encantaría mandarme una coreo furiosa en medio del banco o cuando cargo nafta y el tanque lleno me sale siempre mucho más de lo que espero. No hay dudas que lo difícil sería mejor atravesarlo con una escena final como la de “Bye Bye Life”, morirte así, con un showman ayudándote a despedirte de tus seres queridos, un tema setentoso de fondo, con bailarinas celestiales y vos te vas y las luces del show son locura, hay humo y uno se va así… y mi papá mientras se moría pidió música. Entonces ahora entiendo más el alivio de las melodías, por eso cantamos a los niños para dormirlos, por eso uno sube la radio para cantar “ese” tema que están pasando, por eso quizás es buena la música para partir. Te entiendo papá, ahora te entendí.

 

Silvia Gómez Giusto es dramaturga, directora de teatro y actriz. Es integrante del Colectivo Artístico Teatro Líquido junto a Javier Daulte, Paula Marull, María Marull y Héctor Díaz. Creó el Festival Vicente López en Escena para la Secretaría de Cultura de Vicente López y es Directora Artística del mismo desde 2015, también creó y dirige el ciclo Platea Abierta (Cultura San Isidro) y el programa de Incubadora para Primeras Obras (DGEART) y creó el proyecto Ciudades en Escena (Cultura Nación). Se ha desempeñado como bailarina y coreógrafa en danza contemporánea haciendo un importante recorrido de cocreación junto a Andrea Servera y Fabiana Capriotti. Actualmente presenta Un cuerpo salvaje, en el Espacio Callejón, Humahuaca 3759. Los viernes de agosto a las 22.15 y los sábados a partir de Septiembre a las 22.30.