La desobediencia no es un simulacro de rebeldía inocua. Desacatar una orden puede ser la más eficaz de las estrategias para el futuro de la literatura. Si Max Brod hubiera cumplido el pedido de Franz Kafka (1883-1924), que destruyera sus manuscritos después de su muerte, al edificio de la literatura contemporánea le faltaría una obra medular. Hasta nuestro lenguaje cotidiano se vería privado del adjetivo “kafkiano”, término que se suele usar para describir situaciones absurdas, innecesariamente complicadas y frustrantes, vinculadas con el laberinto de la burocracia moderna.

Después de doce años de litigio por los manuscritos del escritor nacido en Praga, la Biblioteca Nacional de Israel expone cientos de cartas –como la escrita a su padre, que nunca envió-, diarios de viaje, cuadernos, dibujos y breves textos en hebreo de Kafka, que llegaron en julio desde Zurich, y que estaban guardados en sesenta carpetas del archivo personal de Brod.

“El eslabón perdido en el patrimonio escrito de Brod”, así llaman al conjunto de las 60 carpetas exhibidas. El comisario de la colección en la Biblioteca Nacional de Israel, Stefan Litt, está sorprendido por el eficaz aprendizaje del hebreo en los últimos siete años de vida de Kafka. Lo más novedoso de estos materiales es un cuaderno “con textos lógicos en hebreo, algo que nos sorprendió en Israel al ver que Kafka podía escribir textos cortos e incluso cartas que enviaba a su profesor de hebreo”, un aspecto “que hasta ahora ha sido bastante desatendido” en las investigaciones sobre el escritor, destaca Litt, que considera que “esta era una faceta de Kafka que debe ser más valorada”. 

Litt pondera también las seis hojas autobiográficas, escritas en alemán, en la que aparece una suerte de confesión: “Entre los alumnos que estudiaron conmigo yo era tonto, pero no el más tonto”. Hay tres borradores de Preparativos de Boda en el Campo, un relato inconcluso escrito entre 1907 y 1909 y publicado póstumamente; los diarios redactados por Kafka y Brod sobre sus encuentros en el Café Savoy de Praga, incluyendo uno con el actor de la compañía de teatro en yiddish, Isaac Levy; y las 47 páginas de la carta a su padre, al que siempre temió.

Algún día alguien filmará un documental sobre el itinerario del archivo. Luego de la muerte de Kafka en 1924, Brod no cumplió el último deseo del autor de La metamorfosis, El castillo y El proceso, entre otras obras, y se llevó los escritos de su amigo a Tel Aviv en su huida de las garras del nazismo. ¿Por qué no quemó el archivo? Quizá Brod comprendió que su responsabilidad no era destruir –algo que podría haber hecho el propio Kafka, si es cierto que tenía un déficit de ego y escasa autoestima literaria para compartir sus escritos-, sino construir el puente que permitiera que esos documentos fueran publicados y leídos por las próximas generaciones. Algunos de los papeles que no quiso destruir quedaron en manos de sus sobrinos en Inglaterra, a principios de los 60. Antes de su muerte en 1968, Brod envió una tanda de documentos a Suiza para salvaguardarlos y el resto quedaron en Tel Aviv.

La desobediencia se hereda, aunque a veces sea utilizada para beneficio personal. Brod no pudo imaginar que su fiel secretaria Esther Hoffe no cumpliría con su pedido de legar los documentos de Kafka a una institución pública, preferentemente la Biblioteca Nacional de Israel. Cuando Hoffe murió en 2007, sus hijas Ruth y Hava se quedaron con el archivo. Aunque la Biblioteca Nacional lo reclamó ante la justicia –con el testamento de Brod en mano-, las hijas de Hoffe advirtieron que ellas también estaban siguiendo al pie de la letra la voluntad de su madre y vendieron El proceso por casi 2 millones de dólares en Londres. 

El Tribunal Supremo israelí dictaminó en 2016 que todos los textos de Kafka y Brod debían estar en los archivos de la Biblioteca Nacional. Un tribunal suizo secundó la decisión y ordenó el traslado a Jerusalén del material guardado en un banco en Zurich. Casi “kafkiana” ha sido la pesquisa hasta reunir el archivo, esparcido en cuatro lugares: en la residencia de Hoffe en Tel Aviv, en dos bancos también en la misma ciudad, en cuatro cajas fuertes en Suiza y en manos de la policía alemana, que logró localizar material que había sido robado de la casa de Hoffe. “La feliz desobediencia” del amigo de Kafka, que Borges celebró, se expande en un último gran acto: la digitalización del archivo y el libre acceso para los usuarios de todo el mundo.