La ciudad de Buenos Aires amanece plagada de chaquetas azules y amarillas. Policía de la Ciudad, otrora Policía Federal, policías de tránsito, fuerzas militarizadas, civiles encapsulados en la posición del Kapo del Campo de Concentración. Todo un pueblo al compás de la lógica de la ocupación del espacio y la intimidad del otro.

La mirada obscena, problemática, voyeur, de aquello que supimos padecer durante la última dictadura militar: servicios de inteligencia, los policías de la conciencia, civiles ellos, el pueblo que llevó en andas durante varios años a los líderes militares de las asoladas de la historia argentina. La historia es antiquísima, es la historia terrateniente y oligarca de este país que se ciñe sobre la fuerza militarizada y sobre la represión, proyectada en el común ¿Qué nombrar? Semana Trágica, Golpe Militar de Uriburu en 1930, los fusilamientos de la Patagonia, la entrecomillada “Revolución Libertadora” de 1955, esa que roba el significante “revolución” para transformarlo en el epítome, en el signo de la censura social. La dictadura brutal de 1976, que robaría niños y sustraería vidas.

Y arrasaría torturando a una generación entera y al enlace intergeneracional necesario, en la transmisión política, cultural, científica, educativa, productiva, desapareciendo el alma de una comunidad, promoviendo una subjetividad definitivamente enajenada, rota, una subjetividad colonizada. Y también sustraería símbolos y significantes: patria, silencio, salud. La dictadura antecesora de Onganía y sus televisados discursos. Todo ello conforma también un río subterráneo, pútrido, contaminado, un abrevadero de basura, mierda y desecho. Detrito comunitario que bordea los territorios. No es sólo el Riachuelo y el Puerto de la Ciudad de Buenos Aires.

Porque esta estructura, encapsulada y ensimismada, ombligo de la patria, puerto de la desmesura, se reproduce fractal sobre cada una de las provincias, y en la organización de las lógicas sociales y regionales.

¿Cabe alguna duda que este es un país unitario y que una vez más estamos padeciendo el ejército de ocupación de los amos reales, en las calles, en el gobierno, en el sistema financiero y productivo? Se da a su lectura un fenómeno que podríamos poner en relación con la revuelta del Cordobazo, con el aura de los pioneros sindicales, universitarios y personas de a pie, que irrumpen sobre el poder aplastante del Onganiato. Pero en cambio, hoy se reproduce como efecto, montando la secuencia de manera inversa: primero el ejército de ocupación, como ocurriera en Córdoba --en la represión de la revuelta, en el final de la secuencia-- asolado y reducido el Cordobazo a sus propias cenizas de las barricadas, y luego una rebelión que será --por efecto de esta inversión dialéctica-- encapsulada. Es decir: el ejército de ocupación está allí como sustituto de esa revuelta, antes de su propio nacimiento, se usurpa el sentido “revuelta” por el de un “control omnisciente y domesticado”. A eso se la han puesto nombres rimbombantes --una vez más-- como el de “revolución de la alegría”.

El ejército de ocupación como otrora el ejército de salvación, para tranquilizar las almas puras que se contentan en la dádiva al prójimo y no en el reconocimiento de sus derechos universales. El país, que acogió secretamente, y la comunidad que encubrió vergonzosamente a los genocidas nazis, como es el caso de Eichman y Priebke.

Introversión libidinal y dialéctica encapsulada. Esto es lo que observamos en la clínica psicoanalítica con la proliferación de fenómenos ligados al estallamiento subjetivo y al arrasamiento de la subjetividad, a la implosión del cuerpo real y a lo real del órgano. Entre la hipocondría y el fenómeno psicosomático, entre lo real del órgano y las patologías orgánicas, arrasadoras y terminales.

Es la antigua tensión que propone el capitalismo entre división subjetiva y falso discurso capitalista, donde la circulación de los objetos de uso y de consumo están allí sólo para garantizar la excrecencia con la que debe identificarse el sujeto contemporáneo, reduciéndose a residuo --en las dinámicas de las relaciones de objeto--, y atrapado en el continuo de la serie metonímica, en esa identificación desechable a esos objetos de consumo.

Campo, Kapo. Ser Nacional

¿Estamos otra vez en 1980? Psicoanálisis en la dictadura. Loop adaptativo al discurso amo desde los espacios de la ortodoxia burguesa. La ciudadanía integrada. ¿Pero integrada a qué translocación del sujeto?

El signo social y económico del XXI es la hiperconcentración hiperconectada, que arrasa cualquier transubjetividad. Sin dudas fue más trans el romanticismo del siglo XIX, el movimiento romántico como rechazo a la creciente e incipiente mecanización e industrialización de la vida cotidiana, atravesada por las categorías científicas y coloniales expansionistas, esa que subsume al humano a recurso viviente y productivo, y al ambiente a recurso de explotación incesante. Traslocación del empuje metástasis.

Hoy, aquí, hace tiempo que empezó la Guerra del Estado Parapolicial, enfrentados los grupos internos de la inteligencia de las fuerzas de seguridad, la Embajada de los EEUU por detrás y la pulverización de la división de poderes, empezando por el Judicial y la conformación de un Estado Paralelo. Esto no sería posible sin un determinado consenso tácito, apela siempre a la quintaesencia de los valores más rancios, paranoicos y reaccionarios de una sociedad. No sería posible sin esta complicidad social.

En este país y en esta época política se reproduce una vez más la lógica del Kapo del Campo de Concentración: complicidad y entrega. Es un país que conserva su filiación con una ideología media filo-castrense. Y eso no concierne solamente a las instituciones representadas por quienes detentan el poder actualmente, sino al individuo que habita este país bajo esa especie de entelequia y paraguas protector llamado “ser nacional”.

El mentado ser nacional se parapeta en una horrible mismidad del "soy el que soy" que apenas puede propugnar una determinada "represión psíquica", complementaria y funcional a los procedimientos de los gobiernos de derecha, por los cuales se promueve un vasallaje a las formas fascinantes de un cierto empedernido voyeurismo, hacia los que sí se encuentran en condiciones de "vivir la vida, gozar la vida" --otro brutal designio de la posverdad--, los que gozan a cuenta de las deudas de los siervos feudales.

Este tipo de feudalismo, colonialismo cultural y psíquico, afirma que la posición lógica y residual de un ciudadano es en condición de enajenado a los bienes del amo. Esos bienes de capitalización tenderán así a volverse no solo excluyentes sino totalizantes, al modo de una época que promulga y constata la concentración creciente del capital mundial en un manojo de grupos financieros y empresarios de signo multinacional, estallando no solo los bordes en disputa de la territorialización por naciones --que entró en crisis una vez concluida la Segunda Guerra Mundial-- y se fragmentó como experiencia política a partir de la polarización de la Guerra Fría, sino poniendo en disputa el estatuto mismo de sujeto contemporáneo.

Estas “otras generaciones" ya estaban enajenadas por efecto de la problemática de la modernidad como fenómeno transgeneracional, no sólo generacional. Si la desajenación es imposible, salvo a condición de su experiencia parcial --tanto como señala la relación de objeto en psicoanálisis, a los objetos parciales--, del mismo modo el amarre del individuo contemporáneo a esta serie residual de dependencias y exclusiones del vínculo social por carácter político "recesivo", están por discutirse en los alcances del psicoanálisis no sólo como práctica clínica del lazo social, sino como teoría política del hacer lazo, en la dimensión comunitaria y, fundamentalmente, como teoría del acto.

Psicoanálisis, que es también una interpelación teórica a la cultura contemporánea, una teoría en acción y una política del discurso.

Solo, metastásico y terminal

Metástasis, dijo Baudrillar hace más de treinta años. Este fenómeno de campo, que también es contemporáneo a nivel global, no sólo es metastásico sino que se ofrece como terminal. Si terminal, como signo y como síntoma no se escribe en lo social para ser discutido, dialectizado, problematizado y puesto en tensión, eso va contra la propia persona, en uno de los destinos pulsionales señalados por Freud más problemáticos, subrogado de los colapsos de los destinos con los que cuenta la neurosis habitualmente para resolver la tensión intrapsíquica.

Y así reaparece una vez más la lógica del campo concentracionario y la problemática psicopatológica de lo que Agamben nombró como “el musulmán”, como aquél que ya no tiene pertenencia y se ha entregado a su suerte, con el único ánimo de un rezo que no se dirige precisamente a La Meca, sino que es en realidad apenas un automatismo, cuando ya ni siquiera se preservan los bordes del cuerpo en relación a los controles de esfínteres y a la propia representación --propioceptiva--. Ese Musulmán, modo denostado --en el fenómeno fractal-- por los propios judíos, sus pares que se ubican en la posición antitética, desclasando y rebajando, ellos mismos siendo los objetos de la persecución y de la entronización del odio. Y del exterminio de los nazis. Ellos mismos proyectando a su vez ese odio cervical e identitario -por su rasgo de identificación al rasgo cultural y de identificación histérica, ellos mismos proyectándolo sobre los judíos que no han podido soportar las condiciones del campo genocida. Utilizando peyorativamente el significante “musulmán” para referirse al judío que ya no se comporta como tal.

Racismo, pensamiento reaccionario, persecución entre pares, porque allí está el germen mismo de la lógica de funcionamiento del campo de concentración, controlando y sojuzgando al par, al igual, para borrar la diferencia “inter parís”. Allí se encuentra el origen de otra “banalidad del mal” --como diría Arendt--, que podríamos nombrar, no por sus efectos burocráticos, sino por la naturalización de ese “sálvese quien pueda”, de esa destitución del lazo social, comunitario, de los lazos de solidaridad de aquello que representamos y reconocemos como “común”.

Por estos días el Ejército de Ocupación que rellena las calles de la Ciudad de Buenos Aires y se replica en el resto del país militarizado, un policía en cada colectivo, en cada esquina, en cada entidad bancaria, en cada trámite social y cívico, en una dependencia pública, reproduce perfectamente las aspiraciones de buena parte de la población argentina, el otro aspecto aspiracional del imaginario social argentino, que lo social sea “seguro”, sea campo de concentración, y para decirlo en términos que les resulten menos ominosos y vergonzantes, piden “seguridad”.

Y esa seguridad aplaca sus almas y tranquiliza sus espíritus, y sobre todo acalla sus remordimientos. Una vez más, saben perfectamente que es a costa del aplastamiento de eso que intentamos escribir fallidamente durante todo el siglo XX como democracia y como república.

Cristian Rodríguez es miembro de Espacio Psicoanalítico Contemporáneo (EPC) y Le institute Gérard Haddad de París (L’IGH).