Nací en Florencio Varela, me crié allí. Un partido del conurbano bonaerense que rara vez produce noticias que interesan a los medios nacionales. Esas veces suelen ser en relación a las elecciones, cuando importa el peso que puede tener un partido que históricamente votó al peronismo (su intendente actual Julio Pereyra lleva 25 años en el cargo). Algunas veces llegan noticias sobre su alto índice de pobreza o sobre algún tema policial. Noticias tristes, dramas, sin duda. El ataque a balazos que sufrieron las cuatro adolescentes se inscribe en una de esas pocas veces que la noticia, de tan cruda, dolorosa, trasciende las fronteras de las calles de tierra, de los caminos que tardan décadas en terminarse, del tren Roca, que no es eléctrico, y hay que animarse a tomarlo. Noticias que llegan del conurbano profundo a la capital (así le decimos los varelenses).

Me pregunto qué tengo en común con esas chicas, además de haber nacido en Florencio Varela. Por supuesto que hace décadas dejé la adolescencia, no vivía en un barrio humilde ni me gustaba ir a las bailantas. A simple vista nada nos une más que haber nacido en el mismo lugar. 

Pero creo que tenemos algo en común mucho más importante que todo eso.

Este verano terminé de leer la saga Dos amigas, de la escritora Elena Ferrante. Son cuatro libros que cuentan la vida de dos amigas nacidas en un barrio pobre de Nápoles. La que narra intenta a toda costa salir de esa pobreza y lo logra con el estudio, se forma y se convierte en escritora. Pero siempre vuelve al barrio. Allí del cual nunca salió su amiga. Lenú y Lina son inseparables de niñas y a medida que van creciendo, con sus distancias e idas y vueltas no se pueden pensar una sin la otra.

Crecen en un barrio violento a mediados del siglo pasado pero las mayores violencias las reciben por ser mujeres. Dentro y fuera de Nápoles. Lina no le teme a nada pero su primer matrimonio se somete a las palizas habituales de su marido. Ambas pasarán a lo largo de su vida por violaciones, abusos, acosos, abandonos y extorsiones, por parte de algunos hombres que se comportan así por el simple hecho de que son hombres. Así lo justifica esa sociedad.

Elena Ferrante no pretende hacer una denuncia, no busca hacer un panfleto contra la violencia de género, simplemente cuenta una historia, y la violencia está ahí, es intrínseca a la vida de las mujeres. No natural, no nos confundamos, es parte de las condiciones que les impone la sociedad a las mujeres. 

Lina no quería tener hijos con el violento, pero cuando lo tuvo con un amante, éste lo abandonó. Lenú, que con tanto esfuerzo había logrado salir del barrio y publicar un libro, al casarse se encontró con que su marido, un prestigioso profesor universitario, solo quería que ella le diera hijos y los cuidara (a él y a su prole). 

A lo largo de la historia, algunas preguntas van guiando la trama subterránea: “¿Qué pensabas que era casarte?” “¿Qué creías que era tener hijos?” “¿Qué pensabas que era ser mujer?” La profesora colombiana Zenaida Osorio, teórica de imagen visual con perspectiva de género, tiene un concepto para hablar de este tipo de cuestionamientos. Los llama las no-preguntas. Las no-preguntas encierran en sí mismas la repuesta. Pueden ser hechas por hombres pero también por una amiga, una tía, o tu propia madre. O pueden no ser hechas nunca. Pero están latentes y condenan con el peso de los mandatos. Su función es el control social y simbólico. Qué encierran sino preguntas como: ¿Dónde estaban los padres? ¿Solita? ¿Cuándo se casan? ¿Para cuándo el segundo? Y otras tantas que no alcanzaría este espacio para escribir.

Las no-preguntas cargan un odio contenido contra las mujeres que se atreven a cuestionar ese sistema dado, esa naturalización del ser mujer. A decir que no están bien así, que no se conforman. 

Por supuesto que hay barrios donde se vive peor y familias más amorosas que otras, pero la cultura, la trama que nos atraviesa a las mujeres está en todos lados. Aun muertas, las adolescentes son juzgadas en alguna tribuna mediática por ir al boliche siendo menores de edad. Aun asesinadas y heridas, sus cuerpos son expuestos ensangrentados para el consumo obsceno de los clientes del medio.

La historia de Elena Ferrante es un best seller y no porque no se sepa quién se esconde detrás de ese nombre, sino porque –y más allá de sus valores literarios– logra contar la complejidad de la vida de las mujeres y habla, sin decirlo, de las no-preguntas que las rigen.

¿Cuál será la historia de Denise, Sabrina, Némesis y Magalí? Lo desconocemos. Pero hay un entramado de no-preguntas que las une a Lenú y Lina, y a todas conmigo. Que atraviesa fronteras de países, ciudades, barrios, clases sociales, gustos y otras tantas cuestiones. Somos mujeres, adolescentes, niñas, y todavía hoy, aunque a muchos les provoque un odio ancestral reconocerlo, nosotras no estamos en condiciones de igualdad en esta sociedad. Todavía seguimos siendo el negro del mundo. En Florencio Varela, en “la capital” o en Nápoles. Y ese entramado, que a veces estalla y nos ciega con su evidencia, está lejos de romperse.