Un mecenas amigo de Dalí, un puñado de sudamericanos anclados en Europa, buscas disfrazados de hippies -y viceversa-, un bebé bautizado Gato Azul y un geniecillo eléctrico en fuga permanente. El disco Miguel Abuelo et Nada es la conjunción de esas circunstancias y muchas otras. Escuchado ahora, recién masterizado, representa algo así como una epopeya artística hecha de delirio y psicodelia, folk y hard rock, barroco y prog, Bach y vino, poesía y sufismo. Miguel Abuelo había tomado en serio la máxima de “La balsa”: consiguió madera, fue a naufragar y en el medio de la deriva que lo transportó de Plaza Francia a París apareció una actriz llamada Elizabeth Wiener y un productor llamado Moshé Naïm, ambos franceses y con francos para derrochar. Manteca al techo que Miguel Abuelo capitalizó en un conflictivo y al mismo tiempo ensoñado proceso de producción y grabación de uno de los discos más hermosos y secretos del rock en castellano. Fue concebido en 1973 y editado en 1975 en LP en Francia, y luego se descatalogó. Ahora, totalmente remasterizado, acaba de ser publicado en CD por RGS Music.

Más allá del contraste con tantas décadas de grabaciones piratas, objetivamente esas canciones nunca se escucharon tan nítidas: el sonido es una maravilla. La historia detrás del disco también es extraordinaria y define la desarrapada genialidad de Miguel Abuelo, y también el caos vital en el que se deslizaba, siempre tropezando, siempre renaciendo. Una serie de coincidencias hizo que Moshé Naïm se embelesara con la música, el canto y las maneras saltimbanquis del argentino. Miguel arrastraba sempiternos problemas económicos y un hijo recién nacido, Gato Azul; Naïm manejaba mucho dinero, le gustaba el roce social, se jactaba de amistades en el mundo de la plástica y solía financiar proyectos musicales por amor al arte. El nombre de su productora enmarca el altruismo: Les uns par les autres (Los unos para los otros). Vio en la figura menuda del músico al “Mick Jagger argentino”. Vio, en realidad, todo el paquete: al poeta, al compositor, al cantor, al tierno, al narcisista, al iracundo. Y decidió apostar.

Como cuenta la detallada biografía El paladín de la libertad, de Juanjo Carmona, Miguel Abuelo tenía en aquellos primeros años de la década del ‘70 una relación tensa, siempre inestable, con la bailarina Krisha Bogdan, y rodaba de aquí para allá. Uno de los sitios donde recaló fue una casa ubicada en las afueras de París, en Saint Maur, propiedad de la actriz Elisabeth Wiener. La residencia era una puerta giratoria de hippies de toda calaña.

La propuesta de Naïm sonaba celestial. Le dio a Miguel Abuelo la libertad de formar una banda, grabar un disco y hacer lo que se le cantara. La segunda parte del plan sería realizar una gira por toda Europa. Otra serie de coincidencias hizo que los planetas se alinearan para que se armara una banda originalísima, densa y sutil, volada, en la que tuvo un rol clave Daniel Sbarra. Sbarra venía de tocar la guitarra en Dulcemembriyo, banda platense en la que cantaba Federico Moura y en la que colaboró con algunas letras el Indio Solari. También componía, tendía a los riffs y lograba un sonido totalmente hard rock, en la línea de Deep Purple. No fue el único que linkeaba con La Plata: el baterista sería Diego Rodríguez, músico que pasó por los Redonditos de Ricota. La banda se completó con el bajista Pinfo Garrigo y el chelista clásico chileno Carlos Beyris, y algunos invitados como el quenista Juan Dalera y el músico contemporáneo Edgardo Cantón, una eminencia de la experimentación sonora, gran amigo de Julio Cortázar.

Para fastidio de Naïm, demoraron en grabar. Como cuentan en Miguel Abuelo et Nada, el documental (dirigido por Agustín Argento, Facundo Caramelo y Juan Manuel Muñiz Oribe), se consumían demasiadas drogas lisérgicas, como LSD, mezcalina y varios tipos de hongos, y cada uno a su manera ensanchaba los límites de sus propias posibilidades. Había además dinero, tiempo y talento. Pero pronto aparecieron las primeras rispideces entre Abuelo y Sbarra, casi un cover del conflicto que había tenido Miguel con Pappo en la primera versión de Los Abuelos de la Nada, a fines de los ’60: uno quería un sonido más acústico y pop, y el otro uno más duro y eléctrico.

Como ocurrió con tantas duplas –de Lennon-McCartney para acá-, las tensiones potenciaron el resultado artístico. Las peleas eran peldaños de amalgama y superación. Cuatro temas pertenecen a Miguel Abuelo –uno de ellos, una vibrante versión extendida de “Estoy aquí parado, sentado y acostado”, con letra original de Pipo Lernoud- y tres a Sbarra. Hay música calma, sinuosa, arreglos corales, furia, sonido de clavecín, mini moog, Bach en sintonía con la guitarra eléctrica y hasta un siniestro collage sonoro producido por Cantón de truenos, lluvia y alaridos en medio de una canción como “El muelle”. La poesía de Miguel Abuelo alcanza niveles superlativos, que destacan sobre la media de la música popular. Precisamente en “El muelle”, por caso, serpentea sobre los casi siete minutos del tema con imágenes líricas al menos inquietantes: “El muelle está desierto /Y los marineros se fueron a descansar /El mar donó sus espejos / Y una mujer se mira los pies”.

La metafísica “Tirando piedras al río” (“porque somos instantes…”), la luminosa “El largo día de vivir”, la abismal suite “Recala sabido forastero” (de Sbarra)… Se advierten en varias canciones la influencia de alegorías sufí, lecturas que Miguel Abuelo compartía con su tocayo Cantilo. Todo el disco es producto de una gloriosa heterogeneidad y una espesura conceptual que ahora, con la masterización modelo 2019, lo despoja del mero halo legendario para ubicarlo en el sitio que merece: el de uno de los álbumes de rock más fascinantes de los años ’70.