En marzo de 1987, The Cure visitó Argentina cuando era la banda más importante del mundo. Si además era la más famosa es discutible, pero la verdad es que ninguna otra estaba en ese momento que conjuga el éxito de ventas, el amor del público y las canciones extraordinarias. Era marzo: el recital venía como cola de Standing On a Beach, un disco que recopilaba los simples de la primera década del grupo y que resultaba crucial porque montado en el éxito del enorme The Head On The Door, le presentaba al mundo lo mejor de su catálogo.

The Cure llegó en años de inquietud e incertidumbre política, con el alfonsinismo en recta final y las razzias en la calle: Ramones había tocado un mes antes de The Cure y la salida del show fue una batalla campal contra la policía. El apenas anterior recital de Siouxsie & The Banshees fue más tranquilo puertas afuera, pero la cantante soportó un aguacero de escupidas. Argentina estaba lejos de tener el mejor público del mundo, tal como se proclama ahora. Y esa ira de la posdictadura estalló en los dos recitales de The Cure, con incidentes que son material de leyenda urbana: un vendedor de panchos que murió de un infarto, la batalla con la policía que dejó tres perros muertos, incendios en las tribunas, colados que abrieron el alambre de púa para ingresar al campo. En su diario de gira, Robert Smith anotaba sus impresiones: “Hay varios uniformados con fuego en su cuerpo, con la mayoría de sus camaradas refugiándose bajo el escenario de la incesante y despiadada lluvia de monedas, piedras, butacas y vasos. Cuando una botella de Coca me da justo en la cara durante ‘10:15’, paro de cantar y encaro a la multitud. Terminamos con una gloriosa versión punk-trash de ‘Arabs-a-Go-Go’ y nos vamos. Afuera, el campo no tiene nada que envidiarle al centro de Beirut y estamos más que aliviados de haber podido alcanzar el refugio del hotel. Sueño con asesinatos.”

Después de la experiencia, Smith “juró” no volver a tocar en Argentina. Ya rompió esa promesa, en abril de 2013, con un épico concierto de cuarenta canciones en River Plate, una maratón de tres horas y cuarto. “Perdón por haber tardado tanto”, dijo Smith: el desborde de 1987 quedaba lejos, olvidado.

El jueves que viene, The Cure visita otra vez Argentina. No es un regreso de carne y hueso, al menos no por ahora: se estrena en simultáneo, en casi veinte cine del país --incluyendo salas de provincia de Buenos Aires, Entre Ríos, Neuquén, Salta, Mendoza, Córdoba y Santa Fe-- la película Anniversary 1978-2008, Live in Hyde Park, London, dirigida por Tim Pope, el colaborador habitual de la banda y responsable de sus videos: se trata del concierto celebración por los 40 años de actividad, y la función será por única vez el próximo jueves 29 a las 8 de la noche. El estreno no se limita a Argentina: siempre a la misma hora y por una sola vez, se proyectará en Uruguay, Brasil, México, Paraguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Guatemala, Costa Rica Honduras, El Salvador, Panamá y se siguen agregando funciones. No es tan fácil darle mística a un evento de pantalla, pero la verdad es que América Latina ama a The Cure y la posibilidad de que sus fans vean esta película en simultáneo en tantas ciudades del continente es lo más parecido a la gira soñada que no harán nunca más.

La fresca oscuridad

The Cure se formó en Crawley, donde creció Robert Smith y donde todavía vive su familia. Ubicada al sur de Londres, cerca del aeropuerto de Gatwick, Crawley es una ciudad residencial de clase media y una “new town”: después de la guerra, fue uno de los sitios elegidos para funcionar como lugar de relocalización de la población bombardeada. Pero su destino resultó ser el de ciudad-dormitorio para quienes trabajaban en Londres. Un lugar aburrido, confortable y sin vida propia. En una entrevista de 2012, Smith decía: “Crecer en Crawley fue una mierda. Como todas las ciudades chicas está llena de gente horrible, y la gente que no es así, es tu amiga”.

Robert Smith tiene 60 años, lo que en términos epocales significa que le tocó la revolución punk. Pero sus orígenes no son de clase obrera --tampoco era de clase obrera, para ser justos, Joe Strummer, uno de los líderes del movimiento--: su padre, Alex, era directivo de la compañía Upjohn Pharmaceuticals y en la casa familiar el ambiente era muy relajado y permisivo; su hermano Richard fumaba marihuana, escuchaba discos y nadie lo reprimía. La escuela que eligieron para Robert también era progresista: Notre Dame Middle School, en Pound Hill, donde a los profesores se los podía llamar por su nombre y los chicos, si querían, tocaban música en las horas libres. A esa escuela también iba Mary Poole, su mítica novia eterna y esposa adorada, de quien se enamoró en la adolescencia y con quien sigue casado. La verdadera educación, según Smith, no le llegó de esta escuela liberal, sino gracias a su hermano y a la televisión: en 1970, cuando tenía 11 años, Richard lo llevó al festival de la Isla de Wight y ahí vio a Jimi Hendrix; poco después, en el programa Top Of The Pops, vio a David Bowie cantando “Starman”. Ese disco, Ziggy Stardust and the Spiders From Mars, fue el primer vinilo que Robert Smith se compró. “Sentía que Bowie cantaba solo para mi”.

Este mundo cerrado, de suburbio y familia y colegio y primera novia para siempre, es una de las características insulares de The Cure y quizá uno de los motivos que los convirtieron en una banda tan idiosincrática e imposible de imitar: influyentes como pocos, tantos quisieron sonar como ellos y nunca lo lograron. Robert Smith, Michael Dempsey y Lol Tolhurst, la primera formación de The Cure, eran compañeros de colegio. Pearl (Porl) Thompson, el guitarrista de los primeros tiempos y de la edad de oro (venerado por los fans) está casado con la hermana de Robert Smith, Janet; Simon Gallup, el bajista histórico, es el compadre de Smith: apenas meses atrás su hijo Eden lo reemplazó en un concierto en Japón: también toca el bajo. El primer contrato discográfico serio de la banda fue con Chris Parry, un cazatalentos que trabajaba para Polydor pero que, cuando conoció a The Cure, decidió lanzar su propio sello, Fiction Records. La banda grabó ahí durante más de veinte años, casi el mismo tiempo que Parry se mantuvo como manager. Fue Parry quien les alquiló un estudio para que grabaran, de noche, su primer disco (de día lo usaba The Jam). Ahí se concretaron canciones como “Killing An Arab”, basada en El extranjero de Camus: Robert Smith leía en francés y estaba fascinado por el existencialismo (también leía a Sartre). La influencia francesa tenía que ver con la educación de Smith, que se rebelaba contra la mediocridad de pueblo chico y la obligación de ser un ciudadano productivo. “Mi yo joven me daría una patada en el culo”, dijo hace poco, “pero yo quería ser un artista”. “Killing an Arab” les trajo, entonces, un poco de controversia porque fue considerada rascista –algunos skinheads iban a los primeros shows-- pero Smith siempre fue irreductible: es sobre el libro, sobre este hombre y su falta de empatía, y no tiene nada que ver con un comentario político. La canción se sostiene y hoy, en un mundo mucho más sensible con el tema árabe, la sigue tocando.

Conviene, en este punto, justo cuando The Cure estaba por editar su primer disco Three Imaginary Boys, en 1979, salir del entuerto del dark y el gótico y aquellas definiciones de los años ‘80. A ninguno de los músicos de la primera generación le gustaba el rótulo: albergaba a un grupo de artistas tan dispares como Nick Cave, The Cure y Sisters of Mercy. Para ajustar la definición, podría decirse que se trataba de un subgénero del post-punk que evolucionó, se expandió y se consolidó en la cultura goth y estilos como el metal gótico, el death rock y otras ramas. A lo que apuntaba entonces, sin embargo, era sobre todo al look y a ciertas sensibilidades compartidas. El pelo oscuro y erizado, el maquillaje sobre la piel y negro alrededor de los ojos, los poetas malditos, Peter Murphy de Bauhaus cantando sobre Bela Lugosi frente a David Bowie y Catherine Deneuve vampiros, los labios rojos y desprolijos de Robert Smith, la ropa rigurosamente negra, el terciopelo, el encaje, el cuero. Pero definir hoy a The Cure como “dark” es insuficiente y anticuado: exceden cualquier subcultura y cualquier etiqueta musical. En los ‘80, sin embargo, el dark-gótico era reconocible y vergonzosamente despreciado, un chiste, la oportunidad para que gozaran los prejuiciosos tratando de maricones a los chicos delgados con gel en el pelo y ojos delineados.

En 1979, sin embargo, The Cure no estaba liderada por el Smith de los labios pintarrajeados, la ropa grande, las zapatillas blancas y la melena erizada: era un chico de veinte años de pelo corto y campera de cuero, parecido a tantos músicos del post-punk británico, de gira con bandas como Wire o Generation X, telonero de Joy Division, delgado y con fotos en riguroso blanco y negro. La banda estaba tan lejos de una “imagen” que para la tapa del primer disco se usó una foto con tres electrodomésticos que Smith odió, pero no tuvo el poder de cambiar. Ese disco, con sus canciones de angustia juvenil, no fue un éxito (a pesar de que tenía “Boys Don’t Cry”, pero ése sería un hit redescubierto varios años después, cuando se lanzara la mencionada recopilación bisagra Standing On a Beach: The Singles). En New Musical Express, el crítico Paul Morley lo destrozó: “Intentan decirnos que no existen, intentan decir que todo está vacío, están haciendo el ridiculo”, escribió. Los tres Cure aún vivían con sus padres en Crawley: su background de clase media no ayudaba a creer en la honestidad de su apatía, que se profundizó en Seventeen Seconds, lanzado en 1980 y grabado en apenas dos semanas: con una tapa abstracta y lluviosa y una canción extraordinaria, “A Forest”, que llegaba a seis minutos, encarnaba la desorientación y la soledad. Había otra canción inspirada por Camus, “M”, que citaba la novela La mort heurese y en varios tramos se invocaba a Kafka. De a poco se configuraba la estética de The Cure, aunque faltaba tiempo para la pincelada de nonsense, humor y pop. Con los años, una de las síntesis posibles --literaria y estética-- de The Cure podría ser Camus, Lewis Caroll, Edward Gorey, Kafka y Byron: el absurdo, el amor, la desesperación, todo funcionando al mismo tiempo con frecuencia en canciones eufóricas, como si la alegría desatada y la tristeza más abyecta se dieran la mano.

Faith, el disco de 1981 llegó después de una gira por Estados Unidos, país donde nadie los conocía. Tambien debutaron en Top Of The Pops, un hito para cualquier banda, pero no fueron una sensación. “Resultamos taciturnos y desinteresados porque lo éramos”, dijo Smith. Faith se grabó en malas condiciones: estaban cansados, la madre de Lol Tolhurst, un joven con problemas de alcoholismo e hijo de un veterano de guerra con estrés postraumático, se estaba muriendo de cáncer. Robert Smith escribió “The Funeral Party” para la muerte de sus abuelos. Todos tomaban cocaína hasta la paranoia. Sin embargo ese disco sobre la desorientación, sombrío y casi sin melodías llegó al top 20 en Inglaterra. Algo se estaba moviendo. Pero antes de levantar cabeza, The Cure tocó fondo. Lanzaron una de sus canciones clásicas, “Charlotte Sometimes” y sin respiro grabaron Pornography (1982) en un estado de locura: trabajaban de noche cargados de cocaína, para no volver a sus casas habían acampado en la recepción de Fiction Records –después de un mal viaje de ácido, Smith se quedó en la carpa dos días--, armaron una montaña con latas de cerveza en la esquina del estudio y la canción elegida como simple, “The Hanging Garden”, se escribió después de una noche tóxica en la que Smith se la pasó buscando gatos en el jardín de sus padres. En la gira para este disco demente apareció el look: se pararon los pelos con laca y se pintaron los labios. The Cure buscaba una imagen lejos de la apatía, más parecida a la psicosis de canciones extremas como “One Hundred Years”, que arrancaba el disco con un zumbido tenebroso y las palabras “No importa si todos morimos”. Desde ahí, la cosa empeoraba.

Esta ética del sufrimiento, sostenida durante tantos años, estalló durante la gira, en Estrasburgo, donde los íntimos amigos Simon Gallup y Robert Smith se pelearon a puñetazos. Ambos dejaron el grupo y, aunque volvieron para terminar la gira, Gallup abandonó The Cure. “Me había vuelto loco”, dijo Smith sobre esa época en una entrevista con Uncut. “¿Por qué seguir con ese nivel de nihilismo?. De forma cada vez más consciente, decidí destruir el mito oscuro de The Cure”.

La época imperial

Todas las grandes bandas tienen un momento especial en sus años exitosos: el del romance. Un tiempo, bastante en el caso de The Cure, en el que el mundo se enamora de las canciones. Aparecen fans devotos. Jóvenes a los que un disco les cambia la vida. Gente que llora en los shows. Gente que asocia para siempre una melodía a un gran amor, a un dolor enorme, al verano más triste, a la fiesta más salvaje, la noche más hermosa. La banda se precipita hacia ese amor: todos los movimientos que hace parecen orquestados, como si alguien los hubiese elegido y los dirigiera. En 1982, los acontecimientos se acumularon. Por un lado, el deseo de Robert Smith de ponerle fin a su espiral autodestructivo. Por otro, la llegada de Tim Pope, el director de los videos que establecerían la imagen surrealista y juguetona de The Cure, esos niñatos pintados como payasos con ropa demasiado grande que se reían de su propia solemnidad: un poco de circo, un poco de Tim Burton, gabinetes de curiosidades y pesadillas claustrofóbicas. El ascenso comenzó con “Let’s Go To Bed”, una canción pop irresistible pero muy extraña: “Dejame tomarte las manos/ Estoy temblando como leche”. Smith estaba un poco reticente a abandonar la comodidad amarga y exclusiva para un puñado de devotos: en vez de subirse a la ola, decidió ingrear como guitarrista en Siouxsie & The Banshees. Chris Parry, el manager, lo esperó. Cuando Smith regresó a la tierra, The Cure lanzó otro simple y otro video con Pope: “The Walk”. En la línea tecno de New Order, la canción era pegadiza hasta el delirio, con aires de música japonesa, una melodía preciosa y teclados algo ridículos: entre la exaltación y el suicidio. Después llegó la bomba: “The Lovecats”. Piano de cabaret, un video donde Robert Smith era al fin un actor y un showman además de un cantante, gatos embalsamados, la banda disfrazada de felinos en rondas dementes: la extravagancia encontraba su punto exacto, era atractiva, era simpática y no se parecía a nada más. Ian Gittins, biógrafo de la banda, afirma que se reinventaron como “elfos pop”.

Por supuesto, los cambios duelen. Esos tironeos del crecimiento están expuestos como huesos de una fractura en The Top, el maravilloso disco de 1984 que funciona como bisagra y tiene una de sus canciones más expresivas y metafóricas, “The Caterpillar”: percusión que simula alas de insectos, guitarras acústicas, un violín psicótico y melancolía para la metamorfosis de una chica gusano que se hará mariposa. En la gira, intensa como de costumbre, el baterista Andy Anderson fue expulsado por romper una habitación de hotel y pronto se combinó la alquimia que faltaba, la de los músicos perfectos: volvieron Pearl Thompson y Simon Gallup, se sumó el enorme baterista Boris Williams y con Tolhurst y Smith se llegó a la formación de The Cure que conquistaría el mundo. Los cinco, en un clima menos frenético --salvo por el alcoholismo de Tolhurst, ya insostenible-- grabaron The Head On The Door. Un disco que es un milagro y que marcó su época: le dio a los años ‘80 melancolía y épica, canciones sencillas y estrafalarias que daban ganas de bailar y de llorar. Ninguna banda fue capaz de repetir esta hazaña. Todo The Head On The Door es fantástico pero hay que destacar el frenesí amoroso de “In Between Days”, las guitarras españolas de “The Blood” o la océanica “A Night Like This”, una de las mejores canciones de amor jamás escritas. La más recordada es “Close To Me”, con su melodía susurrada, los instrumentos infantiles, la inolvidable línea de bajo y el video más famoso de la banda, basado en un sueño de Smith: todos los integrantes tocando dentro de un ropero que, al final, cae al mar desde un acantilado, se llena de agua y los ahoga a todos. Melody Maker dijo que The Head On The Door era “una especie de perfección”.

La edición de Standing On a Beach, la recopilación de simples, los instaló en el mundo entero, especialmente en Estados Unidos y redescubrió su catálogo. Todo lo demás fue imparable: en 1987 editaron el doble Kiss me, Kiss me, Kiss me, grabado en Francia con un presupuesto importante y la convivencia de varios estilos de The Cure: la delicadeza de “Catch”, una balada sobre una amada fantasma, el pop celestial y romántico de “Just Like Heaven” (algún día hay que entronizar a Robert Smith como el mejor de los príncipes enamorados), la excitación de “Why Can’t I Be You” o la oscuridad post punk de “The Kiss”, una canción en la que la voz entra, a los gritos, casi a los cuatro minutos. Con todos sus aciertos, era un disco urgente y disperso. Había algo en su eclecticismo desvergozando que molestaba a Robert Smith. O quizá era la condición de ballena blanca de la banda: tocaron tres veces en Wembley, vendieron medio millón de discos en Sudamérica, eran una banda de estadio y ninguno tenía 30 años. Smith dio marcha atrás y quiso llegar a alguna síntesis superadora pero introspectiva con Disintegration. Editado en 1989, es una especie de perfección distinta: un disco más coherente y parejo que los del éxito, más cerca de la esencia angustiada del primer The Cure, pero sin impostación alguna. Lo extraño de estas canciones con introducciones larguísimas, romanticismo desesperado (“Pictures of You”), pesadillas animadas (“Lullaby”) y agresión contenida (“Fascination Street”, la mejor línea de bajo de Simon Gallup) es que estaban diseñadas para ser escuchadas en la soledad de un cuarto pero se convirtieron en éxitos globales: Disintegration, nacido del descontento y la necesidad de una retirada, es el disco más vendido de la historia The Cure con tres millones de copias. Wish, tres años después, continuaría el ascenso: fue el primer número uno de la banda y tiene su canción más popular, “Friday I’m In Love”. También tiene su última gran canción épica romántica, la monumental “From The Edge of The Deep Green Sea”, sin estribillo, casi ocho minutos de puro amor trágico: “Escucha como si su cabeza estuviera en llamas/ como si quisiera creer en mí”.

“A mi me gustan las canciones nuevas”, decía Robert Smith en 2012, para Télérama, “pero entiendo que no tienen importancia cultural. No significan algo para la gente. No peleo con eso”. Se refería a que los discos siguientes, Wild Mood Swings (1996), Bloodflowers (2000), The Cure (2004) y 4:13 Dream (2008), el último hasta el momento, tienen tesoros escondidos y algunas grandes canciones, pero ya pertenecen a la fase de aterrizaje. Smith, que además de inteligente es un artista consciente de su lugar, decidió reubicarse: se mudó con Mary, su esposa, a Surrey, navegó las turbulencias del juicio que le hizo su ex compañero Lol Tolhurst --después de mucha amargura y maltrato, son otra vez amigos-- y decidió para The Cure lo más sensato: convertirse en la mejor banda de rock en vivo.

Los consagrados de la canción

Una reseña en The New York Times del disco Wild Mood Swings aventuraba una hipótesis: quizá Robert Smith esté satisfecho. Quizá ya no sienta con tanta potencia el desasosiego y, entonces, ya no pueda dar con esas canciones llenas de ternura y desesperación. Es posible, reconoció Smith. Cierto, durante los 90 y la primera mitad de los 00 intentó revitalizar a The Cure y en algún sentido lo logró, acercándose a músicos jóvenes que lo admiraban, a productores como Ross Robinson, especialista en nü metal, y con canciones en bandas de sonido, como “Burn” para El cuervo. La campaña de marketing de 4:13 Dream fue muy agresiva e inútil, y hubo reproches. Pero, eventualmente, Smith decidió que una reinvención como maestro del vivo no estaba tan mal. Los estadios los llenaban: la cuestión era cómo, si a pura nostalgia o ofreciendo un desafío. La respuesta está a la vista: The Cure fue siempre increíble en vivo (y lo certifican discos como Concert, Paris o Show) pero en los últimos años se convirtieron en un tanque de guerra. En 2009 tocaron tres horas en el festival Coachella y la organización tuvo que desenchufarlos y encender las luces del escenario para que se fueran. En 2011 hicieron sus tres primeros discos, en orden, en la Opera de Sydney. En 2013, el día que cumplió 54 años, Smith tocó cincuenta canciones durante cuatro horas en el Foro Sol de Ciudad de México. Todas las listas de temas son épicas: con frecuencia incluyen discos enteros y no se repiten de show a show. En 2016 hicieron 76 conciertos y encabezaron todos los festivales de verano; ingresaron en el Salón de la Fama y tocaron para su aniversario en Hyde Park ante 65.000 personas.

“Mi inspiración es más esporádica”, le decía Smith a Telerama, “pero no me preocupa. Debe ser una de las consecuencias de ser viejo. No tengo planes, son una pérdida de tiempo. Sé que no hacemos canciones desde hace mucho y si surgen, quiero que sean buenas. De hecho, tenemos música grabada pero le faltan las letras. No me importa mi voz, pero quiero tener algo para decir”. En Japón, hace meses, dijo que ese disco, si sale, será el último de la banda. Pero la verdad es que, mas allá de las idas y vueltas, parece cierto que no hay plan. En algunas de los shows en vivo sonaron canciones nunca grabadas, pero no se sabe si serán parte de un futuro disco.

A él, además, lo mueve el orgullo de saberse todavía relevante. The Cure no es una banda de grandes éxitos. Es un mito moderno. “No me considero un modelo a seguir”, dice, “pero la banda representa que se puede ser distinto y sobrevivir y gustar. Yo quería vivir en un mundo propio y lo hice: fuimos raros y estúpidos y oscuros. Lo logramos”.

Los cines para ver Anniversary se pueden consultar en www.thecure.film ; las entradas se venden anticipadas.