Algunas veces la realidad es tan maravillosa que supera a la ficción. Es justo en esos instantes, cuando el mundo real se vuelve inexplicable, que hace su aparición el arte. Sin embargo, la creación de esos otros universos no es exclusiva del dominio artístico: la ciencia también conduce a través de viajes en el tiempo y lugares insospechados. Probablemente, no exista persona en la Tierra que no se haya maravillado con la grandilocuencia de los dinosaurios, animales fantásticos que habitaron el mismo suelo durante miles de millones de años y se convirtieron en los auténticos dueños del globo. Sebastián Apesteguía y Pablo Gallina, investigadores del Conicet en la Fundación Azara (Universidad Maimónides), han descubierto múltiples localidades fosilíferas, bautizado a decenas de especies nuevas y realizado una innumerable cantidad de campañas.

En los museos se exhibe la pieza terminada, perfecta, sin fisuras, estoica. De inmediato, los espectadores construyen una representación mental en la que conectan a estos seres pretéritos con la tarea de los científicos, hombres y mujeres que, en esta ocasión, vestidos en todas las gamas de los marrones y los grises salen a la naturaleza, sedientos de emociones y aventura. Sin embargo, ¿cómo surge todo? ¿Cómo saben a dónde ir? “Siempre es necesaria una excusa, un rumor sobre la existencia de huesos o la corroboración de una hipótesis previa que manejábamos”, señala Apesteguía. “Ir al campo es iniciar viajes en el tiempo. De acuerdo a los millones de años que queremos investigar visitamos los diferentes suelos. Nosotros trabajamos en una época en que los afloramientos de huesos no están cerca de Buenos Aires, entonces, la disponibilidad de recursos económicos es fundamental. Hay que tener para pagar el combustible de los vehículos, algunos pasajes, alimentos y para renovar el equipamiento”, comenta Gallina.

Una vez escogido el sitio se deben solicitar los permisos correspondientes a los gobiernos provinciales, porque los fósiles pertenecen a cada jurisdicción. Tras cumplir con la burocracia del caso, se tejen los primeros contactos con museos locales, se indaga sobre posibles contactos y la expedición comienza. “Es muy gracioso cuando pedimos permisos a las direcciones de Cultura y las autoridades se asustan. Se creen que los venimos a invadir y a robarnos su patrimonio. Ello ocurre porque dentro del concepto de cultura entran los eventos musicales y los bailes, pero no la ciencia”, plantea Apesteguía.

Los paleontólogos llevan al territorio el conocimiento científico, pero también hay otros saberes que resultan decisivos. El de los héroes anónimos. ¿Quiénes son? Muy a menudo, cuando los investigadores realizan hallazgos impresionantes, es porque fueron ayudados por baqueanos y expertos locales. Pero nadie lo sabe, porque el asunto no figura en los papers ni en las portadas de los diarios. En 1995 Apesteguía estudiaba en la Universidad Nacional de La Plata y daba una mano en el emblemático Museo de la ciudad. Una tarde, mientras clasificaba huesos, encontró uno que lo deslumbró y le hizo brillar los ojos. “Normalmente están rojizos, amarronados, quebrados, pegoteados; están feos. Pero éste era diferente, era blanco con una superficie tan lisa que no lo podía creer. Miré la etiqueta para saber a dónde pertenecía, ‘Rancho de Avila en Río Negro, 1922', así que no dudé y fui”, narra.

Para llegar allí siguió las rutas que otros colegas habían trazado, pero la suerte fue esquiva. Las indicaciones eran confusas, con referencias pintorescas y, para colmo, las distancias estaban medidas en leguas. “Cuando arribamos a lo que debía ser el lugar nos presentamos como paleontólogos y les dijimos que sabíamos que décadas atrás hubo gente que había encontrado restos muy bonitos. Las mujeres que nos recibieron tenían a su madre en el fondo y su apellido era Avila. Ni bien lo supimos nos estalló el corazón, estábamos en el lugar indicado. Se trataba de ‘Doña Tika’, una señora de unos 95 años que estaba ciega y, en apariencia, no recordaba nada acerca de unos dinosaurios”. La ilusión se esfumó de repente. Sin embargo, como ya estaban allí debían explorar la zona y decidieron acampar.

Luego de dar vueltas y de no conseguir nada, cuando las fuerzas menguaban y preparaban el regreso, se acercó una de las señoras para comentarles que Tika quería hablarles. “Les voy a contar cómo son las cosas, sí me acuerdo de los paleontólogos –Santiago Roth y Walter Schiller– que vinieron en la década del 20’ porque yo fui la guía’. Finalmente había huesos, solo que no tenían confianza como para decirnos cómo llegar”. La expedición terminó pero, una vez en Buenos Aires, la idea retumbó durante mucho tiempo entre las paredes del laboratorio así que ni bien pudieron retornaron. Las referencias de Tika, otra vez, seguían imposibles de develar: “Cuando te indican que en el cerrito tenés que doblar a la derecha algunos metros y después caminar algunos pasos hacia el sudoeste no es nada fácil. No hay GPS que valga. Nos decían ‘ahicito nomás’ y eso puede ser prácticamente cualquier cosa. Por más que sea grande, si a un fósil le pasas a cinco metros y miras para otro lado estás frito”, recuerda Gallina que para 2003 tenía 25 años y realizaba sus primeras misiones junto a Apesteguía.

De nuevo estaban a punto de pegar la vuelta cuando alguien del rancho se acercó y les dijo que al día siguiente ‘un muchacho’ los llevaría directo hacia los fósiles. Y, en efecto, al primer amanecer y con una puntualidad militar ahí estaba. Don Epifanio Parodi, un joven de 74 primaveras en la espalda, el baqueano más experimentado de la zona. “Nos llevó tan rápido que parecía mentira. Nos decía que había un hueso muy muy blanco que ellos usaban de banco para sentarse mientras controlaban los movimientos de los chivos. Conocía tanto del lugar que era admirable”, describió Gallina. Y, en efecto, era el fémur de 1,20 metros de Bonitasaura, un saurópodo localizado en el Cerro “La Bonita”.

En otra ocasión fueron de campaña con el geólogo “Tito” Andreis. Todo iba bien hasta que una tarde se separó del grupo y se perdió. Tenía Alzheimer y luego de dos días de búsquedas incansables, el equipo no sabía a quién recurrir. Afortunadamente, una noche llegaron dos paisanos del lugar. “Sin que les digamos nada, nos preguntaron: ‘¿a ustedes se les perdió uno?’ Lo sabían porque habían visto la marca de los zapatos impresas en el suelo y la dibujaron como pudieron. Eran las botas de Tito, un par de zapatos CAT. ‘Este hombre perdido está caminando de noche y de día se tira a dormir debajo de los matorrales. Lo sabemos porque cuando es de día las personas se acercan hasta el borde de los acantilados para observar pero cuando es de noche se presiente la negrura y no se acercan hasta el borde’, nos dijeron con total sencillez y fuimos de inmediato a buscarlo. Por supuesto, lo encontramos enseguida”, comparte Apesteguía.

En sus travesías, los paleontólogos pueden encontrarse fragmentos o esqueletos completos; restos de un solo dinosaurio aislado que murió mientras caminaba en soledad, así como también, dar con verdaderos cementerios, como sucede en la Patagonia. No obstante, cumplir el objetivo cuesta tanto esfuerzo que la competencia entre colegas está a la orden del día. Toparse con zonas fosilíferas es como encontrar áreas petrolíferas: una vez que se descubren nadie quiere abandonar la zona. Aunque nunca haya nada escrito, existen pactos tácitos que procuran respetarse. El que llega primero adquiere el derecho de explorar el territorio aunque, de vez en cuando, el primer premio es tan importante que nadie quiere bajarse del podio. A fines del siglo XIX, Florentino Ameghino denunciaba que le habían robado sus fósiles. En 2009 Apesteguía hacía lo propio con Gualicho shinyae, un dinosaurio que habitó los suelos patagónicos hace 95 millones de años y un museo del sur le había arrebatado.

No obstante, la contienda más destacada de todos los tiempos fue conocida como la Guerra de los huesos en EEUU. Edward Drinker Cope y Othniel Charles Marsh, históricamente, se habían colgado la mayor cantidad de medallas y hacia 1870 rivalizaban de manera descarnada en diferentes zonas fosilíferas. “Cuenta la leyenda que el conflicto escaló tan alto que produjeron la destrucción de yacimientos ajenos a martillazos e, incluso, apelaron a la dinamita. Tal era la enemistad que redactaban sus libretas de campo en clave, con códigos taquigráficos propios, por si tenían el infortunio de caer en manos del enemigo. Algo atrapante, casi un relato de ciencia ficción”, concluye Apesteguía.

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