Una vez más, la nueva y revulsiva película de Quentin Tarantino desnuda el way of life norteamericano, pero esta vez de un modo abrumador. Elige contar la historia de dos vecinos a la pareja Roman Polanski -Sharon Tate, en las postrimerías del asesinato perpetrado por el Clan Manson en 1969. Ese apego por las formas de la enajenación marcará todo el film, la mirada abyecta se yergue sobre el Hollywood del otro HollyEEUU de la Norteamérica que vive y se reproduce matando en Vietnam, inoculando dictaduras en Latinoamérica, desapareciendo y segregando negros y otras minorías raciales.

El director elige el tono apologético de esas figuras reaccionarias de la Norteamérica profunda y también actual: Rick Dalton --interpretado por Leonardo Di Caprio-- y Cliff, su doble de riesgo --interpretado por Brad Pitt--, conforman una auténtica pareja de cowboys urbanos, arrasando cualquier amor por la diferencia, el Flower Power o los movimientos independentistas y/o feministas. Son dos machos a la vieja usanza. A la vez, son dos márgenes verdaderos respecto del glamour y época de oro de Hollywood, y estarán siempre en el borde de la experiencia y de la visibilización. Spaghetti Westerns a manos del productor adulador y desavenido --interpretado por Al Pacino-- o participaciones ocasionales en series televisivas como el maldito de turno, le permiten a Dalton y compañía resistir, entre el alcohol y los vicios de ya no ser.

El ser de la existencia hedonística es todo para ellos, es el ser de los privilegios de unos pocos para pocos, recios y viriles. Pero en la contracara se juega la realidad desopilante, entre actuaciones con textos y parlamentos que se olvidan inoportunamente, la lucha desmedida para no caer del pedestal meritocrático, estupidez y banalidad de piscinas y residencias exclusivas, sustancias monetarias para no revelarse como segundones de turno, la decadencia en ciernes de no corresponder al estrellato fanático de su bandera estrellada. Tanto como las películas que protagonizan, sus vidas transitan entre trompadas y esteroides sociales.

Hollywood, el Clan Manson o EEUU de Vietnam y otras tropelías se trata siempre de los horrores próximos a desencadenarse.

Doble de riesgo

Pero lo verdaderamente original es esa problemática en la que unos se replican en los otros: los dobles, en un predominio de la mimesis que no será jamás comunidad ni multiplicación, sino exterminio de la diferencia hasta cancelar cualquier tensión. O por la vía de la dormidera existencial o por la vía de la descarga más brutal y genocida. En este juego constante y también silencioso de replicación de dobles, espejos sucesivos y vidas prestadas, Rick se sucede tanto en Cliff --su doble de riesgo-- como en Sharon Tate --interpretada por Margot Robbie--, su vecina célebre y signada, tanto como Cliff se replica en Bruce Lee --en una contienda ridícula de egos y “manos calientes”-- y estos a su vez en los infames suburbios del alma del Clan Manson. Pero, ¿quién es el verdugo aquí?

Kurt Russell --el seleccionador de dobles en el set cinematográfico-- está allí para recordarnos otra relación duplicada: fue precisamente el protagonista de Dead Proof --como Stuntman Mike--, el doble de riesgo que se dedicaba a perseguir y matar mujeres en su siniestro auto provisto de una jaula a prueba de muerte. Cliff es en esta escena confirmado como el posible Mike de Dead Proof, reforzando así la idea de que muy probablemente haya sido el matador a sangre fría de su esposa. Cliff se aburre con su esposa, esa escena queda interrumpida en el film, flotando en su resolución, suspensiva, un Cliff harto y armado de un posible arpón en medio de un día tedioso y soleado de crucero, frente a los reclamos de su superficial y bella esposa. Patricia Highsmith y el Señor Ripley parecen relumbrar aquí sin desenlace. Están también equiparados en esa veta de la humanidad norteamericana ligada a los asesinos y perseguidores. Reverso de la realidad y realidad misma, así como se plantea este “érase una vez”, once upon a time, posición desafiante no sólo del outsider sino del fuera de la ley, signo de excepción cultural.

El fetichismo de pies también ocupa una serie particular sobre una visión de la feminidad que se posa en las botas, las piernas y los pies desnudos que se muestran impunemente. Como en Dead Proof, las mujeres provocan la mirada con sus pies en alto, sobre los tableros de los autos o sobre las butacas de los cines, compendio del recorte banal de la industria cinematográfica que se posa en la fragmentación y el hedonismo sensual y psicopático. Privilegiando este modo fetiche, Sharon Tate es elevada al estatuto de diosa sexual de superficies exquisitas.

Por otra parte, en contrapunto, la forma estética elige el camino exasperante de eso que cuenta, un lenguaje televisivo y dictatorial, una sucesión de gags publicitarios y una serie de clichés de consumo: HollyEEUU es Hollywood, su doble de riesgo en las sombras, y desde allí atacará.

El Clan Manson es entonces HollyWood tanto como HollyEEUU, por condición transitiva, los verdaderos asesinos yacen allí, por quienes detentan el brazo ejecutor del poder y no sólo por los marginales psicotizados que han crecido encapsulados en la pantalla televisada. Y aquí la expresión adopta entonces la dimensión de una política, o mejor decir de una antipolítica, eso que en la vida de esta nación acontece mediado hasta el hartazgo, atravesado por la distancia “tele”, el Vietnam de pacotilla narrado y ficcionado, los enemigos de la república que son en realidad los perseguidos y expulsados del sistema.

Pero en Tarantino no hay un ápice de crítica social, haciendo el trance indigerible, promoviendo en el espectador esa misma oligofrenia cultural que padece su nación y el alma de su cultura, aunque en esta ficción estemos en 1969 y el sueño todavía no haya terminado.

Todo es siniestro y el desenlace no lo es menos. El equívoco promueve otra historia, permite en ciernes el posible nacimiento del hijo de Sharon Tate y Polanski, tal vez salvoconducto de lo por nacer y del comienzo de toda buena historia, como en el mismo título se indica: “érase una vez”.

Fruto de tu vientre

Sin embargo, y por arte de ese mismo 1969, bien sabemos que Polanski es el director eximio de “El bebé de Rosemary”, y que allí el diablo y las fabulaciones de un oscuro poder corporativo ha determinado el nacimiento de algo no precisamente humano, de algo diabólico objeto de una violación.

¿Y qué extraña metáfora acontece entonces en esta duplicación entre “Erase una vez en Hollywood” y “El bebé de Rosemary”? ¿Entre un Hollywood que asesina forajidos e integrantes de oscuras sectas, y la entronización de esa replicación a la posición de elite y excepción de una nación: entre Hollywood y HollyEEUU, entre HollyEEUU y el Clan Manson?

Porque la historia de este HollyEEUU propuesto por Tarantino es la de la supremacía de los sectores concentrados, y por decantación lógica, el del Estado de Excepción. Es la excepcionalidad de ciertos privilegios, sólo propiciados a los iniciados, lo que reúne eso manifiestamente fragmentado: Hollywood/HollyEEUU y Clan Manson. Y los Estados Unidos han hecho del Estado de Excepción una bandera, o más precisamente las barras o barrotes de su bandera.

Incluso el desenlace se produce sobre la copia infiel del Western Spaghetti que Dalton tanto detesta: no se da sobre la humanidad caucásica de Sharon Tate sino sobre ese émulo degradado que incluye esposa italiana.

Tal vez, el poder sojuzgante, omnipresente, justiciero a ultranza, fanático y achicharrante, como el lanzallamas que utiliza Rick Dalton para exterminar --cortesía de su película “The 14 Fists of McCluskey”, Los 14 puños de McCluskey-- con que se simboliza la fulgiente nación estrellada que extermina nazis, no sea otra cosa que esta carnicería con la que concluye el film: por la vía de los dobles y las duplicaciones. Y Charles Manson, que en la historia real sí fue el hacedor del asesinato salvaje y cruel, sea EEUU tanto como EEUU es Manson.

Para quienes estamos de este otro lado del espejo, en las patrias residuales al sistema central, viviendo nuestras vidas como asistentes de la estrella decadente, padeciendo a Rick Dalton y a sus dobles de riesgo, nosotros los países satélite que nos debemos al Amo regional en calidad de sombras, nosotros los extranjeros o los hippies vilipendiados por el establishment secular, nosotros en algún sentido los negros, o por qué no los cabecitas negras, nosotros los colonizados de los Estados Unidos, sabemos bien que aquella angélica Mia Farrow que parió un hijo del diablo en “El bebé de Rosemary”, es tan espeluznante porque funciona como símbolo de lo actual desencadenado.

Tanto como “Érase una vez en Hollywood” deja un nacimiento en ciernes y una posible amistad entre Sharon Tate y Rick Dalton, entre el sojuzgador asesino y la doncella, este Quentin Tarantino deja vivir al bebé, ¿para alumbrar qué monstruo y que monstruosa época?

Cristian Rodríguez es miembro del Espacio Psicoanalítico Contemporáneo (EPC) y Le institute Gérard Haddad de París (L’IGH).