Dos meses previos al nacimiento de Gustavo Salvador Fontán, su abuelo materno falleció. Salvador Merlino era un poeta que no había llegado a publicar su último libro. El chico recibió como segundo nombre el peso simbólico de un abuelo muerto. Su madre, antes de hacerlo dormir, no le cantaba canciones de cuna; le leía poemas de su abuelo.Tal vez como un modo de invocar la figura fantasmática pero al mismo tiempo de elaborar su duelo, de retornarle la voz a un ausente y hacerlo renacer en los oídos de un bebé.

Algo de esa experiencia, de ese “material sensible”, quedó impregnado en él de por vida. La anécdota no fue tan solo material para una película, sino que construyó una manera de concebir el arte; una forma de percepción del mundo. Una estética hecha con voces, imágenes, evocaciones, que mezcla temporalidades; entre lo vivo y lo que no está, entre lo material y lo invisible. Para Fontán no resulta tan fácil pensar en su mito de origen como cineasta, mientras mira por la ventana, en un bar del barrio de Colegiales, que ostenta una colección de viejas cámaras fotográficas de distintos formatos, un bar que en cierto modo parece sacado de su extensa filmografía. Piensa y habla con voz pausada y articulada; enhebra las distintas etapas de su carrera, desde sus primeros cortometrajes, su labor como guionista de algunos directores y productores prestigiosos, como Pablo Reyero, hasta su última película, La Deuda, producida por Lita Stantic y El Deseo, de los hermanos Almodóvar.

Si tiene que ejercitar la memoria, viajar en el tiempo para buscar imágenes o películas de referencia, Fontán va y vuelve. Dice no haber sido muy cinéfilo de chico, aunque su padre, un maestro mayor de obras empleado de ferrocarriles en Remedios de Escalada que sufrió la jubilación forzosa durante el menemismo, lo llevaba al cine sobre la Calle Maipú, en el Barrio de Banfield, al sur del Conurbano bonaerense. Fontán es la cuarta generación, nacido y criado en ese barrio pionero del sur, que entre su fisionomía de calles empedradas y jardines frontales, se mezclan los viejos caserones de los ingleses con las casas bajas de los trabajadores. Cada tanto su tía proyectaba en el living cintas de viajes en superocho aunque Fontán no le interesaban tanto las imágenes como el dispositivo; la pericia de la luz contra la pared, la paleta de colores, el sonido del aparato.

Al terminar el secundario, hizo tres años de ingeniería (tal vez impulsado por algún mandato paterno), y rápidamente se anotó en la carrera Letras donde obtuvo una licenciatura. Intentó la escritura, publicó algunos libros de cuentos y de poemas. Pero en cierto modo, la escritura no lograba mostrar lo que Fontán quería hacer; algo más vinculado a la fotografía, arte que había aprendido en curso de joven. Para su decisión de pasarse al cine rescata un momento clave: cuando aparecen las primeras filmadoras de VHS. El hecho de mirar por el visor lo modificó; tener una cámara para hacer un recorte sobre lo real fue importante. El cine se le presentaba como una posibilidad de contacto con el mundo.

En 1989, a los 29 años de edad, entró en la carrera de dirección en el CERC (hoy ENERC). La escuela de cine dependiente del Instituto de Cinematografía Nacional no estaba atravesando su mejor momento. Los docentes que arrastraba la institución tenían una concepción sobre la práctica cinematográfica que no se adecuaba a la demanda de los alumnos. Hacia fines de los años ochenta muchos realizadores se formaban en Universidades del extranjero o en grupos privados. Continuó en el Instituto por dos años, armó un grupo de amigos y de trabajo, y empezó a hacer cosas.

“Había algo del cine de los 80 que no nos cerraba” dice. “Lo complicado era aprender qué tipo de películas puede hacer uno y cómo las puede concretar. El sistema de producción, en donde uno escribe todo, después filma, y después edita la película, no me funcionaba de entrada”. Así se lanzó al ruedo. Hizo algunos cortos, un mediometraje llamado Canto del Cisne en el Hospital Borda sobre el poeta Jacobo Fijman. De a poco, encontró una forma de producción que se acercaba a un cine posible: un equipo chico, un sistema en donde se escribe, se filma, se edita y se vuelve a filmar. El resultado: películas tal vez más cercanas al documental que no descartaban el vínculo con lo ficcional. “Voy viendo y anotando cosas con el director de fotografía” dice Fontán cuando se le pregunta por su forma de hacer cine. “Vamos ajustando pequeñas cosas. Así me quedo tranquilo de cómo respira la película, del ritmo. Porque el cine es eso que está en la materialidad. Para mi la escritura sucede cuando aparecen la cámara, los cuerpos, la luz. La escritura de un guion solamente es una escritura demasiado alejada de lo material que tiene el cine.”

A diferencia de lo que podría pensarse de un director, la mayor lección que recibió fue por parte del poeta Jorge Calvetti mientras Fontán estaba grabando un documental titulado El paisaje invisible. El poeta estaba muy enfermo e imposibilitado de moverse. Cuando terminaron de filmar, Calvetti le dió las llaves de su casa en Jujuy y le dijo: Vaya a Maimará. Fontán no sabía muy bien para qué le podría servir ir hasta Jujuy a filmar, si lo que importaba era lo que el poeta tenía para decir en vida. Entones, le preguntó, ¿qué cree que puedo hacer yo, allá? Calvetti le dijo: vaya a mirar. “Fue como un mandato: vaya a mirar, Fontán”, dice. “Es algo que entendí y que nadie me había enseñado en cine, probablemente hoy tampoco se lo enseñe: hacer cine no es escribir un guion o saber usar una cámara; es aprender a mirar, permanentemente. Para mi ese mandato, fue clave. Vaya a mirar, Fontán”.

El mapa y el territorio

Poco tiempo después de filmar la película sobre Calvetti, tuvo una propuesta de filmar en Barcelona una película que se llamaría La Costa Errante. Bajo contrato, tenía que trabajar con un conjunto de actores de diversas nacionalidades. Fue una experiencia muy dura de la que obtuvo un aprendizaje muy poderoso. “Entendí que podía hacer ese trabajo de oficio, pero había algo que a mi no me cerraba. Me faltaba un material sensible para saber cómo mirar por la cámara. ”La mirada condiciona un espacio, al mismo tiempo que extrae, en el acto de observar, el efecto residual que el tiempo tiene sobre los objetos y los cuerpos. El ejercicio de capturar esos instantes se logra luego de años de observar un mismo lugar.“Tomé la decisión de hacer cine con lo más cercano que tenía, con lo contiguo.” Rompió el contrato, armó las valijas y se volvió a Buenos Aires, más concretamente a Banfield.

Ahí comienza una serie de películas que fueron definiendo una estética, y que se organiza en dos ciclos. Al primero lo llamó “el ciclo de la Casa”. Son películas que trabajan lo personal, la historia familiar, la casa paterna como un laberinto entrecruzado de recuerdos, y también con el efecto del tiempo en los vínculos, en su relación con la naturaleza y los objetos. La premisa de El árbol ( 2006) es sencilla. Comenzó con una conversación muy nimia entre los padres de Fontán acerca de si sacaban un árbol o no de la vereda. A partir de esa idea del despojo, quiso filmar el momento exacto en el que las cosas son pero están dejando de ser. Usó luz natural durante las cuatro estaciones de un año (junto al director de fotografía, Diego Poleri, con quien conforma un vínculo más cercano a la hermandad que a la sociedad creativa). El relato se arma con capas temporales que sutilmente se articulan en una pequeña trama para hablar de lo doméstico. Poco tiempo después, estrenó Elegía de Abril, sus padres son reemplazados en cámara por actores (Lorenzo Quinteros y Adriana Aizenberg) construyendo un espejo interesante entre realidad y ficción. Finalmente, con La Casa, cierra el ciclo para perseguir el rastro fantasmático de sus cuatro generaciones en una película narrada con reflejos, sonidos y atmósferas. Toma la historia personal y la de sus padres pero no arma una serie de películas biográficas.

“Si uno ve El árbol, y no lee los títulos puede no darse cuenta de que son mis padres y que esa es mi casa natal. Pero hay un elemento sensible que tiene que ver con la relación con lo real. El cine que me interesa hacer parte de algún modo de una experiencia y sin esa experiencia original que está en el fondo, en una especie de núcleo vital, no sé cómo hacer cine.” Entonces, la pregunta es, ¿por qué de pronto Fontán inició un ciclo de tres películas sobre el Río Paraná? La respuesta: la literatura. Un territorio sensible y cercano a él, como su Banfield natal. “Si vos mirás mis notas y apuntes de rodaje son todas sobre literatura”, dice. Recuerda el impacto que tuvo la literatura de Juan José Saer cuando era un estudiante de Letras. La lectura de Nadie, nada, nunca y El Limonero Real lo dejaron girando en el aire varias semanas sin entender bien qué estaba pasando. Era algo nuevo, o al menos nuevo para Fontán, que descubría en Saer una forma de narrar distinta que intentaba romper las fronteras entre la narración y la poesía, y al mismo tiempo se mantenía atenta a lo real.

La necesidad de filmar en el río se confirmó cuando fue a dar un taller de cine a Paraná y una mañana bien temprano lo llevaron en bote a recorrerlo. Y ahí, en ese territorio, atravesado por las lecturas, se armó una simbiosis profunda. Al encontrarse con algunos habitantes de las islas y entrar en conversación sintió que se armaba un sistema. “Son personajes que están en extinción. Arrastran con una tragedia del pasado y una tragedia futura, inevitable. Todo eso generó diversos elementos que vinieron a mi”. Le pareció encontrar una realidad en tensión. Un presente cargado de pasados y de futuros. Algo, insiste, que no se puede terminar de asimilar, porque cuando se lo ve, el río crece, y cuando se lo intenta apresar, el agua decrece y se lo lleva. “La realidad es ambigua. Uno no puede fijar la realidad.”

Tres películas confirman ese otro ciclo llamado “Del Río”, que, como el anterior, no responden a un orden cronológico en términos de estrenos o de realización, sino a una organización conceptual. La primera comienza con una lectura en clave abstracta sobre la poesía de Juan L. Ortíz en un documental llamado La orilla que se abisma. En El rostro, la segunda, aparecen algunos personajes anclados en la deriva del tiempo, con alguna reminiscencia al mundo perdido de Juan José Manauta y a los versos quebrados de Arnaldo Calveyra, en un cruce de registros sonoros y visuales. Y la tercera es la adaptación de El limonero real de Juan José Saer. Allí los personajes terminan por obtener cuerpo y voz, y aparece una pequeña trama que organiza las acciones.

“La experiencia es un sustento sensible” dice Fontán.“Luego la podés poner en los dispositivos que quieras. Pero sin eso sensible, personal, que se desparrame, para mi no hay película. En función de eso, fui desarrollando un método que llamo “El concepto poético”. Algo que me permite trabajar con el equipo, porque el desafío del director es como hace para que, de algún modo, esa sensibilidad no se quede en relación a la historia sino en lo que está detrás.”

La mujer de la multitud

Hace algunos años atrás, aún vivía en Banfield. No se había mudado al centro para alejarse de su casa natal. Miraba por la ventana hacia la calle y después de un rato vio que una persona había dejado una caja con cachorros de gato. Una mujer pasó caminando por la vereda y al verlo, se acercó y acarició a uno de ellos. Se irguió avanzó unos pasos pero apenas pudo caminar; el gatito la estaba siguiendo. La mujer miró para todos lados, se agachó, tomó al gato de la panza (esta vez sin caricias) y lo devolvió a la caja. Se alejó a paso rápido para cruzar la calle antes de que el semáforo pasara a rojo, para alejarse del animal. El gato volvió a saltar de su caja, corrió por la calle y fue atropellado por un camión.

Fontán se quedó con esa imagen en la cabeza, varios años. Le hacía pensar en el lugar que tiene la ternura en el mundo, dice. Se mudó a la Capital Federal, al barrio de Colegiales. De tanto viajar en tren el sur del Conurbano bonaerense, encontró en la zona de Gerli, Avellaneda y Barracas, previo a la entrada a la Capital Federal, un terreno difuso, cambiante; algo perdido en el tiempo y poco claro de percibir. Una zona urbana, postindustrial que en muchos casos funciona como una espacio de cruce y de tránsito para las personas que día a día llegan a la ciudad a sus trabajos; que si bien están en el sistema, habitan en sus márgenes, y se ven afectadas por el empobrecimiento producto de la economía de los últimos años.

“Me empecé a preguntar que pasa en los vínculos humanos atravesados por el dinero. Lo que va provocando un mundo muy deshumanizado, y que nos va dejando más solos”. Le llegó la historia de una mujer que robaba en su trabajo y que lo hacía con regularidad, y algo se cerró con la historia de los gatitos. Fontán concibió un guion y lo escribió junto a la escritora Gloria Peirano, quien aportó detalles en la construcción de los personajes hasta formar una trama con un disparador: Mónica, una empleada administrativa, tiene que devolver quince mil pesos que ha robado. Inicia un tour de forcé de una noche y recorre diferentes espacios urbanos del sur de la ciudad. La cifra no es descomunal, pero aún así Mónica necesita de la ayuda de conocidos y amigos que, al entrar en contacto con ella, revelan una faceta de los vínculos entre seres humanos mediados por el dinero, al mismo tiempo que develan la historia que corre como un río profundo por debajo de las acciones.

Es la primera película en la que el cineasta hace un uso consciente y narrativo de la puesta en escena, sin traicionar su estética ni su idea sobre lo cinematográfico. Y la primera vez en la que se siente con libertad productiva gracias a Lita Stantic con quien trabajó después de varios años de amistad. Stantic tomó parte del proceso, y ayudó en la selección del casting y en la elección de Belén Blanco para en el protagónico (después de varios años de no trabajar en cine). “Como condición los actores tenían que trabajar con una economía de recursos, de modo tal que no quedaran delatados. Tenía que haber algo que se escapara del personaje. Y Belén es fantástica. Trabajamos mucho con ella, primero. Y después, los vínculos con cada uno de los personajes, porque la película sucede en esos intercambios: con Marcelo Subiotto, con Walter Jakob, con Andrea Garrote, en esos encuentros estaba el sustento, una tensión de no saber qué hacer.”

 

En un primer momento, la película iba a llamarse El desierto, título que no fue del todo descartado sino que se convirtió en el eje conceptual (el “concepto poético”, como lo llama) que aunó a las áreas. Cada vez que el sonidista proponía una idea, o el director de arte se definía por una paleta de colores, él les recordaba: vamos hacia el desierto. Porque el viaje circular que emprende Mónica se revela como una soga que se nos ata al cuello y se vuelve metáfora social de los últimos años de neoliberalismo sin control. “La deuda que arrastra Mónica se multiplica con el correr del tiempo” dice Fontán. “La película parte de la materialidad y va hacia una abstracción, hacia una disolución que es una multiplicación en los otros. Desarmarse sería multiplicarse en todos esos otros que viajan a diario al centro en el tren. Es la deuda impagable que arrastramos, y que nos va a afectar en nuestra vida cotidiana. Una deuda que incide directamente sobre nuestras vidas y que otra vez nos lleva hacia el desierto”.