En la ya icónica Mean girls (2004), Lindsay Lohan interpretaba a una chica que, después de haber vivido en África durante años con los padres, que la habían educado en casa, se mudaba a Estados Unidos y llegaba por primera vez a una jungla de otro tipo: la del secundario. El pasado en África funcionaba perfecto como hipérbole de la inadaptación que en general caracteriza a lxs protagonistas de comedias de secundario, y la chica de Mean girls aprendía a capitalizar esa cualidad diferente que le otorgaba ser una nerd y haber crecido en la ignorancia total de las complicadísimas reglas de la adolescencia en comunidad. Ahora imagínense una cruza entre ese personaje y Dora la exploradora, la serie animada de Nickelodeon, y tendrán una idea aproximada de lo que es Dora y la ciudad perdida. La combinación suena improbable y arriesgada y sí, lo es; Dora la exploradora era un dibujo animado destinado a niñxs en edad preescolar que desde 1990 y durante veinte años trató de involucrarlxs en ese tipo de respuesta automática que se denomina “interacción”. El argumento era simple: Dora Márquez, de 7 años, tenía en cada capítulo una aventura que consistía en buscar un objeto ayudada de su mapa, su mochila y sus animales amigxs. Pocas cosas se sabían sobre la vida de la protagonista, pero sí que era “latina”, así, sin otro particular —y claramente, por lo tanto, una especie de representación de lo que se imagina por latinidad desde Estados Unidos-.

En la película dirigida por James Bobin (The Muppets y Muppets most wanted) y protagonizada por Isabela Moner, el contenido de la serie animada se ubica como una fantasía de Dora cuando era pequeña y jugaba en la selva con su primo Diego (hay una serie de chistes muy buenos al respecto al comienzo de la película). Hija de una pareja de arqueólogxs (Eva Longoria y Michael Peña), Dora se crió en libertad, la educaron en casa y desconoce la vida en las ciudades hasta que, a los 16 años, una misión de sus padres especialmente delicada en busca de la ciudad perdida de Parapata no les deja otra opción que mandarla a Los Ángeles, a la casa de sus tíxs. La gracia de la primera parte de la película es el contraste entre la profunda ingenuidad de Dora, cuyo núcleo se mantiene fiel a la pequeñita sonriente y de cara redonda de la serie de Nickelodeon, y el mundo “real” de la ciudad, cargado en este caso con todo el escepticismo del universo adolescente.

Isabela Moner hace buena comedia a partir de ese choque, y también asoma un comentario ácido sobre la propia sociedad norteamericana: en su primer día de colegio, le confiscan el contenido de la mochila frente al detector de metales (instalados para prevenir tiroteos en los colegios) porque los elementos de supervivencia que lleva se consideran sospechosos. Pero esa es toda la concesión al mundo real que está dispuesta a hacer la película; por lo demás, en esa escuela multirracial donde nadie parece hacer distinciones entre blancos y latinos, todo es fantasía, especialmente desde el momento en que Dora y tres de sus compañerxs son secuestrados y llevados a la selva para tratar de encontrar a los padres de la chica. Ahí comienza una especie de Indiana Jones y el Templo de la Perdición en versión para pequeñitxs protagonizado por una chica, que guiará a sus amigxs a través de la selva. Aunque lo cierto es que cualquiera de las Indiana Jones era también para niñxs, o al menos pertenecía a ese tipo de películas que podían mirar personas de distintas edades; la película de Dora, por su parte, queda tironeada entre el público de jardín de infantes al que apunta la serie en que se basa y el más amplio al que evidentemente intentan venderla y, si bien es entretenida, está muy lejos de los clásicos para todas las edades que duran mucho más que su propia campaña publicitaria.