En rigor no tengo película favorita, porque elegir una sería una injusticia tremenda para con otras. Hay películas que me marcaron, y de esas en general me acuerdo dónde y con quién las vi. La Comuna (2000) de Peter Watkins, es una de esas películas. Verla fue una especie de revelación. Desde los 90 mi cinefilia era de videoclub. Elegía las películas por las tapas de los cassetes, con una predilección especial por las de terror. En algún momento empecé a ir al Bafici. En general iba solo y sin tener idea de lo que iba a ver. Elegía las películas por sus títulos, sin fijarme nada más que eso. Todavía era posible ese vértigo, no existía lo de googlear. En el Bafici del año 2002, seguramente, saqué varias entradas, porque me rateaba del colegio para ir a ver dos o tres películas al hilo, era el plan perfecto. Lo que seguro no hice es sacar entradas para La Comuna de Peter Watkins. El título no me decía nada por entonces, pero por sobre todas las cosas, a los dieciséis años me resultaba inconcebible ir a ver una película que duraba seis horas. Y sin embargo, de sopetón, mi viejo sacó entradas: tenemos que ir a ver La Comuna, dijo sin mayores explicaciones. Él había hecho exactamente lo mismo que hacía yo, no conocía la película y la eligió por intuición. Lo que a mi no me decía nada, a él le decía algo, no solo eso, La Comuna, con sus seis horas, se presentaba a mi padre como un acontecimiento cinematográfico ineludible. Llegó el domingo en cuestión y a la mañana encaramos para el Abasto. Yo la noche anterior había ido a una fiesta y no tenía ninguna esperanza de aguantar despierto ni el primer acto. Y sin embargo ya desde sus primeros planos la película fue para mí como una especie de bomba. Invitado por un canal público de la televisión francesa, Peter Watkins se propuso algo monumental, no simplemente recrear la historia de la gran insurrección popular parisina de 1871 -de la que yo no sabía nada por entonces- sino además reproducir el aspecto más puramente experiencial de un acontecimiento insurreccional. Tomando como punto de partida dos movileros de televisión (uno de izquierda y uno de derecha), que con desfachatado anacronismo incrusta en la película, Watkins obliga al espectador a preguntarse permanentemente por el rol de los medios en la formación de opinión y a tomar partido por sí mismo. Es una película sin héroes, con decenas de personajes fugaces y llenos de contradicciones, donde el protagonista es el pueblo alzado contra un gobierno ausente que ante la amenaza de una invasión prusiana ha abandonado la ciudad a su suerte. Contada así parecería una mega-producción, pero toda la película está filmada en un galpón y actuada en buena parte por gente del barrio de Montreuil que Watkins reclutó para su rodaje de apenas dos semanas. Es decir, es una película de corte experimental, sumamente entretenida, bestialmente política y a la vez carente de vocación panfletaria, ya que indaga casi metafísicamente las raíces de la acción insurreccional. Conjuga cosas que rara vez se han logrado maridar, y lo hace con una libertad brutal. Más aprendo sobre cine y más pienso que La Comuna es una especie de milagro. En el cine argentino hoy más que nunca necesitaríamos dos, tres, muchos Watkins que hagan muchas Comunas para despertar conciencias y vocaciones. Películas que le hagan algo a la gente, experiencias de cine. Siempre que se me ocurre alguna idea para una película histórica, primero pienso que va a ser imposible de hacer, y después me acuerdo La Comuna, en una íntima y subversiva versión del sí se puede que nos han robado los porfiados de turno. En aquella proyección memorable del Abasto las horas pasaban volando, y el público estaba en éxtasis. En una Argentina en plena crisis, todavía en las postimetrías de diciembre de 2001, la película nos interpelaba directamente. En los interludios se amontonaba la gente a comprar café y a cambiar opiniones a viva voz, porque es una de esas películas que genera la necesidad de hablar y de compartir. Recuerdo incluso que mi viejo me dijo que al lado nuestro estaba sentada una hermana del Che Guevara que era colega suya de la facultad de Sociales, lo cual por cierto añadía cierta épica a la cosa. Faltando unos minutos para que termine el último acto tuvimos que irnos para no llegar tarde no se a dónde, y recuerdo el especial cuidado que tuvimos al salir imperceptiblemente, para que nadie creyera que no nos habíamos aguantado las seis horas. 

Benjamin Naishtat nació en Buenos Aires en 1986. Cineasta. Realizador de los cortometrajes El Juego (2010) e Historia del Mal (2011), y los largos Historia del Miedo (2014), El Movimiento (2015), y Rojo (2018), este último ganador de tres premios en el Festival de San Sebastian y estrenado en una docena de países. Co-fundador de Cine Oriente, cine popular en Parque Patricios establecido en 2019 "para alegrar la mishiadura" (www.cineoriente.org)