Ante la crisis acelerada por la corrida cambiaria, representantes de movimientos sociales intensificaron el reclamo por la declaración urgente de la emergencia alimentaria, también propuesta por distintos proyectos de la oposición. Las desestimaciones de este reclamo por parte del poder público incluyen por un lado al actual Secretario de Cultura de la Nación, Pablo Avelluto, impugnando el hambre popular como un mero “slogan de campaña” o la insistencia de Miguel Ángel Pichetto, candidato a vicepresidente del oficialismo, en que no existe más respuesta posible por parte del Estado, dado que son los propios movimientos sociales en su continua exigencia de planes y en su falta estructural de voluntad por conseguir trabajo quienes han inducido esta crisis social. Posiciones que, en su conjunto, se contradicen como vemos con la realidad material que atraviesa hoy la política alimentaria del país y moviliza a los sectores populares a la ocupación del espacio público.

El precarizado escenario en el que se discute el acceso a la alimentación hoy conjuga, entre muchas otras causales, un recorte presupuestario inaudito en la educación que afecta directamente a las tareas de cuidado y nutrición que desarrollan los trabajadores docentes y no docentes, así como las cooperativas, en los comedores escolares; un empobrecimiento generalizado de la sociedad a través del desempleo y la caída de los salarios; el continuo aumento inflacionario que, entre muchas otras cosas, obstaculiza la tarea que llevan adelante tantos movimientos sociales en sus propios barrios organizando ollas populares o comedores para familias enteras que no tienen cómo conseguir su sustento.

La falta de acceso a alimentos de calidad vulnera derechos fundamentales de lxs habitantes, y profundiza escenarios de injusticia y desigualdad social. Sin embargo, pese a la legitimidad de este reclamo, la estigmatización mediática sobre la diferencia corporal se instala problematicamente junto al abordaje político patologizante de esta situación urgente. Pues si hay algo que define el programa político económico y cultural de esta imaginación empresarial traducido en políticas públicas, es el tratamiento del cuerpo social desde la obligatoriedad del ajuste y la austeridad como una lógica de perfeccionamiento individual.

Cortar la grasa, cortar por lo sano...

En los inicios de la gestión macrista, al calor de los recortes precarizantes y la reducción del empleo público, desde el activismo por la diversidad corporal señalamos la presencia de terminología injuriante en estas políticas neoliberales que justificaban un modelo de exterminio económico, al mismo tiempo que simbolizaban un llamado corporal eugenésico. Cortar la grasa militante del estado no solo era un modo de referir a los despidos como un ajusticiamiento productivo, sino también la instalación de un estigma cultural sobre esos signos que hacen del cuerpo un cuerpo improductivo, un cuerpo salvaje, un cuerpo bruto, bárbaro, incómodo, cabeza, negro y grasa: un cuerpo que desde el desprecio por sus desmesuras desobedece el patrón corporal de la normalidad.

Si bien a los activistas de la diversidad corporal nos interesa cuestionar esa razón política de derecha porque anima aquello que pudimos sintetizar como “neoliberalismo magro”, es decir un tipo de gestión económica cultural que enlaza su apología del ajuste, con sus efectos de hambre, y su persecución moral sobre el “exceso” de los cuerpos, especialmente los racializados y los pobres, también queremos dar la discusión sobre el presupuesto patologizante que subyace en la idea de “dieta saludable” como un modo de combatir el ajuste. De hecho, creemos que esta crisis alimenticia que atravesamos se intensifica cuando frente a este escenario necio y deslegitimador, donde el poder público niega la expresión desesperada del hambre, se reproducen lógicas de estigmatización de la gordura desde los movimientos que se organizan para resistir los embates de este gobierno.

La retórica neoliberal anti-gordura y anti-pobre, han sido históricamente amigas: culpabilizan a las personas por su falta de voluntad, por su dejadez y dependencia, produciendo una narración cultural y mediática que asume que la gente gorda come demasiado y mal porque quiere. Sin embargo, este problema reaparece cuando los movimientos sociales progresistas o las culturas políticas de izquierda también piensan que ayudar a las clases populares implica asumir una postura paternalista e infantilizadora sobre esos cuerpos gordos racializados que engordan por ignorancia nutricional como un efecto del capitalismo, sumándose así, creemos de forma inconsciente, a una perspectiva magropolítica, que fomenta la guerra contra la obesidad que tanto la OMS como la billonaria industria de la dieta sostienen en línea con las políticas de ajuste y austeridad neoliberal.

Como ha explicado el feminismo del pasado siglo, “estar a régimen” forma parte del estatus cotidiano de la mayoría de las personas, especialmente las feminidades. Pero las políticas neoliberales también proponen restricción y ajuste: estar endeudadas y hambrientas es el estatus normal para el 99% de la población mundial que no es rica. Esta restricción alimentaria en algunos casos se “elige” como modo de vida “saludable”. Pero para una inmensa mayoría de este 99%, el hambre no es una opción sino una imposición. Por eso, hoy, que estamos cara a cara frente a una emergencia de salud pública con visos trágicos, decretar la emergencia alimentaria es ineludible y debe hacerse cuanto antes. Pero las políticas públicas y sociales que construyamos a partir de esta declaración deben hacerse desde presupuestos no gordofóbicos. Donde podamos imaginar una justicia alimentaria que no esté basada en la estigmatización ni desaparición de una variación corporal.

Entonces, en medio de este caos mediático, que por un lado representa de manera estigmatizada la gordura del cuerpo social empobrecido, y movimientos progresistas que nos aconsejan a tomar acción y responsabilizarnos individualmente por lo “mal comidos” que estamos, creemos que la crítica tiene que necesariamente asumir en esta coyuntura un objetivo claro y concreto: las políticas industriales de producción de alimentos, la desigualdad de su distribución y las decisiones estructurales que implementa el estado para garantizar o ajustar su acceso: como por ejemplo, la recuperación del trabajo y la equiparación de salarios que permitan obtener una alimentación justa, es decir, nutritiva, de calidad y sin violencia ni discriminación. Tengamos el cuerpo que tengamos.