Con las aguas calmadas luego del vértigo desatado en los mercados financieros tras las PASO vale la pena un breve balance de lo sucedido. Tal como se advirtió, la estrategia de preelectoral de planchar el dólar para estabilizar la macroeconomía fue tan cara como inútil y de patas cortas. Nunca más verdadera la afirmación de que el rol del FMI fue geoestratégico: financiar la campaña del aliado sudamericano. Sorprende que, como a comienzos de siglo, se siga hablando de que hay funcionarios del organismo con sus carreras comprometidas. Quizá se cambie de oficina a alguno para salvar las apariencias, pero el rol del Fondo siempre fue transparente, sostener al aliado y financiar la salida de la exposición argentina de muchos fondos de inversión, una finalidad formalmente “violatoria sus estatutos”. El problema residual fue que cuando el grueso de los fondos especulativos globales partió también comenzaron a dolarizarse todos quienes pudieron.

Si se prescinde de las cuestiones ideológicas la ciencia económica conoce las herramientas para afrontar los problemas de escasez de divisas que comenzó a enfrentar el macrismo cuando se le corto el crédito externo. La ciencia también sabe cómo evitar llegar a la restricción o cómo no agravarla, pero estamos hablando de corto plazo. La solución era de manual. La primer medida era terminar con la dispensa para liquidar exportaciones a voluntad y la segunda frenar la salida de divisas.

Dada la dinámica de los acontecimientos, era absolutamente esperable que el gobierno patee para adelante el pago de deuda y establezca controles cambiarios junto a la obligación de liquidar exportaciones, pero lo hizo demasiado tarde y mal. La secuencia era al revés. Es más, si hubiese tomado a tiempo las medidas cambiarias hasta podría haberse ahorrado los “reperfilamientos” dejándole la ingrata tarea a la próxima administración y conservando al menos una bandera. Tratándose de la trayectoria del actual gobierno, al observador se le presenta siempre la contradicción entre si las decisiones de política económica responden a planes de negocios o simple impericia. Sin embargo cuando todos pierden como fue el caso de las últimas medidas (los chismes de la city porteña brindaron esta semana hasta escenas de pugilato), sólo queda la alternativa de la impericia. Y lo más grave fue que la base de la impericia fue el dogmatismo extremo del que puede catalogarse como uno de los gobiernos más ideologizados de la historia local. No hay nada peor en política económica que correr detrás de los acontecimientos demorando decisiones simplemente porque, como señaló Mauricio Macri ante empresarios, “son medidas que no nos gustan”.

Para tener una idea de los costos parciales de la demora basta decir que sólo en agosto se perdieron reservas por 12 mil millones de dólares. El dogmatismo no sólo es irracional, también es muy caro. Aunque la primera semana de septiembre no mostró un freno significativo, se fueron alrededor de 3000 millones más, ello fue por salida de depósitos en moneda dura, variable que se frenará en las próximas semanas, ya que antes de las medidas había comenzado una proto corrida bancaria que esta semana se frenó.

Las medidas cambiarias también lograron frenar la suba del dólar. Lo que no tiene vuelta atrás es el daño ya provocado y el por venir. Como siempre sucede el nuevo precio post PASO de la divisa saltó rápidamente a los precios, especialmente al de los alimentos. Existen no pocos economistas, como por ejemplo el radical Roberto Frenkel, que se mostraron contentos con la suba del dólar. Consideran al nuevo valor como una especie de sinceramiento y una base macroeconómica para resolver problemas estructurales. Es una idea errónea. El dólar alto no incide en las cantidades exportadas y sólo significa salarios bajos, más inflación y caída de la demanda y de la actividad. Y para los deciles de la población de menores ingresos significa comer menos, incluso hambre. No debería hacer falta decir que nunca el hambre puede ser un prerrequisito para el despegue económico, situación que además deja secuelas irreparables. No existe mayor extravío teórico que creer que la economía puede estar bien cuando las personas están mal.

Si se repiten estos conceptos es porque el posmacrismo ya comenzó. Lo que está en marcha es el armado de un nuevo bloque de poder y del que será su discurso económico. Si bien se conocen las enormes condicionalidades iniciales que tendrá la nueva administración y también algunas de sus ideas fuerza, la heterogeneidad de los economistas cercanos a Alberto Fernández representa un escollo para las definiciones tajantes. La única seguridad es que la era del dogmatismo terminó. No es mucho, pero lo que viene es una etapa en la que la economía estará subordinada a la construcción política, un escenario en el que, sin embargo, pueden pulular ideas erróneas, como la del “tipo de cambio competitivo” como se mal llama al dólar alto. Al mismo tiempo, ese dólar alto será la consecuencia inevitable de una realidad de prolongada escasez de divisas.

A un nivel muy agregado de análisis la economía local tiene dos urgencias relacionadas, la necesidad de superar la restricción externa al mismo tiempo que desdolarizar su sistema monetario. Se trata de dos desafíos de largo plazo imposibles de resolver en un solo período de gobierno y que además, para su superación, necesitan de la construcción de un amplio consenso social. Esta construcción será la principal tarea de Alberto Fernández. Es una tarea de la política porque es un consenso que no existe en la sociedad civil, ni siquiera en las clases sociales que tienen la responsabilidad de la organización de la producción. Las jornadas de esta semana de la Asociación Empresaria Argentina (AEA), que reúne a los dueños de los principales grupos económicos, fueron una muestra de la completa ausencia de mirada estratégica y de largo plazo de la clase dominante. Los empresarios no solamente no se hicieron cargo del fracaso de un gobierno que consideraron propio, sino que además se limitaron a reclamos exclusivamente sectoriales. La ausencia de una clase que demande desarrollo es el tercer gran escollo de la economía local.