Por primera vez en su vida deportiva, quince temporadas después de su irrupción en el máximo plano mundial, Rafael Nadal parece haberse despojado de su mayor sombra. Los logros y las conquistas que acumuló a lo largo de su carrera, cuyo valor real trascenderá al menos por varias generaciones, siempre corrieron detrás de la imagen de Roger Federer, la elegancia y la perfección, el dueño de todos los records, el prototipo inmejorable de un tenista profesional.

Nadal transitó toda su trayectoria eclipsado por la magia de su antítesis más genuina, un suizo que parecía haber llegado a este deporte para reescribir los libros de historia. El tiempo, no obstante, dejó un espacio reservado para las epopeyas del español, el símbolo de la garra y el poderío físico al servicio de la raqueta.

Flamante campeón del Abierto de Estados Unidos, tras sobrevivir en una final de tintes épicos ante el ruso Daniil Medvedev, Nadal ya no construye su camino bajo la figura de Federer. El imponente Arthur Ashe, el estadio más grande del mundo, percibió cómo ganaba su cuarto título en Flushing Meadows, nada menos que el 19° trofeo de Grand Slam que brillará en sus vitrinas.

Desde que comenzó a discutirle el protagonismo a Federer, el español jamás estuvo tan cerca de alcanzar su máxima marca, los 20 Slams que hasta hace poco parecían inaccesibles para cualquier mortal. Pero Rafa no conoce de imposibles y ya respira en la nuca del suizo de 38 años, quien se despidió del US Open aquejado por sus dolores de espalda y hasta llegó a poner en duda su participación en los Juegos Olímpicos de Tokio.

El español de 33 años conocía mejor que nadie el valor de la oportunidad que se le presentaba en Nueva York. Ni siquiera el sorprendente Medvedev, el jugador con más victorias de la temporada (50), supo cómo interponerse entre sus aspiraciones y la posibilidad de acechar a Federer en el rubro de mayor relevancia cuando se discute quién es el mejor.


¿Quién es el mejor?

Cuando Pete Sampras conquistó su 14° trofeo de Grand Slam en el Abierto de Estados Unidos y anunció su retiro, en 2002, nadie imaginó que aquel record quedaría pulverizado pocos años después tras la aparición de tres jugadores que se apropiaron del circuito para construir la era dorada de este deporte. Primero surgió Federer y arrasó con todo; después emergió Nadal como su principal pesadilla y mostró sus colmillos; y por último asomó Novak Djokovic, quien ya suma 16 títulos grandes y ganó cuatro de los últimos seis.

Nadie sabe si, en efecto, habrá uno mejor que el otro. Federer, Nadal y Djokovic ya no juegan por dinero ni por reconocimiento. Tienen todo el dinero y también son reconocidos en cada rincón del planeta. Juegan por algo tan grande como intangible. Si bien los tres tienen asegurada su trascendencia en el tiempo y en la posteridad, la zanahoria que persiguen es simple pero abarcativa: ser el mejor de todos.

Y el rubro que más peso tiene en esa pelea por la cima es la cantidad de títulos de Grand Slam. Ganar uno de los cuatro torneos más importantes del planeta implica sostener la entereza mental y física durante dos semanas, al más alto nivel y al mejor de cinco sets. No existe el margen de error. Es por eso que la historia se escribe principalmente en estos acontecimientos. Lo digan o no, Nadal y Djokovic llevan varios años inmersos en la lucha por cazar el record de Federer, una plusmarca que corre más peligro que nunca con vistas al año que viene.

Después de años de innumerables lesiones, con varias etapas de evolución y niveles de reinvención superados, las lágrimas volvieron a apoderarse de Nadal después de su conquista en Flushing Meadows. Y no es para menos. Un jugador como Nadal no rompe en llanto por ganar un torneo que ya ganó en otras ocasiones. Lo hace, en cambio, porque antes de Roland Garros no atravesaba una buena primera mitad del año y pocos meses después se encuentra a las puertas del cielo. No es una herejía repetirlo: jamás estuvo tan cerca. Con la historia en juego, Nadal huele la sangre y Federer ya siente sus pasos. Continuará en 2020.

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