En la localidad de San Fernando, provincia de Buenos Aires, yace abandonado, ignorado y a medio quemar un palacio de extraordinario valor. Es una pieza patrimonial de primer orden por su estilo y antigüedad, y por su asociación con la familia Belgrano. Pero el Estado nacional, su dueño desde hace un siglo, no piensa restaurarlo o encontrarle un uso. El macrismo en el poder parece tener un solo recurso para estos casos, el de vender algo que para ellos es una ruina pero que ocupa un terrenazo de más de media manzana justo a una cuadra de la plaza Mitre, pleno centro de San Fernando.

Quien se llegue a la esquina de Sarmiento y Belgrano se va a encontrar con el palacio, fácil de encontrar por su espectacular torre, digna del castillo más pintado. El caserón es un pionero del eclecticismo argentino, la vocación por hacer edificios en estilos históricos que nunca tuvimos, y mezclarlos si pintaba. Construido entre 1860 y 1870, el edificio tiene una clara impronta de transición entre la edad media y el renacimiento, con toques más alemanes que otra cosa, pero con sectores más franceses o ingleses. Que todo esto funcione y encante es un testimonio al talento de la época.

El palacio fue construido para Joaquín Belgrano, descendiente del prócer que no ahorró en su casa: techos de pizarra europea, vitrales importados, peldaños de Carrara, pisos de roble de Eslavonia y, cuando se estrenaba, baños importados a este país que todavía no fabricaba nada de eso. Joaquín era descendiente directo de Carlos Belgrano, hermano de Manuel, que fue comandante militar de San Fernando. Casado con Josefina Rawson, murió joven y su viuda le vendió la casa al ingeniero Rómulo Otamendi, que la usó para los veranos con su mujer Matilde Carballo.

Matilde muere en 1916 y su viudo no quiere ver más la casa, con lo que hace uno de esos actos de generosidad que parece que ya no se usan. Otamendi le dona el palacete a lo que entonces se llamaba Sociedad de Beneficencia de la Capital para que sea un hogar de huérfanos. Veinte años después, el manejo pasa a las hermanas de los Santos Angeles Custodios por encargo de Adela María Arilaos de Olmos. Esta señora, una de las católicas formidables de una època católica si las hubo, era marquesa pontificia y la donante de su casa particular, la estupenda embajada vaticana en la avenida Alvear. Eventualmente, el Estado nacional toma el control bajo el Consejo del Menor y la Familia.

Y también eventualmente, el edificio es abandonado y queda literalmente tirado a la buena mano de la divinidad. El municipio lo declara Bien Patrimonial en 1999, y nada. La Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo lo recibe por convenio en 2012 para crear una escuela técnica y nada. Los techos del palacio arden en diciembre de 2017 y nada. Y cuando parecía que nunca iba a pasar nada, interviene el ahora devaluado Marcos Peña.

En abril de este año, con la firma del Jefe de Ministros, se publica en el Boletín Oficial la noticia de que la Agencia de Administración de Bienes del Estado, que tantos terrenos ya puso a disposición de los especuladores, declara “innecesario” el palacete. La maniobra esta vez es astuta, porque el mismo Peña firma y afirma que la municipalidad de San Fernando quiere recuperar el edificio y hasta cita a la Comisión Nacional de Monumentos, de Lugares y de Bienes Históricos como autoridad que marcó “los lineamientos de intervención del bien”.

Pero ni a la Agencia, ni a Peña, ni a Macri le importa el patrimonio, con lo que el truco es dejar ahí el palacio en ruinas --que se arregle San Fernando-- y vender sus jugosos terrenos. Es que la más de media manzana puede generar negocios. ¿Cómo se dice “negocios” en burocratés macrista? “Cooperación con el sector privado” para la “construcción y la generación de empleo genuino”.

En fin, lo que se podría demoler es una casa histórica sobre la calle Lavalle, la antigua caballeriza y vivienda del encargado del palacio sobre Belgrano y un feo bodrio que se construyó en los setenta que tapa buena parte del jardín. O sea, que la idea para tratar el patrimonio es vender todo su entorno a especuladores y dejar la pieza histórica encajonada entre edificios de altura.

No es falta de imaginación, que al final sobran profesionales que puedan proyectar una restauración y un nuevo uso para este conjunto. Es simplemente ver todo como un posible negocio para la industria favorita, la única que Mauricio Macri entiende y ejerció, cuando se encargaba de la rama de construcciones de su grupo familiar.