Muy pocas veces soñé con mi papá. En la niñez, estando despierta, me imaginaba viviendo situaciones con él. Imaginaba que venía a visitarme, me cantaba canciones --le gustaba cantar y tocar la guitarra--, me traía regalos y jugábamos. Durante un tiempo se me había metido en la cabeza la idea de que, si me esforzaba lo suficiente antes de dormir, iba a soñar con él. Me acostaba y desarrollaba mis estrategias: miraba su foto concentradamente o tocaba fuerte un anillo que tenía de él o le hablaba y le pedía que esa noche me visitara en sueños. No recuerdo que haya funcionado, pero tampoco recuerdo haberme puesto triste o haberme decepcionado porque no ocurriera. Me despertaba y pensaba “no fue anoche, pero seguro hoy sí”. Siempre fui una optimista incurable.

Pasaron los años y muchas veces recordé, muerta de ternura, las noches que la niña que fui pasó haciendo fuerza para soñar con su papá.

Ese anhelo infantil se cumplió por primera vez hace diez años. Me acuerdo de la fecha no porque sea memoriosa, sino porque estaba a punto de empezar el primer juicio oral por delitos de lesa humanidad en el que participé como abogada, un juicio contra cinco militares en Rosario. En los días previos al comienzo del juicio, estaba toda revuelta. Pasaba muchas horas pensando en mi papá, en mis tíos, en los padres y madres de mis amigxs, que también están desaparecidxs, y en sus compañerxs. Tenía miedo, todo parecía demasiado difícil. Sentía la ansiedad de la espera de tantos años, de tantos dolores acumulados, de tantas ausencias circularmente presentes. Era demasiado consciente de lo que ese juicio significaba para todxs nosotrxs y del esfuerzo que mucha gente había hecho durante años para lograr algo de justicia, que llegaba tardía y fragmentariamente. Esa noche me fui a dormir deseando poder descansar porque llevaba varios días sin hacerlo. A diferencia de otras noches, logré dormirme profundamente relativamente rápido. Tuve un sueño muy real, de esos que no parecen sueños, sino momentos vividos y luego recordados, recuperados más tarde del pasado al ser evocados. Soñé que mi papá entraba en mi habitación mientras yo estaba acostada, se acercaba y se sentaba en mi cama. Con mucha calma, como si el tiempo no existiera, me acariciaba la cara con sus manos de dedos flacos y largos --los mismos que heredé--, me sonreía y me miraba a los ojos con un amor inmenso. Después, con movimientos que parecían lentísimos, como en una película, me abrazaba fuerte, muy fuerte. Fue un abrazo de tal intensidad que resultaba impensable que no fuese real.

Sintiendo todavía ese abrazo, me desperté. Tenía toda la cara mojada y lágrimas calientes me brotaban descontroladamente. Me costó entender que estaba llorando y que había sido un sueño. Conservaba todavía la sensación en el cuerpo del abrazo que me había dado mi papá. Era de noche aún, así que me volví a dormir. Antes de hacerlo, con la misma fantasía que de niña, pensé que quizás podía continuar el sueño un poco más si me dormía rápido.

Al otro día me levanté distinta. Me sentí más fuerte. Empezó el juicio, el que llevamos con mucha garra con mis compañerxs de HIJOS, pasaron los meses y terminó con la condena de los cinco genocidas a prisión perpetua. Después vinieron, en los diez años que pasaron hasta ahora, muchos más juicios y condenas. Pero nunca olvidé que antes del primero mi papá me visitó en sueños y con un abrazo me dio las fuerzas que necesitaba para enfrentar lo que vendría.