Esta novela de Marlon James, ganador del Booker 2015 por Breve historia de siete asesinatos, puede considerarse un relato de fantasía pero nunca una ficción típica de ese género. Su enorme originalidad tiene raíces: el libro, primero de una serie, está construido sobre visiones caribeñas y africanas del mundo, es decir, visiones antibinarias y antieuropeas, muy alejadas de las que pueden rastrearse en autores como Tolkien.

La estructura de Leopardo Negro, Lobo Rojo -traducida por Javier Calvo en palabras sonoras y un ritmo bello excepto por algunas cuestiones de dialecto- es compleja en casi todo, empezando por el manejo del tiempo. Por un lado, la narración es una confesión del protagonista frente a un “Inquisidor”. En esa situación límite, el Rastreador cuenta su vida en primera persona en seis capítulos que, en cuanto al esquema de tiempo, podrían dividirse en tres partes: una primera aventura que establece los temas principales y los traumas del protagonista; una segunda, larga, y central; y una especie de coda final. Este esquema está cortado por innumerables flashbacks y anticipaciones y entre cada parte y la siguiente hay dos intermedios: el primero se cuenta en la canción de un “griot” (juglar) y el segundo es un relato oral separado dentro de la confesión principal.

La novela de James es, entonces, una complicada red de historias que se cuentan, se contrastan, luchan, se devoran unas a otras y que, como corresponde a la literatura occidental de los siglos 20 y 21, piensan su propia naturaleza mientras lo hacen. Son armas peligrosas y, por lo tanto, quienes las cantan corren peligro, pero todos saben que narrar es esencial.

La novela empieza con “El niño ha muerto. No hay más que contar” y, después de contradecir eso durante más de ochocientas páginas, termina pidiendo más. La última palabra es “Cuéntame”, lo cual se abre a la segunda entrega de la trilogía. Pero además, hay personajes muy relacionados con las “historias”: el Rastreador mismo, por supuesto y también una especie de araña monstruosa que dice “me muero de hambre de historias”; y el ogo, una figura secundaria conmovedora cuya soledad lo convierte en narrador compulsivo cada vez que encuentra un oído más o menos amable, “un oyente para extraer la oscuridad del corazón”.

En cuanto a la forma de narrar, James escribe una historia más, una en la que, como protesta Mossi, otro personaje, “nada de lo que cuentas termina como se cree”. Eso también tiene sentido porque esta es una historia sobre los diferentes, los que piensan de otra forma. Y lo que cuenta es lo que hacen con ellos las múltiples sociedades a las que se enfrenta el Rastreador. En el mundo de Leopardo Negro, Lobo Rojo, la crueldad contra los diferentes se aplica sobre todo a los niños y lo que confiesa el protagonista es su resistencia contra esa crueldad, una resistencia sucia, violenta, terrible, expresada en muerte, en sufrimiento, en arte, y sí, también en amor.

Un amor no tradicional, por supuesto, porque se trata de un relato esencialmente gay y esencialmente masculino (las mujeres, a las que se defiende en los diálogos, no tienen roles prominentes excepto del lado del mal). El amor (entre dos hombres) se da en un brevísimo intervalo, en la canción de un griot, y tiene una ternura y una belleza inauditas, sobre todo porque funciona como contraste con el horror de lo que lo rodea, con los abusos que sufren todos los personajes principales, no solo por su raza o su aspecto físico o su identidad de género sino sobre todo por la clase social a la que pertenecen.

Y por eso, las “Invectivas de Basu Fumanguru”, documento que todos buscan, son una declaración clara contra la institución esencial de ese tipo de abuso: la esclavitud. La descripción desgarradora del barco esclavista que aparece casi al final es la que corresponde a James como descendiente de africanos esclavizados, alguien que conoce y recuerda la Historia del llamado “Atlántico Negro”. Los héroes de la novela son todos “de abajo” y, por lo tanto, las civilizaciones que la pueblan están descriptas desde puntos de vista marginales: monstruos como el leopardo o el ogo o el Aesi; sirvientas de los reyes como algunas brujas y el narrador, un hombre de identidad múltiple y naturaleza escéptica, que no tiene nombre y no es uno sino muchos.

El Rastreador conoce bien a sus enemigos: son “los hombres instruidos”, los hombres binarios (¿europeos?) a los que describe como seres para quienes “todo el mundo se reduce a dos cosas: una u otra, sí o no, noche o día, bueno o malo… tienen tanta fe en las parejas que me pregunto si saben contar hasta tres”. El primero de esos enemigos es la monarquía, en gran parte responsable de lo que sucede con los niños diferentes, a quienes quiere rescatar el grupo de descastados que encabeza el Rastreador. En ese sentido, podría decirse que Leopardo Negro, Lobo Rojo tiene algo en común con X Men: aquí también hay un grupo de niños rechazados a quienes algunos tratan de proteger. Pero en el mundo de James, la crueldad que se ejerce contra esos niños es mucho mayor y el foco no está en los protegidos sino en los protectores.

Los “hombres instruidos” defienden la monarquía y la conclusión del libro es que hay que eliminarla en todos los sentidos, tanto el físico como el político. Como dice el protagonista en un momento: todos aprendemos a usar armas para defendernos; a leer mapas para ser “amos de nuestro viaje”. Lo hacemos porque aprender “te lleva de donde estabas adonde quieres ir. Pero los reyes ya están ahí. Es por eso que los reyes y las reinas pueden ser los seres más ignorantes del reino” y los más crueles, habría que agregar. Un ejemplo sobre ese comportamiento es suficiente (aunque la novela cuenta muchos): el Rastreador habla de un rey que tenía “una mente tan vacía como el cielo hasta que alguien le dijo que había griots que cantaban canciones” y que esas “canciones… podían levantarse contra él”. Entonces, reunió a todos los “cantores que sabían versos… y los mataron…”

Contra eso se levanta la novela. La confesión del Rastreador es, sin duda, el centro de una rebelión. Sus temas centrales son la memoria, la conexión entre arte y memoria, entre arte y resistencia. Es una red de historias que va de exageración en exageración, que a veces se vuelve dura y violenta en demasía; en la que faltamos las mujeres. Cierto. Pero la imaginación desbordante de James, su prosa intensa, la originalidad de lo que cuenta y su lectura del mundo la convierten en una novela bella, incómoda y necesaria.