Una pandilla de matones persigue en círculos a un escurridizo poeta que se escapa una y otra vez con disfraces y magia. Para poder encontrarlo, los mercenarios se transforman en algo que odian y, perdiendo de vista su misión, asumen identidades que los hacen más felices que en su vida anterior y ponen en duda sus creencias. Siguiendo las órdenes de un gigante bonachón que se siente próximo a la muerte y necesita un traje a medida para ser enterrado, un esclavo con un pasado horrendo atraviesa una guerra sanguinaria junto a una mujer que lo cautiva. Un santo, perseguido por el estado, se convierte en librero para poder esconderse; pero después, arrepentido, intenta volver al estado inicial.

Los protagonistas de Tres cuentos espirituales de Pablo Katchadjian, casi sin darse cuenta, arrastrados por un remolino de acciones y circunstancias, se transforman en algo inesperado y quedan confundidos, sumergidos en emociones contradictorias. Cuando quieren recuperar el estado inicial, ya no pueden volver. Pero siempre avanzan, porque existe la promesa de que al final de las sucesivas transformaciones, ascendentes y descendentes, de curación y castigo, debería existir una liberación de la angustia. Es un libro de aventuras, sí, pero aventuras espirituales.

“¡Has de cambiar tu vida!”, parecen decir los relatos; la tensión entre lo que se debe hacer, lo que se quiere hacer, lo que se puede hacer y, finalmente, lo que efectivamente se hace, conforma una serie de fuerzas superpuestas que chocan entre sí sembrando ambigüedad.

Como en Gracias y En cualquier lado, dos novelas cortas también publicadas por Blatt y Ríos, el autor propone una experiencia de lectura en donde si bien puede suceder casi cualquier cosa, al mismo tiempo la narración fluye de forma ordenada y precisa, encadenada y respetando la lógica de la causalidad. Se trata de un realismo de nuevo tipo, de una causalidad lisérgica en donde se respira una atmósfera que es al mismo tiempo turbia y cristalina, en donde conviven la fantasía del cuento de hadas con la guerra y la violencia moderna. Balanceándose en esa cornisa, entre la fantasía y la realidad, y entre lo cómico y lo trágico, la potencia de las narraciones no se clausura en la pura invención como antítesis del realismo. Los cuentos, por más alocados que sean, no llegan a despegarse del todo del mundo. Así, lo disparatado puede tener más vínculo con el mundo de lo que estaría dispuesto a reconocerse. Como contrapartida, a veces, la literatura de lo real, al no despegarse nunca del mundo tampoco puede observarlo y decir nada nuevo acerca de él. Entonces: los cuentos se alejan de la realidad para acercarse. Es contradictorio, pero se trata de un objetivismo imaginativo y una depuración de las descripciones que vuelven cercano y real lo inverosímil. Lo real, finalmente, son los estados de ánimo a donde nos lleva la lectura.

Se podría decir entonces que son cuentos sobre el alma, y sobre como el alma es constantemente tironeada por dos caballos: uno que lleva hacia el esplendor, la gloria y la felicidad y otro caballo terco que nos arrastra hacia la derrota, la depresión y la tristeza. Tensionados entre ambas fuerzas, los personajes despliegan el vértigo de sus acciones intentando recuperar un estado de reposo que parece no llegar nunca. Cuando llega, ya se está retirando; y cuando se retira, lo vemos aproximarse. Como en las historias clásicas de Pinocho o Aladino, o como La leyenda del Santo Bebedor de Joseph Roth, los cuentos espirituales de Katchadjian poseen una estructura cíclica. Así como los movimientos musicales tienen un leit motiv, la circularidad del relato convierte a todos los actos en variaciones dentro de una misma tonalidad. La repetición de los elementos y la estructura espiralada le da al conjunto una solidez esponjosa, una estructura cerrada que al mismo tiempo puede cobijar fugas narrativas hacia diferentes lugares y espacios. Lo contrario de lo sellado: lo abierto. Pero siempre dentro de una melodía lo suficientemente pegadiza y a la vez flexible como para contener todas las variaciones posibles. ¿Son infinitas? ¿Son mutaciones al interior de una inmovilidad?

John Barth decía que, como en las composiciones musicales, cada historia posee un tamaño adecuado para desplegarse, una medida justa y necesaria. Ni más, ni menos. Pero cuando se trata de una leyenda, esa porción de tiempo suspendido y de espacio ocupado debería a su vez poder contener lo infinito. Como en El Castillo (Kafka) o La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga (Borges), la meta se aplaza continuamente y nunca llegamos a ver el final del camino. La fábula, por su estructura circular intrínseca, que es repetitiva, absorbente, podría no terminar nunca, o podría terminar en cualquier momento. Entonces, la narración parece estar recomenzando todo el tiempo, en un punto inmóvil y móvil a la vez. Todo desemboca en un nuevo comienzo. O, más bien, todo tiene el vértigo de estar a punto de terminar.

En los relatos de Katchadjian, la narración, animada por una búsqueda de justicia y fundada en una aceleración sin intervalos, se lanza hacia el futuro todo el tiempo y a la vez parece estar siempre en el mismo lugar. Pero los sucesivos ciclos alteran a los personajes, física y espiritualmente, y cada recomienzo es similar pero no idéntico. Ese movimiento paradojal es un efecto de la fantasía, que de forma espontánea e independiente se aleja para decir algo íntimo; algo moral y emocional: un consejo. Porque el narrador es, sobre todo, alguien que tiene un consejo para ofrecer. “Nos sabemos si nuestra vida está comenzando, terminando, o continuando”, se preguntan los cazadores del poeta, perplejos, mientras perciben los cambios constantes en ellos mismos y a su alrededor. Al final, todos reciben la transformación que se merecen.