El Gobierno y sus corifeos lamentan que “la Justicia” se haya rebelado recientemente y cambiado de criterios. Se quejan, en esta semana, por el fallo de la Corte Suprema en el expediente “Entre Ríos” (ver nota principal) y por una seguidilla de excarcelaciones dispuestas por la Cámara Federal. Los Tribunales son procíclicos en materia política, hasta ahí le asiste razón al oficialismo. Pero su denuncia falsea u omite demasiados hechos. El más evidente es que jueces, camaristas y fiscales, en particular los federales de Comodoro Py, actuaron como arietes de la Casa Rosada desde el mismo día en que Mauricio Macri llegó a la presidencia.

Batieron sus propios récords: desde 1983 jamás se criminalizó a la oposición política como en los últimos cuatro años.

El abuso de la prisión preventiva (la “doctrina Irurzun”) fue moneda corriente.

La presunción de inocencia se frizó por consenso entre el Ejecutivo y la caterva de jueces adeptos.

Se fomentó-santificó la delación premiada (mal llamada “ley del arrepentido”), plaga agravada por las extorsiones realizadas por jueces y fiscales a los procesados: o incriminaban a funcionarios kirchneristas o iban a parar a la cárcel. Las buchoneadas se realizaron de modo cuasi clandestino: no se registraron conforme exige la ley.

La supuesta peligrosidad de los detenidos determinó la agresiva prolongación del cautiverio. Los expedientes llegan a los Tribunales Orales flojitos de papeles: plagados de irregularidades, pobres en evidencias. Contra lo que imaginan fachos avezados o personas del común cándidas, las prácticas inquisitoriales desalientan las investigaciones serias. Faltan incentivos (y destreza de magistrados o funcionarios) cuando una denuncia funciona como condena, cuando el sospechoso queda entre rejas sin que se produzcan pruebas, cuando la delación se traduce como verdad revelada.

Si alguien está preso, razona el sentido común derechoso, es culpable invirtiendo la presunción constitucional. Si se lo libera, corresponde poner el grito en el cielo.

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El cese de la privación de libertad no repara los daños injustos o hasta aberrantes causados a quienes siguen siendo inocentes hasta que una condena firme discierna lo contrario.

Los encausados ya no pueden entorpecer la investigación (ni aun en la calenturienta imaginación macrista) porque, caramba, esta ha terminado. A las Salas de la Cámara no le queda otra que excarcelar, en algunos casos contra fianzas exorbitantes impuestas por el juez Claudio Bonadio, rebusque que desnaturaliza el objetivo del tribunal superior.

Muchas de las sanciones tenían vencimiento a plazo fijo (la llegada del juicio oral). Otras caducan por el contorno político y por la existencia de jueces veletas, que oscilan cuando cambia el viento.

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Poner coto a la prolongación de los abusos debe ser una tarea del nuevo gobierno si Alberto Fernández bate a Macri en las elecciones. La vendetta o la prolongación de las tropelías acentuaría la degradación del sistema democrático.

Los debates públicos son a menudo capciosos lo que obliga a señalar lo obvio: estos planteos no fomentan la impunidad ni el cese de las denuncias o los pleitos en trámite… “apenas” que se realicen con apego a las leyes.

Durante un homenaje realizado en la Facultad de Derecho de la UBA, Fernández, discípulo y adjunto de cátedra del fallecido ex Procurador General Esteban Righi rememoró sus enseñanzas. La función del derecho penal contemporáneo –explicaba Righi, jurista de primer nivel-- no es castigar a mansalva, sin sujeción a reglas. Es imponer límites al poder del Estado mediante garantías que integran la mejor tradición de Occidente. “Esta locura tiene que terminar” afirmó el presidenciable, honrando a su maestro y enunciando una promesa para adecentar el sistema democrático denigrado por la derecha autóctona. No será sencillo desinstalar una cultura enferma y, como tal, contagiosa; es imprescindible.