¿En qué momento los cuerpos desnudos de famosos, como el de Luciano Castro, se convirtieron en una amenaza viral? Los cuerpos hermosos, digo, porque los feos parecieran guardarse pudorosamente, o prestar su imagen a la chacota, que es lo que a muchos de ellos les rinde (hay una marica youtuber italiana, Franceso Nozzolino, que juega con sus inmensos volúmenes, hace humor con los dos dones: la mariconería y la grasa, y trascendió exitosamente las fronteras).

¿En qué momento dejamos de creer en la inocencia de la desnudez, en el bello blandir de una garcha bella, de unas tetas de ensueño? ¿No se ha arrojado acaso hoy, sobre el cuerpo, una burka conceptual, un neovictorianismo, justo cuando su explotación y autoexplotación se agiganta en el capitalismo tardío? A mí se me hace que el escándalo desplegado en torno a la exhibición de Castro es el efecto de la nocturnidad de la época. Un caso más de la pérdida de la inocencia bajo las leyes de la tecnología. ¿Sabía o no que su cuerpo iba a convertirse en producto en la interfaz, justo ahí donde él lo arrojó, sin contención, a las redes? La pregunta no es banal, porque se inserta en el debate ético sobre el uso de los cuerpos filmados -con o sin consentimiento- en la era de las redes.

Pasolini había filmado su Trilogía de la vida (Decamerón, Las Mil y una noches, Los cuentos de Canterbury) para celebrar la sexualidad desenfadada de otros tiempos en un mundo cada vez más presa del capitalismo tanático. Las sexualidades populares, incontaminadas por las góndolas del deseo comercial, pensó, eran el último reducto contra la destrucción de la vida. Después abjuró, creyó que ya no había nada que hacer, porque la sexualidad no tenía vínculo más con la libertad sino que se había vuelto obligatoria. Había perdido la inocencia. Si la desnudez de Castro, hace siglos, hubiera producido alegría, como en aquellas películas, hoy está sometida al escrutinio de unos ojos que, salvo ojos como los míos, perdieron su capacidad de encenderse. Hoy me decía un amigo: “aparece un pito y todo el país sonrojado. Pero es un puritanismo bien paki, bien hétero. Porque nosotras las locas no miramos como ellos. Erotizamos con la mirada, lubricamos. Cosificar es lo que hacen los chongos”.

BANANAS Y BANALES

Los foros y los paneles de la TV estallan en discusiones bizantinas, digamos banales, por la trascendencia que adquirió Castro, que no bajó de Sierra Maestra, pero conquistó la admiración de sus pares, provocó la lengua de las mujeres y empinó felizmente a las maricas. Si la cosa se puso seria -Ludovica Squirru dijo en la mesa de Mirtha Legrand que los varones también sufren violencia- es en todo caso porque la heterosexualidad leyó el primer plano de la pija con los discursos que vienen triunfando desde el norte del planeta. ¿No hay un intento de traspolación literal de la vulgata feminista en la ofensa producida por ese cuerpo masculino ofrecido a las redes como objeto de deseo y autosatisfacción?

He aquí dos bandos enfrentados; unos opinan que el feminismo no denuncia con tenacidad el abuso de la propagadora de la imagen (un twitero se queja del supuesto silencio de “las feminazis”, cuando no una revancha) como sí lo haría en el caso de que fuese una mujer la afectada. Otros, que el acto de “objetivar” y “hacer uso” pertenece al universo de la tradición patriarcal. Es decir, el cuerpo de Luciano Castro pasaría a ser una propiedad más en los ojos untuosos de los y las que se regocijan y quizá hasta se pajean. Cosa de machirulos en edad escolar.

¿Tan grave es una garcha que no podemos babearnos en paz sin plantearnos con fingido rigor si hubo consentimiento para su divulgación, justo cuando es grande, jocosa, y no habrá más consecuencias para el portador que una perfecta promoción de una obra de teatro? Claro que siempre aparece la familia como invocación al orden. Una última muralla que se debe proteger del virus del desnudo. Poco importa la edad de la cría -el hijo mayor tiene 19 años, y los menores no creo que sufran bullying de sus compañeritos de guardería- cuando la familia sigue siendo considerada la célula primera y vital de la sociedad, pero no nos preguntamos de qué sociedad, porque no sabríamos qué responder.

 

Por último, coincido, es obvio que la reacción social es diferente según se trate de un varón o de una mujer, porque si Florencia Peña gozaba en el célebre video venéreo, lo hacía “como una putita” (y, a causa de eso, fue una narcisa “casada y con hijos”, pero herida), mientras que Luciano Castro ofrecía sus talentos como un narciso, también, pero demasiado consciente de sí y sin obligarse a pensar mucho en las consecuencias. Pasó a ser por estos días el mayor sex symbol patrio. La palabra que falta en la cadena significante que va del desnudo, la viralización, al no consentimiento y la familia, es narcicismo. La clave es el espejo en que el cuerpo queda absorto en su representación, y se sustrae a la caricia del otro. Toda esa exigencia en las conversaciones eróticas de los chats de la imagen del cuerpo desnudo, en posiciones o actos reñidos con la Reina Victoria, y el inmediato cumplimiento de la orden, es un juego de intercambios en espejo, mimético, un ardor que se siente con uno mismo, falsamente compartido. Una manera de escamotear el cuerpo, quedándoselo para sí, a pesar de su viralización. Luciano Castro no cedió la pija a nadie, es mentira. Se la prestó por un rato al viejo puritanismo: emasculado, se nos presenta como un goce programado a futuro que jamás se cumplirá. A las maricas nos queda como estampita para la veneración.